Coronavirus en Nueva York
Epílogo de La piel del mundo (Literatura Random House), el nuevo libro de crónicas de Rafael Gumucio, una “reformulación radical de Páginas coloniales, de 2006, con varias páginas más y sobre todo varias páginas menos”, donde el autor de Milagro en Haití narra sus peripecias en ciudades como Barcelona, Puerto Príncipe y Nueva York.
Volví a vivir a Nueva York. Estaba ahí, en el departamento de Penn South donde empieza este libro, cuando Donald Trump cerró las fronteras de Estados Unidos con Europa. Mi amiga Andrea Aguilar, que estaba en Brooklyn, tenía que viajar de vuelta a Madrid, otro lugar esencial en este libro. No sabía cómo llegaría a su casa, ni siquiera a qué casa porque la ciudad estaba ya desde hace semanas completamente clausurada. Al igual que Barcelona, donde mi amigo Carlos Feliú tuvo la mala idea de caerse, en plena pandemia, de una moto estacionada. Estados Unidos, España y muy luego Chile fueron cerrando sus fronteras mientras yo en el centro de Manhattan seguía viendo, con ese espantado maravillamiento con que los niños miran los fuegos artificiales, al mundo parar.
De todas las cosas improbables, de todas las cosas imposibles, esta era quizás la más imposible de todas. Si algo cuenta este libro sin querer contarlo es la permeabilidad creciente de todas las fronteras, que se aceleró de una manera frenética a finales de los años noventa y comienzos de los dos mil, justo cuando tenía la edad en que empecé a ejercer mi profesión. La edad en que me casé con una neoyorquina que conocí en Madrid, en que vivía sin tener ahí ninguna oficina a la que ir. Oficina y trabajo estable tampoco tenía, lo que nos permitió irnos a vivir a Barcelona. De no tener hijos quizás podríamos habernos trasladado a alguna ciudad en Italia. Nos fuimos en cambio a Chile, pero no hubo año en que alguno de nosotros no viajara, yo al menos dos veces al año era invitado a algún congreso o festival. Tengo amigos en México y en Buenos Aires que considero tan íntimos como los de Santiago, Madrid y Barcelona. Nos fuimos, también sin dificultad aparente, a vivir cuatro meses a Londres, donde trabajaba en exactamente lo mismo que en Santiago, con un sueldo que, a no ser por el alojamiento, cubría perfectamente los gastos en una de las ciudades más caras del mundo.
Venir del fin del mundo significó cada vez menos una estigma y cada vez más una excentricidad. Santiago era sólo el Brooklyn del mundo, un barrio residencial con mala locomoción pero que ofrecía a sus residentes más tranquilidad y paz; de hecho por un par de años se convirtió en tema de portada de todo tipo de suplementos y revistas de viaje. Ya no sólo eran Valparaíso, Atacama o Torres del Paine, sino Santiago, que fue por un tiempo una de las ciudades de mejor calidad de vida de las Américas. Mi computador me permitió a mí y a mi generación viajar un poco a todas partes sin irse del todo a vivir a ninguna.
Esa misma computadora es la que me permite, ahora, el 24 de abril del 2020, soportar la imposibilidad de viajar siquiera a la casa del vecino. Esta gran arma del mundo contemporáneo es la que ha convertido todo en un convento global que es invadido por el planeta entero. Por más de una década los vuelos y alojamientos baratos (Airbnb), así como las monedas más o menos únicas (dólar u euro), permitieron a la clase más o menos media del mundo lograr lo que el ejército estadounidense no consiguió jamás: invadir Vietnam. Y que China, sin dejar de ser comunista, se convirtiera en una de las mayores potencias capitalistas. Las calles de Santiago por su parte se llenaron de haitianos y venezolanos en bicicleta trabajando para un empresario que viaja entre San Francisco y Berlín y que no es responsable de nada de lo que le pase a sus empleados repartidos por toda la tierra, negros, blancos, asiáticos, todos unidos por una polera de Rappi o de Uber Eats y por el sudor con que dan su vida para que al profesor o al ejecutivo, a los que se ha conminado a trabajar desde su casa, les llegue caliente el sándwich a su puerta.
