Matar a un reverendo: la historia que Harper Lee no supo escribir
Los familiares de un predicador mueren en distintos accidentes, similares entre sí, y todo apunta a que él es el culpable. Pero cuando las sospechas lo incriminan, un disparo acaba con su vida. La noticia atrajo a la escritora y ganadora del Pulitzer, quien investigó los crímenes para una novela que nunca llegó a publicar. En el libro Horas Cruentas, la periodista Casey Cep entrelaza esa historia inconclusa con la hermética vida de la famosa autora de Matar un ruiseñor.
La escritora Harper Lee era sumamente reservada tanto en el ámbito mediático como con sus seres cercanos; y en algunas ocasiones incluso era un enigma para ella misma. Después de la icónica novela Matar un ruiseñor (1960), la autora no publicó otro libro hasta poco antes de su muerte, cuando apareció Ve y pon un centinela (2015).
A su obra literaria la atraviesa un gran silencio.
Pero es probable que haya escrito un tercer libro completo, aunque por ahora es imposible tener la certeza. El título habría sido The Reverend (o El reverendo).
En el barrio de Nueva York, Upper East Side, Lee vivía en un piso pequeño que alquilaba. Los vecinos de la autora escuchaban su máquina de escribir a todas horas, desde el día y hasta la noche.
Años atrás y a cientos de kilómetros de distancia, en junio de 1977, centenares de personas se reunieron para un funeral en la capilla de la funeraria House of Hutchinson en Alexander City, en el estado Alabama. El calor era sofocante y los ventiladores del techo solo revolvían el aire pegajoso del interior. El cuerpo de una joven de dieciséis descansaba en el ataúd abierto.
En medio de la ceremonia, explota el grito de una mujer:
—¡Mataste a mi hermana y ahora lo vas a pagar!
Solo unos segundos después, el tío de la niña fallecida disparó tres veces su pistola contra el reverendo y padrastro de la difunta, Willie Maxwell, quien estaba sentado en el banco al frente suyo. El sacerdote vuduista murió en la capilla. Un final algo irónico, con un muerto fallecido en el propio funeral.
Cuando la policía le preguntó al hombre por qué le había disparado al padrastro de la adolescente, él respondió: “Tenía que hacerlo”, respondió camino a la comisaría, “Y si tuviera que hacerlo de nuevo, lo volvería a hacer”. Como muchos residentes de la ciudad, le tenía terror al predicador Maxwell.
Ese hecho era apenas la punta de una historia mucho más grande.
Alexander City era una ciudad pequeña que se encuentra a mil quinientos kilómetros de Nueva York, donde vivía Harper Lee. Pero el asesinato del reverendo se hizo noticia en el país y despertó la atención de diversos periodistas. Lee decidió ir hasta allá. El juicio por el asesinato del reverendo fue en otoño y, dentro de la sala del tribunal, entre la masa de reporteros, se encontraba la novelista que, después de años, había encontrado una historia que quería escribir.
No era un misterio su atracción por los crímenes. Creció rodeada de ediciones de la revista True Detective Mysteries y las historias del personaje Sherlock Holmes. Su novela más importante, Matar a un ruiseñor, tiene entre sus pasajes centrales el desarrollo de un juicio. Años después ayudó a su amigo Truman Capote en la investigación A sangre fría (1965), libro que relata los asesinatos de una familia en la ciudad de Kansas; la labor investigativa de la escritora recibió escaso reconocimiento.
Horas cruentas (2020) es el libro que escribió la periodista de The New Yorker, Casey Cep. En esta obra se narra la historia del reverendo que Harper Lee nunca publicó, la cual se entrelaza con el proceso de investigación y escritura de dicha narración inconclusa. La versión original del libro —Furious Hours— de Cep vendió 125 mil copias en Estados Unidos y fue elegido por Barack Obama como uno de los mejores libros del 2019.
Muertes y pólizas
El teléfono sonó a las 2:30 de la madrugada en la casa del abogado Tom Radley —relata Casey Cep en “Harper Lee’s Abandoned True-Crime Novel” (The New Yorker, 2015)—. Muchas veces sus clientes lo llamaban a esas horas, y en esa ocasión era el reverendo Willie Maxwell quien estaba al otro lado de la línea. Esa era la primera vez, aunque no la última, que al predicador lo habían acusado de asesinato. En ese entonces, Radley era de los pocos abogados blancos que defendía a negros en la ciudad sureña de Alexander City.
En agosto de 1970, la esposa de Maxwell fue encontrada muerta a golpes en su auto. Dos años después, el cuerpo de su hermano fue descubierto al borde de una carretera en las afueras de la ciudad. Luego, su segunda esposa apareció muerta en su vehículo. Cuatro años más tarde (1976), el cadáver de su sobrino de veintitrés años fue encontrado en su auto.
Los familiares alrededor de Maxwell morían uno tras otro en peculiares accidentes con bastantes similitudes entre sí. Mientras tanto, el predicador cobraba las pólizas de seguro de los fallecidos.
