Un ensayista contra Maradona: “Sus restallantes éxitos hacen olvidar los muchos fracasos de su carrera”
En Comediantes y Mártires, el sociólogo Juan José Sebreli desmitifica la figura de distintos personajes de la historia trasandina. Para el ensayista, la idea de Maradona como el “mejor jugador del mundo y de todos los tiempos”, contrario a lo que el exfutbolista decía de sí mismo, “es solo un invento del resentimiento y de la mafia napolitana y de la megalomaníanacionalista y la demagogia populista argentina”.
El endiosamiento a la figura de Diego Maradona “llegó a su grado máximo con el invento de la Iglesia maradoniana”, escribió, Juan José Sebreli, sociólogo y filósofo argentino, en su libro de Comediantes y mártires: ensayo contra los mitos (Debate, 2008). Dicha institución religiosa surgió en 1998. Cada 29 de octubre celebran la nochebuena y el 30 la navidad maradoniana. En esa fecha, quienes llevan a cabo una ceremonia en honor al ídolo, se visten con el albiceleste de la selección de fútbol argentina, y elevan una pelota al cielo con la palabra “Dios” inscrita junto a la firma del exjugador.
Es esa probablemente la iniciativa que refleja de mejor manera la percepción que miles —y probablemente millones— de personas tienen del difunto exfutbolista: un Dios con mayúsculas. Pocas personas en la Historia han alcanzado semejante nivel de mitificación e idolatría.
Pero Sebreli, en uno de los ensayos que escribió en Comediantes y mártires, dedicó varias páginas a aterrizar el concepto de deidad que existe en torno a Maradona, desmenuzando diversos detalles biográficos que desnudan algunas de la facetas más idealizadas sobre el exjugador nacido en Villa Fiorito.
Maradona llegó a reforzar al Nápoles del fútbol italiano el verano de 1984. Sebreli se remonta a esa época, en la ciudad sureña, que se convirtió en un lugar clave para la génesis del mito maradoniano. El “10” argentino aterrizó en el país peninsular luego de tibias temporadas en el Barcelona, donde enfrentó una dura lesión y, además, se enfermó de hepatitis. Su paso resultaría similar años después en Sevilla, cuando volvió de sus años gloriosos en el Calcio italiano.
Ojo con la mafia
“No fue un mero azar que no se encontrara a sí mismo en una ciudad burguesa, próspera, laboriosa y satisfecha como Barcelona”, dice el ensayo. La situación cambió radicalmente en tierras napolitanas, una zona más pobre y menos desarrollada en Italia. Él surge como una luz de redención: “Maradona fue idealizado en Nápoles, donde el mito del postergado que triunfa era asumido por toda una ciudad, por toda una región”.
Y el clímax de esa historia llegó en mayo de 1987, cuando él condujo al Nápoli para ser campeón del Calcio por primera vez en la historia del club. Después vino la copa de la UEFA 1989 y una segunda corona en la liga italiana en 1990. La presencia de Maradona ya se respiraba en calles y muros de la ciudad, un aura que flotaba en el suelo napolitano.
El futbolista no era solo una presencia que entraba a la cancha, corría 90 minutos sobre el césped del Estadio San Paolo —recinto al que el club le cambiará el nombre para hacerle honor a “El pibe de oro” tras su muerte—, y luego desaparecía hasta el próximo partido. La deidad también comía, dormía e iba al baño… aunque eso sería un resumen excesivamente general de su estadía en Nápoles. “Hay un aspecto siniestro de su trayectoria en Nápoles, su relación con la Camorra”, plantea Sebreli, una organización criminal mafiosa de la región.
“Si en Buenos Aires toleró que la dictadura militar se sirviera de él, y ése fue su primer escalón hacia la fama” —dice el ensayista—, en Nápoles fue la mafia peninsular el poderoso actor que se vinculó con el máximo ídolo, creando un nexo entre el futbolista y el mundo de la droga, el contrabando, la prostitución, los lugares de diversión nocturna y el “totonero” (mercado ilegal de las apuestas en resultados de fútbol). “Sin el apoyo de la Camorra no le hubiera sido tan fácil convertirse en el rey de Nápoles”, asegura Sebreli.