Me resisto a llamar a eso globalización porque el mundo ya era globalizado cuando nací, pero debería llamarlo así. Nueva York, por cierto, era el símbolo más visible de este fenómeno. Sus universidades alojaban a estudiantes del mundo entero y vivían de doctorar y posdoctorar a las élites de las más diversas naciones y etnias. Sus barrios en su uniforme arquitectura portuaria e industrial eran un verdadero puzle hecho de pequeñas Corea, Brasil, Italia y una no tan pequeña China. Desde ahí me llamó hace poco mi mujer, cuando yo todavía no viajaba desde Santiago a reunirme con ella, para informarme que las sucias y estrechas calles de Chinatown estaban vacías en pleno año nuevo chino. «No tuvimos que hacer cola en Nom Wah» —uno de los pocos restaurantes chinos que sirven la comida sin gluten que mi hija necesita.
Era comienzos de febrero del 2020 y no había en la voz de mi mujer ni el menor tono de alarma. Los chinos, ya se sabe, no hacen nada como la gente normal. Y cuando Roberto Brodsky y Paula Recart, que habitan en la vecina Tribeca, se toparon con que todos los orientales del barrio andaban con máscaras y guantes caminando lo más discretamente posible para que sus pasos apenas tocaran la calle, pensaron lo mismo que pensamos todos, «puta que son raros estos chinos».
En la lejana Wuhan —una ciudad que sólo después supimos que hacía colgar cataratas de la fachada de sus hoteles y construía edificios con la forma de una rueda salpicada de ventanas—, una variante del coronavirus había viajado de algún animal salvaje al cuerpo del humano. La información china era a la vez triunfalista y desesperada. Era una gripe más que los chinos lograron mantener bajo control. No era creíble pero quizás por eso mismo la creímos. Cada año una nueva infección —el SARS, el Ébola, el SAR de los camellos, la gripe aviar— prometía cambiar la faz del tiempo. Pero antes de que infectara al mundo, cada una se iba apagando en la región que la originó. El Ébola fue un problema africano, la gripe aviar un problema mexicano, como el sida —la pandemia global que dio nacimiento moral a mi generación— era un problema homosexual. Que esta última se convirtiera en una de las principales fuentes de mortalidad en África, importó poco o nada en esa África reconcentrada que es Haití. Uno de los efectos de la información global es que su cantidad nos obliga a concentrarnos en las pocas noticias que podemos asumir. Potencialmente sabemos más que nunca, pero en realidad nos sentimos aliviados de no conocer toda esa información.
Que el coronavirus nuevo era una exageración del cuerpo médico, ese tan obsesionado por hacernos dejar de fumar, tomar y ver pornografía, era algo más o menos evidente. Después de todo no hacía daño, según informaban los mismos médicos, más que a los ancianos, a los fumadores empedernidos y a los que ya estaban debilitados por una enfermedad anterior: algo muy diferente a lo que hace la gripe común. El presidente Trump, que hasta ahora parecía el seguro triunfador de las elecciones de noviembre, seguía dando la mano a quien quisiera dársela. Yo repetía lo mismo en un restaurante italiano de Greenwich Avenue ante Frank Goldman, novelista norteamericano de madre guatemalteca que estaba apurado por viajar de vuelta a Ciudad de México, donde viven su esposa y sus hijos.
«No es gripe cualquiera. Estás equivocado tú» —me dijo en un castellano perfecto donde algo de la sintaxis americana permanecía. Yo que entonces contaba con la inútil ventaja de venir del estallido social de octubre y que creía conocer mejor que cualquiera las reglas de lo inaudito y de lo inesperado le aposté que Trump sabría sacar provecho del alarmismo de los demócratas. Después de todo, los demócratas llevaban cuatro años tratando de que un accidente externo, la trama rusa, los testimonios de una examante o de sus hombres de exconfianza acabaran con su irracional presencia. La gripe no iba a ser para tanto, le dije a Frank, que se tocaba el pecho sobre la camiseta.
«Yo soy grupo del riesgo. Estoy preocupado por el virus».
No te va a pasar nada Frank, le dije, aunque recordé haberle dicho lo mismo a Roberto Bolaño una tarde interminable en que me llevó al hotel para tomarse sus remedios. Enfermo imaginario, lo llamé. Era junio del 2002, se murió en octubre del 2003 de sus enfermedades, que eran lo único no imaginario que tenía. Mis dotes de adivino no son algo de lo que me enorgullezca. Y era sin embargo absolutamente imposible no adivinar lo que sucedería. Las universidades empezaron a vaciar los dormitorios de sus campus a mitad de marzo y a dar el semestre presencial por terminado. En Madrid, los cadáveres sin nombre empezaron a acumularse en una pista de hielo, que es el centro del infierno según Dante. En Florencia, en Milán, en Turín se producían cientos de videos en todas las lenguas donde le advertían al mundo que no hiciera lo que hicieron ellos, minimizar la catástrofe, seguir de fiesta, esperar las órdenes perentorias de las autoridades para recién guardarse en sus casas.