La muerte siempre venía acompañada de dinero. Y eso él obviamente lo sabía.
El 11 de junio de 1977, cuando ya habían pasado siete años de esa llamada nocturna al abogado, un quinto pariente, la hijastra de Maxwell, apareció muerta bajo las ruedas del auto de Maxwell. Las autoridades sospecharon que la escena del accidente había sido armada, sobre todo cuando notaron que las manos de ella estaban limpias a pesar de haber quitado una llanta al vehículo.
Tom Radney ya se había acostumbrado a ser el representante ante los fallecimientos en torno a Maxwell, mientras, en paralelo, se investigaban las extrañas muertes. En el condado rondaban los rumores de que el predicado tenía una sala secreta de vudú en su casa.
Pero antes de que se cerrara el caso de la hijastra, vinieron los tres disparos que el tío de la niña le dio a Maxwell en la cabeza, frente a cientos de testigos en el funeral, quienes huyeron aterrados de la capilla.
Tan extenso como el Antiguo Testamento
El abogado Radley conocía bien los seis asesinatos: sabía que había una historia atroz e impresionante detrás. Fue así como conoció a la escritora Harper Lee, quien había leído la noticia en el diario y se mudó provisoriamente a Alexander City para investigar. Él le entregó a la autora de Matar a un ruiseñor todos sus archivos que había reunido en sus años de representación al reverendo, mientras ella estuvo meses entrevistando a cada persona que supiera algo de Maxwell en la ciudad.
El libro finalmente nunca apareció.
Sin embargo, está la evidencia de que, al menos, Harper Lee sí escribió parte de la historia. La familia del difunto abogado Radley compartió un capítulo de este manuscrito con la periodista Casey Cep, autora de Horas cruentas. Son cuatro páginas escritas en máquina, cada una llena de letras “b” escritas a mano porque, aparentemente, esa tecla no funcionaba en el aparato. En el margen superior derecho, se puede leer: El reverendo. El personaje del predicador aparece por su nombre real, Willie Maxwell; no así del abogado Radney, quien se llama Jonathan Larkin. Según la periodista, esa es una de las muchas pistas de que Harper Lee quería convertir la historia en ficción, autora que veía este género como un mundo que corría separado de la no-ficción.
Era solo ese el material que la periodista Cep tenía en sus manos, pero sabía que había mucho más.
—He acumulado suficientes rumores, fantasías, sueños, conjeturas y mentiras descaradas para un volumen de la longitud del Antiguo Testamento —le dijo Lee a otro escritor que también investigaba el caso.
En 1987, la escritora envió una carta al mismo colega: “Creo que el reverendo Maxwell asesinó al menos a cinco personas, que su motivo era la codicia, que tenía un cómplice en dos de los asesinatos y otro cómplice en uno”. No sabía si el reverendo practicaba en serio el vudú, pero sí tenía la certeza de que era fiel al dinero. Pero Lee también sentía que no tenía suficientes datos concretos sobre los crímenes reales para relatar no-ficción.
Ella y Radney se mantuvieron en contacto durante años después del trabajo investigativo. Él era un abogado al que le gustaban los escenarios, entendía su labor desde una cierta teatralidad. Sabía que la historia del reverendo debía ser contada; incluso ambos conversaron sobre quién debería interpretarlo a él si el relato llegaba a convertirse en película.
Alexander City quedaba lejos de donde vivía Harper Lee en Nueva York. Pero se ubicaba a menos de cien kilómetros de la residencia de su familia, Monroeville, en Pensilvania. Así que el viaje no le resultó complicado. Al llegar, se instaló en una cabaña a orillas del lago Martin.
Hay pocos registros de su estancia en ese lugar. Uno de ellos es el de Madolyn, esposa del abogado Randley. En The New Yorker, la viuda recuerda que la escritora fumaba, tomaba alcohol y “tenía un ingenio realmente bello”. Mandolyn disfrutaba de solo escucharla: se sentaba y la oía hablar en las conversaciones.
“Nos une la misma angustia”
En 2015, la periodista Casey Cep supo por primera vez de un supuesto manuscrito de El reverendo, cuando el ambiente literario se sacudió con la noticia de que Lee publicaría otra novela poco antes de su muerte, Ve y pon un centinela. Cuando Cep fue al estado de Alabama, a Alexander City, se hablaba del proyecto inconcluso de la autora de Matar a un ruiseñor. Las personas cercanas a la autora decían que se trataba de una historia que, de alguna manera, competía con A sangre fría de Capote.
Lo más probable es que Lee no haya reunido todos los detalles para contar la historia real, pero sí suficiente material para construir un relato sin exigirle enormes esfuerzos a la imaginación.
En paralelo a la historia del reverendo, la autora de Horas cruentas investigó sobre la vida personal de Harper Lee. No quiso hacerlo desde una mirada morbosa, sino que buscaba entender las dificultades que enfrentaba ella como novelista.
