Invadiendo el mundo: Michael Moore y algunas lecciones para el proceso constituyente
Michael Moore invade el extranjero, como tantas veces lo ha hecho Estados Unidos, pero no para robar recursos naturales ni para imponer su modelo económico, sino para quedarse con las mejores políticas sociales de estos países y así mejorar la precarizada vida norteamericana.
El fuego en Chile está lejos de apagarse. Las manifestaciones siguen, las víctimas aumentan, aunque al menos ya se ve un camino. No sabemos si será una salida, un retorno o el acceso a un callejón aún más oscuro del que ya atravesábamos, pero el plebiscito que el 25 de octubre de 2020 definirá si tendremos o no una Nueva Constitución, la primera que sería decidida y conformada por el pueblo chileno, es un futuro del cual sostenerse, un montículo de tierra en este océano de angustia por el que vale la pena seguir nadando.
A pesar de eso, hay quienes dicen que una Nueva Constitución no va a mejorar nuestras vidas ni solucionar nuestros problemas. Por supuesto que no, pero por supuesto que sí. Que algo esté escrito en la carta magna —como que el Estado garantice una educación básica pública, gratuita y de calidad, por ejemplo— no significa que vaya a ocurrir, pero si está escrito es mucho más probable que ocurra.
Es lo que comprueba Michael Moore en su documental Invadiendo el mundo (también traducido como ¿Qué invadimos ahora?), exhibido en 2016 y hoy disponible en Netflix. Obsesionado con dinamitar la vigencia del sueño americano, desmantelado, según él, por el neoliberalismo impulsado por Reagan en los 80, Moore se pasea aquí por varios países de Europa para observar cuáles son las políticas que les permiten a estas naciones tener habitantes más sanos, mejor educados, menos inseguros y, al parecer, más felices que los estadounidenses.
Su idea es invadir el extranjero, como tantas veces lo ha hecho Estados Unidos, pero no para robar recursos naturales ni para imponer su modelo económico, sino para quedarse con las mejores políticas sociales de estos países y así mejorar la precarizada vida norteamericana.
Sin la potencia ni genialidad de sus obras maestras —como Bowling for Columbine (ganadora del Oscar) y Fahrenheit 9/11 (ganadora de Cannes)—, y abusando de su ancha presencia frente a la cámara, Moore igual consigue contrastar con cierta gracia estas dos realidades: el estado benefactor europeo versus el imperio de lo privado de Estados Unidos.
Su viaje comienza en Italia, donde se sorprende de que los trabajadores tengan, por ley, 35 días de vacaciones pagadas al año —en Chile son 15 y cero en el país de Trump. El CEO de Ducati, la famosa marca de motocicletas, le dice que "no hay conflicto entre las ganancias de la empresa y el bienestar de las personas". Moore, que ha filmado cómo algunos grandes empresarios norteamericanos han destruido a la clase media de EE.UU., se ve realmente shockeado al escuchar una frase como esa.
"'Bienestar' es una palabra prohibida en mi país", dice el director, mientras muestra a distintos medios y personalidades gringas comparando los derechos sociales con las dictaduras comunistas.
Luego llega a Finlandia, una nación que no destacó internacionalmente hasta que, en 1999, cambió su Constitución. En ella quedó plasmado que "todas las personas tienen derecho a una educación básica gratuita", y no es casualidad que desde entonces el sistema escolar finlandés sea uno de los más exitosos y elogiados del mundo. "El Estado garantiza que todas las escuelas, sin importar el barrio o la ciudad, sean exactamente iguales", le dice a Moore el ministro de Educación. Ningún padre tiene necesidad de elegir el colegio de sus hijos, porque sabe que el que está cerca de su casa es igual de bueno que cualquier otro.
En Eslovenia, el director descubre que la educación superior también puede ser gratuita, pero no se sorprende cuando ve que el único estudiante que tiene una deuda universitaria es, justamente, un estadounidense que está de intercambio. En Alemania visita una fábrica de lápices donde sus empleados solo trabajan siete horas diarias, desocupándose a las dos de la tarde. "¿Quién de ustedes tiene un segundo trabajo?", les pregunta. Todos sonríen hinchando sus rosados cachetes.
Cuando llega a Portugal conoce un país con un sistema de salud público y universal, donde la tenencia de drogas no es un delito ni se criminaliza su consumo. Y durante su estadía en Noruega va a una cárcel, que no es otra cosa que un grupo de casas donde distintos hombres, que robaron, asesinaron o violaron, viven como cualquier otra persona. "Les quitaron la libertad, no la humanidad", dice Moore. Son 115 criminales custodiados por solo cuatro guardias, que además están desarmados. Y si en Estados Unidos la reincidencia carcelaria en 5 años es de un 80 por ciento —alrededor de un 50 en Chile—, en Noruega solo es del 20 por ciento.
Es cierto, Moore solo se fija en lo bueno, y retrata a estos países como perfectos paraísos donde todo parece resuelto, obviando los problemas que tienen con la migración, el crecimiento económico y el desempleo juvenil. Pero más cierto es que, incluso con esos defectos, en Europa la población vive más segura, confía más en el vecino, se enferman menos y tienen más tiempo para disfrutar de la vida.
Ya tuvimos una Constitución —y un sistema socioeconómico amparado bajo ella— que trató de emular las que parecían ser las bondades del modelo norteamericano: mercados desregulados, Estado subsidiario y derechos sociales como bienes de consumo. Por varias décadas las cifras le dieron la razón, pero durante un mes la ciudadanía chilena dijo que ya era suficiente. ¿Qué tipo de sociedad vamos a querer ser con nuestra nueva carta fundamental? Invadiendo el mundo, con la cortesía de Michael Moore, nos entrega varias pistas que deberíamos recoger en nuestro proceso constituyente.
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