Una vista al Bellas Artes en pandemia: con hora agendada, ruta demarcada y solo dos salas

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Con la reapertura del museo ubicado en el Parque Forestal, la primera semana de octubre, se inició -en parte- el retorno de las actividades culturales. Culto fue a ver cómo es la experiencia de visitarlo con nuevas medidas de seguridad debido a la crisis sanitaria. Esta es la crónica de lo que observamos.


Es uno de los paseos imperdibles de Santiago, pero desde que la comuna inició la cuarentena permaneció cerrado, y solo reabrió la primera semana de octubre. Con el virus, ahora cualquier cosa es una sorpresa, y hay nuevas costumbres.

Una vez anunciada su reapertura, decido acudir. Para ir al Museo de Bellas Artes, hay que pasar por un formulario primero. Curioso. Hay tres turnos (10, 12 o 14 horas), para los días martes o los jueves. Elijo el de las 12, y llega una confirmación por e-mail.

Llego unos minutos antes de la hora, solo hay una chica que arribó segundos antes y que está frente a la reja. Una mujer muy amable se acerca y dice “Espérennos unos momentos, por favor”. Dice que están terminado de acomodar las cosas.

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A los pocos minutos, se abre el decimonónico y señorial portón de fierro del Museo. La chica entra. Se toman su tiempo con la revisión respectiva. A los pocos momentos es mi turno. Un guardia me toma la temperatura con un termómetro digital infrarrojo. “35”, le dice el hombre a otro que está tomando nota. “¿Cómo se llama usted?” pregunta, para verificar que estoy en la lista y me deja avanzar. Luego, me piden que pise una especie de trapero y luego otro, para desinfectar y secar mis zapatillas, respectivamente.

El ojo atento ve alcohol gel disponible a un costado. En el piso hay una señal que dice “Sigue el recorrido”. Es una flecha que indica que se debe avanzar por el hall central del primer piso, donde las esculturas de Virginio Arias, Nicanor Plaza y Rebeca Matte lo reciben a uno. Las he visto antes, pero da gusto volver a verlas. Es como reencontrarse con los amigos.

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Descontando el personal del Museo en la entrada, con suerte seremos 10 los visitantes, y el número máximo permitido es de 25. En el suelo, hay recordatorios permanentes de que se debe mantener la distancia social. Aunque con tan poca gente, se puede mantener de manera fácil.

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Como el camino de ladrillos amarillos, la ruta demarcada señala que se puede subir la escalera, hacia el segundo piso, y en el Salón Chile –el primero que se ve llegando desde la escalera– es posible visitar una muestra de la artista argentina Gabriela Golder. Son imágenes (“imágenes paganas”, diría Moura) en pantallas HD colocadas de forma vertical, a modo que parezcan cuadros.. Es una suerte de “retratos vivos”, una videoinstalación. Se trata de escenas protagonizadas por trabajadoras y trabajadores junto a sus familias. Si uno se queda por un rato largo, puede observar cómo de repente la gente de los “cuadros” se va moviendo lentamente. Es una muestra que pide cierta calma y reposo para poder apreciarla en su esplendor.

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la muestra "Escenas de trabajo", de Gabriela Golder.

El áforo máximo es de 8 personas en la sala. Es espaciosa, y de techo alto, como toda construcción antigua. Cuando hay instalaciones con sonido, suele escucharse retumbando y con algo de eco lejano. Solo hay una chica adentro, por lo que mantener la distancia social es fácil.

Todo está organizado. De hecho, el tiempo de permanencia en el Museo, es limitado a solo una hora. Con solo dos salones abiertos, esa hora basta y sobra. Tal como en la ida, para la vuelta también hay una ruta delimitada hasta la salida.

Y mientras caminaba, se acerca una mujer, la credencial que cuelga de su cuello delata que trabaja en el Museo. Saca dos pequeños libros que me entrega a modo regalo “por la visita”. Uno sobre la obra de Laura Rodig y otro sobre una exposición de las bordadoras de Isla Negra. Añade la pregunta “¿Cómo se enteró de que el Museo reabrió?”.

Sigo por la ruta delimitada para la salida. Llama la atención una estatua del hall central. Es una especie de alegoría. Una mujer semidesnuda que se apoya sobre un monstruo de la mitología griega, mezcla de cabeza de león, cola de serpiente y alas de pájaro. El engendro tiene el nombre de La quimera, tal como Nicanor Plaza bautizó la estatua. Pero hay un detalle, la mujer está ataviada con una coqueta mascarilla. Ahora, cualquier cosa es una sorpresa.

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