Según el ensayista, a ese factor se suma que Maradona satisfacía la predisposición de los ciudadanos italianos más pobres para “idealizar a los bandidos como vengadores sociales”. Una especie de tosco y moderno Robin Hood, aunque más compacto y capaz de agarrar una pelota de fútbol en mitad de cancha, echar carrera y eludir a cinco jugadores ingleses para anotar el que es considerado “el gol más lindo en la historia de los mundiales”.
Amor y odio
Su relación con la Camorra no es un misterio. Su primer contacto fue en enero de 1986, en una fiesta en casa de Carmine Giuliano, uno de los capos de la mafia. Cuando la policía allanó el hogar del criminal, se encontraron varias fotos del futbolista argentino con integrantes del plan delictual. Un hermano de los líderes mafiosos Raffaello y Carmine Giuliano, confesó que le facilitan cocaína “siempre de primerísima calidad” al ídolo argentino.
“Durante esos años se había sentido cómodo entre la gente de la Camorra, acaso por todo lo que compartían”, declara Sebreli, quien ve varias características en común entre Maradona y los capos mafiosos: provenientes de barrios pobres, amasaron fortunas por cuenta propia, les gustaba exhibir los lujos y disfrutaban de las fiestas. También, como el futbolista, “los mafiosos tenían escasa educación, sentían una religiosidad fetichista y supersticiosa que no los inhibía de violar todas las reglas morales”. El vínculo con la Camorra se completa con la afición del jugador por las drogas, las prostitutas y espacios oscuros de hedonismo.
Pero la relación con la mafia napolitana se trizó por motivos poco claros. Y con la Camorra no existen los términos medios. O es el amor. O es el odio.
Y con ello el idilio en Nápoles se fue difuminando entre escándalos extrafutbolisticos y la incapacidad de Maradona de cumplir con las expectativas que se tiene de un dios. Tuvo un hijo que se negó a reconocer —recién en el 2016 lo hizo—. Si el equipo perdía un partido, la culpa era del argentino. Surgieron rumores que lo vinculaban con los arreglos de partidos en el fútbol de Italia; otros decían que se negó a ese tipo de confabulaciones y que por eso perdió el respaldo de la mafia. “No se han llegado a esclarecer estas dos interpretaciones opuestas, tal vez las dos sean verdaderas en distintos momentos”, concluye Sebreli.
Ya no era intocable.
El Nápoli, “cansado de sus desplantes”, lo sometió en 1991 a un examen antidoping. El resultado arrojó positivo.
Se fue de Italia con cuatro juicios pendientes, dos civiles y dos penales. El 18 de julio de 1989, en su último partido con el Nápoles, se fue del estadio en medio de una avalancha de insultos, pifias y proyectiles. Sebreli dice: “Toda la ciudad que lo había divinizado terminó satanizándolo”.
Los excrementos
Juan José Sebreli plantea que Maradona es un cúmulo de mitos entremezclados, que conforman uno mayor. Para el nacionalismo populista, es el símbolo de un país completo; entre los pobres sin conciencia política, es el mendigo que asciende al trono; los intelectuales de izquierda lo ven como el rebelde socialista; mientras que las juventudes contraculturales lo consideran un transgresor.
Y es que el exfutbolista argentino es un poco de todo eso, pero al mismo tiempo todo lo contrario.
Maradona nació en el barrio pobre de Villa Fiorito, lugar hecho de calles de barro y casas de lata, madera y cartón. Envuelto en una infancia precaria, el jugador argentino desarrolla una biografía “propia de los héroes mitológicos”, quienes suelen sufrir un suceso trágico de infancia que los marca de ahí en adelante: “Maradona de chico se cayó en un pozo ciego buscando una pelota, y se salvó porque mantuvo la cabeza fuera de los excrementos”, dice Sebreli. “Muchas veces en su vida volvió a repetir, en el sentido freudiano, esa situación, y aunque no pudo mantener la cabeza fuera, siempre creyó que podía salir”.
