Cuando Beltrán era un niño, su madre le decía que había nacido para ser sacerdote, obispo, arzobispo, cardenal, eventualmente papa, sumo pontífice.
Rezaban el rosario en latín todas las tardes, sentados en una banca, frente a la gruta de la virgencita, en uno de los jardines de la casona en el campo. El niño era inmensamente feliz rezando con su madre.
A los siete años, hizo la primera comunión, todo de blanco, y le prometió a su madre que sería obispo, arzobispo, cardenal, eventualmente papa, sumo pontífice.
El plan trazado por su madre para llegar al Vaticano comenzó a naufragar cuando el niño, ya con diez años, recibió en calidad de préstamo una revista, Playboy, que le facilitó, con aire conspirativo, un amigo del colegio.
Fue entonces cuando el niño Julián Beltrán conoció en fotografías la gloriosa belleza de una mujer desnuda.
Tiempo después resultó inevitable que se imaginase besando y acariciando a esas mujeres deslumbrantes de la revista.
La poderosa fiebre del deseo invadió al niño, atizó su imaginación, proyectó en su mente una película calenturienta en la que él, afirmando su hombría, siguiendo su instinto, se atrevía a consumar unas conquistas y unas hazañas con sus novias de la revista, a quienes amaba con parejo ardor.
Nadie instruyó al niño sobre cómo extraviarse en los deliciosos laberintos de su cuerpo, nadie le dijo cómo debía abandonarse a pecar: la incesante llamarada del deseo, espoleada por las fantasías que se le aparecían como promesas de placer, lo convirtieron de pronto, a hurtadillas, ya no en aspirante a cura, sino en amante furtivo de todas esas mujeres de belleza sobrecogedora, unas diosas que dormían con él, a su lado, esperándolo en las páginas de la revista.
Por supuesto el niño se negó a devolver la revista a su amigo del colegio. Por supuesto dejó de comulgar en la misa de los domingos. Por supuesto su madre le preguntó, extrañada, por qué había dejado de comulgar.
-Estoy en pecado mortal -le confesó el niño-. He tenido malos pensamientos.
Su madre lloró como si el niño hubiese muerto. Algo, en efecto, había expirado en el niño Beltrán: ya no quería ser sacerdote, ahora quería amar a una mujer, a varias mujeres, contemplarlas desnudas, besarlas, acariciarlas, extraviarse en ellas hasta el fin de los tiempos.
Sin embargo, la oprobiosa culpa del pecado atormentaba sin desmayo al niño y agraviaba su conciencia con la posibilidad de arder en el infierno eternamente.
Años más tarde, el niño tuvo que decidir si quería confirmarse en la religión en que había sido bautizado. Para sorpresa y estupor de su madre, se negó a confirmarse, alegando que tenía dudas sobre la existencia de Dios, pero no sobre la existencia de las mujeres a las que se sentía predestinado a amar, contrariando los planes de castidad que su madre había trazado para él.
El niño Julián Beltrán tuvo el coraje, o la rara honestidad, de elegir, entre la virtud y el vicio, al vicio, y entre la abstinencia y el goce, al goce.
Al cumplir quince años, el joven Beltrán había dejado de rezar con su madre y asistir a misa. No rezaba, salvo esporádicamente, para pedir favores si salía con una chica o si necesitaba ayuda para que ganase su equipo de fútbol. Se había convertido en un agnóstico inconstante, errático, oportunista, que solo rezaba cuando le convenía, cuando se hallaba en apuros.
Por eso, cuando se sometió, entre miles de postulantes, al examen de ingreso de una universidad, no solo rezó con fervor, pidiéndole a Dios que le ayudase a entrar en esa casa de estudios, sino que acudió al templo, se hincó de rodillas y suplicó a la Divina Providencia que obrase el milagro de meterlo en la universidad.
Al parecer el Altísimo se apiadó del joven Beltrán y le concedió el favor: entró en un puesto muy destacado en aquella universidad. Como era de suponer, el joven dejó de rezar, suspendió sus diálogos convenencieros con Dios, reanudó su relación promiscua con los deseos proscritos por la religión.
Ya en la universidad, Julián Beltrán conoció el sosiego risueño de la marihuana y el vértigo de la cocaína, se extravió en los intrincados laberintos del deseo erótico y anunció que se había vuelto ateo: todo lo que su religión le prohibía era precisamente lo que él deseaba acometer, asaltar, consumar. Los caminos de la virtud llevaban a la desdicha; los senderos del vicio conducían a la felicidad; Beltrán solo quería ser feliz.
Se casó con una mujer creyente y se negó a casarse ante la religión, lo que a punto estuvo de costarle el amor de su esposa, que se resignó a una boda laica y civil, ante un juez que pidió propina. Tuvo dos hijas y se negó a bautizarlas, pero su esposa no le hizo caso y, desafiándolo, las bautizó de todos modos.
La madre de Beltrán sufría minuciosamente por la vida pecaminosa de su hijo antaño pío y ahora ateo, ateo insolente, ateo deslenguado y provocador.
Beltrán se divorció de su esposa, esgrimiendo un argumento que ella encontró ruin, miserable:
-Te amo, te amaré siempre, pero necesito amar a otras personas.
