Columna de Héctor Soto: Valdivia al rescate
Como Espantapájaros de Schatzberg, como Loca evasión de Spielberg, como Alicia ya no vive aquí de Scorsese y como El último deber de Ashby, Wanda respira una salvaje complicidad con el paisaje suburbano americano.
En su edición número 27, el Festival de Cine de Valdivia ha desclasificado este año dos trabajos legendarios. Uno es El tango del viudo y su espejo deformante, de Raúl Ruiz, que estaba inconcluso y que su mujer, Valeria Sarmiento, concluyó tras un laborioso trabajo de recuperación. El otro es Wanda (1970), de Barbara Loden. A lo mejor la cinta de Ruiz es el eslabón perdido que sus fans andan buscando desde hace años. Difícilmente, sin embargo, este trabajo pionero moverá hacia arriba o abajo el lugar que ya ocupa en el cine contemporáneo como artista de vocación minoritaria, poco adicto a las historias con final y que, con su poética -muy chilena al comienzo, muy afrancesada después- sigue embriagando a los críticos.
Wanda, por su parte, es una obra maestra absoluta y cuenta una historia muy sencilla. La de una chica de una comunidad minera de Pennsylvania que jamás ha encontrado su destino y tampoco lo hallará en el curso de esta historia. Luego de que un tribunal aprueba su divorcio y asigna al marido la custodia de los hijos, la protagonista se enreda en bares de mala muerte, primero con un fulano que la lleva a la cama y después con un delincuente que la instrumentaliza para un asalto. Ella no es muy inteligente y, aunque lo intuye, termina apoyándolo simplemente por no tener otra opción. Nunca ha tenido nada, nunca ha aspirado a nada y nunca tampoco se ha propuesto nada. Se limita a ir donde la vida la lleva y es un personaje, a la vez que muy entrañable, muy patético. Ojo, el cine feminista está en deuda con esta cinta pequeña, simple y gloriosa.
Barbara Loden, que fue esposa de Elia Kazan por unos 12 años, fue una actriz fuera de serie, formada desde luego en el Método. Al parecer tenía una personalidad Asperger y mantuvo en su vida emocional más profunda un muro infranqueable de misterio y aislamiento. Nunca dio muchas entrevistas. Ni siquiera Kazan logró entenderla muy bien. Murió muy joven, a los 48 años, de cáncer, amargada porque nunca pudo volver a filmar, no obstante que su película había ganado en Venecia el premio de la crítica. La obra apenas se exhibió en circuitos no comerciales de Europa y Estados Unidos y es una de las tantas deudas pendientes de esta industria destructora o ninguneadora de talentos que es el cine.
Como Espantapájaros de Schatzberg, como Loca evasión de Spielberg, como Alicia ya no vive aquí de Scorsese y como El último deber de Ashby, Wanda respira una salvaje complicidad con el paisaje suburbano americano.
Barbara Loden habla como nadie de un momento en que Estados Unidos estaba cambiando: los autos eran enormes, los empleos en la industria estaban desapareciendo, la crisis del petróleo iba a sepultar para siempre ciudades completas y mucha gente estaba empobreciéndose. A la cineasta la historia se le ocurrió al leer el caso de una joven que, apresada tras un asalto, le agradeció al juez que la enviara a prisión. Allí al menos encontraría -le dijo al juez- un esquema desde el cual rehacer sus días y encontrarle algún sentido a la vida. La protagonista va por la vida así, a lo que venga, a lo que le toque. Desde luego que es terrible. Pero una vez que la película la deja en un bar con gente que apenas conoce, nada impedirá que después siga cayendo todavía más.
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