El “10” siempre se jactó de sus orígenes, pero “nunca volvió al barrio, le reprochaban sus antiguos vecinos, ni ayudó a Argentinos Juniors, su club de los inicios”, expone el ensayista. La única villa miseria que siguió frecuentando fue la de Bajo Flores, donde se abastecía de cocaína. “Recordaba Villa Fiorito en la distancia, desde la fortuna, el éxito y el poder que exhibía con exagerada ostentación”, argumenta. Caros vehículos de marcas como Ferrari, Porsche y Mercedes eran parte de su patrimonio. La ropa cara y chillona que adquiría resultaba un símbolo de poder monetario. Su apoteósico matrimonio con Claudia Villafañe fue otro gesto que buscaba recalcar lo mismo: el despliegue desorbitado de dinero como un gesto jerárquico.
El protegido de sus perseguidores
“El mito del Maradona de izquierdas ha sido alentado por el periodismo progresista que lo proclamó ‘el Che Guevara del fútbol’ y también por él mismo con sus declaraciones de barricada”, declara el autor en su ensayo.
Sebreli plantea que fue en Nápoles y no en Argentina, donde descubrió cómo los símbolos de la guerrilla latinoamericana de los 70 atraían a muchos hinchas del fútbol, aunque “despojados de todo significado político concreto y reverenciados por sus costados de coraje y violencia”. Muchos tifosi usaban boinas con una estrella y poleras con diseños militares. Maradona unió su imagen a la del Che Guevara, vínculo que quedó impregnado en su piel durante un carnaval en Río de Janeiro, cuando se tatuó en un brazo el rostro del guerrillero; y después el de Fidel Castro, líder de la revolución de Cuba, país que “El pibe de oro” visitó por primera vez en 1987.
Así, Maradona fue cumpliendo varios rituales de la izquierda, incluso le envió un telegrama al presidente de Estados Unidos, Bill Clinton para que cesara el bloqueo a Cuba. Pero, según el sociólogo argentino, “su combate contra los grandes poderes del capitalismo no le impediría firmar contratos millonarios con las multinacionales” como Coca-Cola, McDonald’s y Puma.
Pero los gestos revolucionarios de Maradona fueron también dentro su propia industria, la del fútbol. En 1995, se organizó para la creación de un sindicato internacional de jugadores de fútbol, institución que buscaría unir a los jugadores para ser un contrapeso a los poderosos empresarios y dirigentes que orquestaban vilmente al deporte. “Ese proyecto no fue más que una venganza personal contra la FIFA por las sanciones que le había impuesto”, argumenta Sebreli. “A él le importaban poco los problemas salariales de los jugadores, que no eran, por supuesto, los suyos”.
Sus seguidores y él mismo entendían todas las desgracias del futbolista como una persecusión de los grupos de poder: fue la FIFA —institución a la que bautizó como “la mano negra”— la que “le cortó las piernas” en 1994 por dar positivo en el control antidoping durante el Mundial de Estados Unidos, la misma que hizo que su padre se enfermara y que le introdujo drogas sin que él se percatara. “Siempre fueron los otros los culpables de sus errores y males, nunca él mismo, victimización bastante frecuente en la sociedad argentina”, dice el ensayo.
Pero realmente él “no era perseguido por el poder sino, al contrario, siempre fue un protegido y se le perdonaron sus notorias faltas”, tanto los periodistas, como directores técnicos, sus compañeros, rivales, relatores deportivos y, sobre todo, los propios hinchas.
El soldado Maradona
Otra poderosa institución contra la que disparó Maradona fue la Iglesia católica, ya sea criticando a la figura del papa Juan Pablo II o enfrascádose en guerra de declaraciones con el obispo Jorge Barbich. “Pero, como ocurre en otros planos de su vida, sus relaciones con la Iglesia eran duales”, dice Sebreli. Maradona se casó por la Iglesia y se persignaba antes de entrar a la cancha. Por su parte, el Papa recibió con honores al futbolista en el Vaticano e, incluso, le dijo que lo admiraba.
“Al igual que Fidel, el Papa sabía lo que significaba para su popularidad una foto con Maradona”, argumenta el ensayista. Pelearse con Maradona era marcar una distancia con mucha otra gente detrás suyo.