Su esposa y sus dos hijas se fueron a vivir lejos de él. Beltrán se quedó solo y se entregó a una vida libertina, disoluta, licenciosa, la vida que él había elegido, la vida egoísta que lo hacía feliz: amaba a cuerpos irresistibles de hombres y mujeres, como amaba a narcóticos y sicotrópicos.
Cierta noche decidió que quería retirarse del gran teatro de su vida sobreactuada y tomó las treinta cápsulas del frasco de hipnóticos y esperó con aplomo la muerte. Pero antes rezó, sorprendentemente rezó. Le agradeció a Dios por la vida que le había dado y le dijo que deseaba ir a abrazarlo en la eternidad. Lo que escuchó, antes de morir, fue una carcajada, una larga y estruendosa carcajada: ¿era Dios riéndose de él? ¿Podía Dios desternillarse de la risa, ante las súplicas tardías del suicida? Oyendo el eco de aquellas risas espléndidas e ininterrumpidas, Beltrán se quedó dormido. Pero no se murió. Muy a su pesar, despertó.
Entonces pensó: quizás Dios existe después de todo, quizás Dios se ríe de mí, de la comedia o la astracanada que es mi vida de bufón itinerante.
Unos años después, volvió a tener un encuentro inesperado con el más allá. Seguía considerándose agnóstico o ateo, más probablemente agnóstico, porque ahora tenía dudas, unas dudas inspiradas por las risas de Dios. Era de noche, de madrugada, y Beltrán se encontraba durmiendo boca abajo en un hotel. De pronto alguien tocó vigorosamente su espalda una, dos, tres veces. Beltrán despertó asustado, sobresaltado, pensando que un intruso se había metido en su habitación y quería hacerle daño. Pero, en medio de la penumbra, sintió a su padre, vio a su padre con inquietante nitidez. Llevaba pocos días sin verlo, se había despedido de él en una clínica, su padre tenía cáncer terminal. Ahora su padre estaba sentado en aquella cama del hotel donde dormía Beltrán y lo miraba con un amor tranquilo, exento de los reproches del pasado:
-Me voy -le dijo-. Tengo que irme.
Beltrán no sabía si era su padre físicamente presente o el espectro, el espíritu de su padre, allí a su lado, hablándole con el vozarrón de siempre:
-Te quiero mucho, hijo. Cuida a tu madre. Yo estaré cuidándolos siempre.
Beltrán quiso abrazar a su padre, pero estiró los brazos y asió apenas el aire ausente, la promesa esquiva, el fantasma que ya había partido.
Cinco minutos después, sonó el teléfono. Era su madre. Le dijo:
-Tu papá acaba de morir.
Descreído y escéptico de los asuntos de la religión y el alma, Julián Beltrán supo entonces que había una vida después de la muerte y que su padre, ya fallecido, había viajado a un lugar mejor y aún preservaba una identidad, una voz. Ese hallazgo, ese descubrimiento, aquella certeza dejaron a Beltrán profundamente conmovido y consternado.
Desde entonces, cada cierto tiempo hablaba con su padre, pero ya no oía una respuesta.
Asustado, Beltrán se confesó con un sacerdote, fue a misa, comulgó. Pero la fe le duró apenas dos o tres semanas. Luego volvió al vicio, al pecado, al placer, es decir a los hábitos y costumbres que asociaba con la felicidad.
Años después, un tío muy rico murió y dejó parte de su fortuna a la madre y los hermanos de Beltrán, pero lo desheredó expresamente a él, a Julián, reprobando la vida disoluta y licenciosa que había llevado. Beltrán se sintió humillado, injuriado. Profundamente deprimido al ver que sus hermanos disponían ahora de unos millones que a él le habían sido denegados por su conducta libertina, Beltrán decidió interrumpir su vida: se encerró en el clóset de su casa, sacó un revólver calibre treinta y ocho de la caja fuerte, cerró los ojos, pidió perdón a Dios y a su padre, y apretó el gatillo. Pero la bala no fue percutida, expulsada, el revolver no disparó. De inmediato oyó la voz de su padre, sintió esa presencia inequívoca en el clóset:
-¿Qué haces, huevón? Ese revólver te lo regalé yo. No te lo di para que te mataras. Te lo di para protegerte.
Beltrán dejó caer el arma y oyó de nuevo la voz de su padre:
-Tuve tiempo de ponerle el seguro, antes de que apretases el gatillo.
Beltrán miró el arma y, en efecto, estaba trabada por un seguro.
-Gracias, papá -le dijo-. Mil disculpas. No volveré a hacerlo.
La última vez que Beltrán supo de su padre fue cuando chocaron su auto en una autopista a alta velocidad. Cuando recobró el conocimiento, en medio de las bolsas blancas de aire, infladas para mitigar el golpe de su rostro, escuchó el vozarrón de su padre, diciéndole:
-Puta madre, hijo, ¿cuándo vas a aprender a manejar?
Recientemente, Julián Beltrán solo reza a escondidas, sin que su segunda esposa y su hija menor se enteren, ya cuando ellas duermen. Sin ponerse de rodillas, tendido en la cama, mirando el techo, buscando a su padre en el techo o la penumbra de la habitación, añorando el eco de la áspera e inesperada voz de su padre, reza para pedir salud, buena salud: teme infectarse de la plaga, contraer la enfermedad respiratoria, morir ahogado de coronavirus. Por eso reza, reza en la clandestinidad, reza en las tinieblas, aunque después dice que es agnóstico.