Esa exageración perpetua que hace imposible pensar que nada italiano sea cierto me permitió, nos permitió a todos los neoyorquinos menos a uno o dos editorialistas, seguir la vida como siempre. En mi caso ir a dejar a mi hija mayor a 75 Morton Street, en pleno West Village. Caminar hacia el Hudson, ver al otro lado New Jersey y sus rascacielos espejos de los de Manhattan. Recorrer las calles de ladrillos, balcones de hierro, hasta Waverly Diner o el Village Diner o el Coppelia, donde todos hablaban español y servían desayunos cubanos y/o mexicanos. Y ahí inventar citas, ideas vendibles, hacer una vida neoyorquina, venderme en alguna parte, ajustarme al ritmo infinito en que todos se apuran por el puro gusto de apurarse, caminando con una elegancia sin par cada uno sobre su cuerda floja entre los edificios. Escribir también entre las tazas de café que me rellenan sin siquiera alcanzar a pedir otra de vuelta. Y luego en la tarde ir a buscar a mi otra hija, en P.S. 11, la escuela pública a dos cuadras de mi casa. Y pensar en comprar una botella de vino francés, italiano o español y ver qué dan en el Film Forum, el IFC Theater o el Angelika y hablar con alguien sobre Roberto Matta, que como yo vagabundeaba por la ciudad que abrió como una ostra y se tragó de una sola lengüetada.
Lo que hace imposible escribir lo imposible es justamente que se desarrolla justo al lado de las palabras. Al lado mismo de mi horario casi feliz de todos los días. En Chile los primeros casos llegaron con el fin del verano boreal y el fin de las vacaciones en el sudeste asiático o en China. Viajes que sólo los más ricos de la población pudieron emprender. En Nueva York también un residente de los suburbios blancos de Hudson arriba activó la primera alarma. Un vecino suyo que trabajaba de Uber, que también contrajo el virus, asustó más a la ciudad. El presidente Trump pasó de despreciar la enfermedad a llamarla el virus chino. Siguió dando la mano a todos quienes se lo pidieron, pero la palidez confusa con que hablaba hizo sospechar que era uno de los contagiados. Lo negó. Nadie le creyó. Hasta que al tercer día su doctor informó que le hizo el test y salió negativo. La epidemia era ya pandemia para la Organización Mundial de la Salud. Trump declaró primero alerta nacional y después estado de emergencia.
Seguía dejando a mi hija en el colegio al que iban cada vez menos alumnos. Caminaba entre la llovizna o el sol hacia el diner donde seguía tratando de hundirme en el Nueva York de 1939, cuando esta ciudad era el escape posible. Porque como apestados, casi sin maletas, casi sin destino llegaban André Bretón, Yves Tanguy, André Masson, Mondrian, Chagall, Hannah Arendt, Max Ernst. Todos con la marca de una muerte probable, posible, todos con la marca del horror llegando a esa ciudad medio vacía, mitad prostibularia, mitad puritana, donde casi no habían cafés, sólo bares de mala muerte, restaurantes y casas de amantes de las artes, coleccionistas que querían comprarse Europa cuando Europa estaba quemada viva.
La peste, la plaga, país por país de Alemania a Austria, de Austria a Polonia, de Polonia a Bélgica, de Bélgica a París. Nueva York se salvó del fascismo porque era y no era el occidente europeo. Nueva York, que pudo ser Nueva York, es decir la playa a la que llegan los náufragos, porque no era cosmopolita aunque sí mundial. Patria de inmigrantes pobres y de millonarios del interior de los Estados Unidos, ambos recién llegados, recién venidos, como diría Macedonio Fernández. Y Marcel Duchamp, que los esperaba ahí, donde vivía hacía décadas, justo porque estaba lejos de todo, jugando ajedrez en el Central Park, vendiéndoles a los coleccionistas las vistosamente modernas esculturas de Brancusi, escandalizando el Armory Show con su fuente, el urinario al revés.
¿Qué es el coronavirus? No se llama así, nos explican. Es un coronavirus, pero no es el coronavirus. Es el coronavirus de este año, como el SARS fue el del 2002 y el SARS del medio oriente fue el de 2012. Este es menos letal que los otros, pero se contagia por el aire. Tres gotas de saliva o menos lo llevan de un cuerpo a otro. Resiste en el plástico, en el cemento y sobre todo en el metal. Hasta en el metal de mi ascensor, con el que no puedo llegar al piso 16 en el que vivo. El metal de los otros millones de ascensores de las torres que rodean la mía.
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