En una entrevista para The New York Times, Cep destacó lo difícil que fue acceder a los detalles en la vida de la autora. Por ejemplo, llegó a la certeza de que fumaba mucho, compulsivamente. Pero hay cosas que le fue imposible saber:
—Notarás que no menciono la marca de cigarrillos que fumaba en el libro —explicó al diario estadounidense—. Se muestra sosteniéndolos en algunas fotografías, pero el paquete nunca es visible. Por mucho que quiera asegurar que eran Chesterfields, no podría decirlo con certeza. Así que solo te digo que fumaba.
Tras su publicación en 1960, Matar a un ruiseñor tuvo un éxito absurdo en las ventas y la crítica. La novela ganó el premio Pulitzer y, dos años después fue adaptada al cine con una película que le dio un Oscar al actor Gregory Peck, quien encarna al abogado que defiende a un trabajador negro injustamente acusado de violación.
Pero el éxito generaba que la escritora nacida en Alabama se sintiera incómoda. En ese periodo le dijo a un reportero: “Quiero desaparecer”.
Sutilmente, Lee hizo esfuerzos para esconderse del mapa. Arrendó un pequeño departamento en Nueva York, y a veces visitaba a su familia en Monroeville, Alabama. El alcohol se volvió una sustancia recurrente en su rutina, en ocasiones, solitaria.
Como se relata Horas cruentas, luego que Lee publicó Matar a un ruiseñor, pasaba el tiempo y no aparecía ninguna segunda novela. Tampoco concedió entrevistas durante catorce años. Era complicado seguirle la pista. La última vez que accedió a un diálogo con la prensa fue en 1976, para hacerle el favor a su amigo Truman Capote. Ambos asistieron a la conversación con la icónica revista People. Solo quedó constancia de doce palabras de Lee, de las cuales cinco fueron:
—Nos une una misma angustia.
En esa época silente para la escritora, vendría la investigación en torno al reverendo Willie Maxwell. Lee incluso se atrevió a darle algunos detalles de la historia a su editor y actor Gregory Peck, a quien le dijo que pronto tendría un nuevo papel para él.
La investigación de Lee avanzaba y se cambió de la cabaña a una habitación en el Horseshoe Bend Motel; se instaló ahí evocando lo que había sido su colaboración con Capote en el Hotel Warren (Kansas) para A sangre fría. Como relata Cep en The Guardian, el camarero del recinto, quien le llevaba la comida a su pieza, veía cómo se amontonaban cientos de papeles: transcripciones, certificados de defunción, solicitudes de seguros y formularios de reclamación, mapas, recortes de periódicos, archivos de casos y listas de jurados.
Pero pasó el tiempo y nada de eso evolucionó a un libro.
Lee intentó continuar con El reverendo en su departamento en Nueva York y en la casa campestre de un amigo en el estado Vermont. También hizo el esfuerzo de continuar su trabajo en las ciudades de Alabama, Monroeville y Eufaula, donde vivían sus hermanas. Llevaba su proyecto a todos lados. Pero no le salía.
Su personalidad perfeccionista y la presión conspiraron contra sus avances. Según relata Cep, Lee dijo en una ocasión: “Una buena jornada de ocho horas normalmente me da una página de manuscrito que no voy a tirar”. El bloqueo creativo era grande. Sus cercanos se preocuparon. La escritora enfrentaba dos batallas: una con el libro y otra con el whisky. El escenario se hizo cada vez menos auspicioso.
Obra en proceso
Como se relata en Horas cruentas, Maryon Pittman, esposa del recién nombrado senador de Alabama, James Browning, tenía que asistir a una cena oficial con la primera dama de Estados Unidos de ese entonces, Rosalynn Carter. Para la ceremonia, quería regalarle un libro representativo de su tierra natal, y Matar a un ruiseñor le pareció la opción perfecta. Pero no lo encontraba en ningún lado.
Así que decidió ponerse en contacto con Harper Lee.
Ya en ese entonces era frecuente acceder a información de Lee solo a través de terceras personas; casi nunca de primera mano. Pittman recurrió a un amigo común de ambas, quien le dijo que la escritora se encontraba en Alexander City.
—¿Se puede saber qué hace en Alex City? —le preguntó al sujeto.
Lee había ido a escribir. Pero no tenía más detalles.
Ella logró conseguir el número de Lee y, contrario a sus expectativas, conversaron durante más de una hora. La escritora se comprometió a mandarle un ejemplar de la novela antes de la fecha de la ceremonia, el 15 de mayo de 1978. Y la autora cumplió con su palabra: Pittman recibió el libro, firmado con una dedicatoria para la primera dama de Estados Unidos.
A pesar de su amabilidad, Lee no transó su reserva en la llamada telefónica con la mujer que años después se convertiría en la segunda mujer en ser parte del Senado. Cuando Allen le preguntó qué hacía en esa provinciana ciudad, la escritora no respondió nada concreto, solo que llevaba allí algunos meses, y que le seguía los pasos a un tema relacionado con un sacerdote vuduista.
Nada más. Mientras que en su mente, Lee pensaba en el libro que estaba escribiendo.
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