También “la dictadura militar advirtió las condiciones carismáticas de Maradona y decidió aprovecharlo”, dice Sebreli, mientras que el jugador “se dejó usar, y a su vez usó a la dictadura para su propia carrera”. El primer gran éxito del jugador en 1979, cuando Argentina fue campeón del Mundial Juvenil de Tokio, le sirvió al dictador Jorge Rafael Videla para realizar un saludo de felicitaciones al futbolista, mientras pasaba desapercibida la visita de una delegación de la Comisión Internacional de Derechos Humanos, la cual investigaba la desaparición de distintas personas en el país trasandino.
Maradona daba discursos distantes al fútbol que entusiasmaban un espíritu bélico previo a la Guerra de las Malvinas (1982) contra Inglaterra: “Si un día nuestras Fuerzas Armadas tienen que defender el país, ahí va a estar el soldado Maradona, porque antes que todo soy argentino”.
Pero Sebreli dice que “cuando llegó la guerra de las Malvinas, que provocó la muerte de tantos jóvenes como él, el soldado Maradona no se hizo presente”.
Su relación con el presidente Carlos Menem fue similar. En 1990, “el menemismo lo convirtió en funcionario público”: el mandatario lo nombró embajador deportivo en Italia y le dio un pasaporte diplomático. Cuando Maradona fue sancionado por la FIFA en el Mundial de 1994, el propio mandatario envió una carta al organismo para que el futbolista fuese exculpado.
Pero el momento más absurdo de la relación entre el gobierno de Menem y Maradona fue cuando para la campaña oficial “Sol sin drogas”, fue el propio futbolista quien la encabezó. También fue nombrado embajador de la Unicef mientras, en el plano personal, declaraba “con todo desparpajo, que su hijo natural italiano había sido ‘una equivocación’ y se negaba a reconocerlo”, dice el ensayo.
En 1997, Maradona jugaba por Boca Juniors y fue suspendido por la AFA (Asociación de Fútbol Argentino), tras dar positivo en un control antidoping. Pero el juez Claudio Bonadio, vinculado al menemismo, anuló el castigo y todo quedó en nada.
Fueron diversas las instancias que buscaban impedir el retiro de Maradona, quien seguía jugando a pesar de que enfrentaba una compleja dependencia con las drogas desde años atrás. Incluso “algunos cronistas deportivos propugnaban que la cocaína fuera excluida de las drogas prohibidas’', recuerda el sociólogo en su ensayo. O las declaraciones del siquiatra del jugador, Roberto Abalos, quien argumentaba que debía seguir en el fútbol porque era su pasión y, por lo tanto, las reglas antidoping debían ser modificadas. “Es decir, el fútbol tenía que adaptarse a las modalidades personales de Maradona”, dice Sebreli.
“La enorme presión para que continuara jugando, aun cuando todos sabían que era un adicto crónico y un deportista acabado con el riesgo de morir en medio de la cancha, se debía a que cada aparición producía millones de dólares de ganancias para la industria del fútbol”, concluye el ensayista. Eso explicaría lo condescendientes que eran todos con él, desde la AFA, pasando por la FIFA, siguiendo con los presidentes de clubes, directores técnicos, periodistas deportivos “y todos los que, de una u otra forma, vivían del negocio”.
Maradona era útil para el dinero y, por lo tanto, para muchos.
La discoteca como redención
Con la caída de las utopías sociales en las décadas de los 80 y 90, “las ideologías políticas fueron reemplazadas por un exacerbado egocentrismo narcisista y hedonista”, dice el ensayo. “Drogadicto confeso, hombre de la noche, frecuentador de orgías, (...) (su apariencia) alternada con el lujo de Versace, arito en la oreja, tatuaje, pelo teñido de diversos colores, daba la imagen del rebelde sin causa, del bad boy”.
Maradona poseía diversos elementos que lo exponían como un contrario al status quo.
Contradiciendo su habitual arrogancia machista, a veces “se permitía cierto aire andrógino, que podía ser inocente, pero era tabú en el prejuicioso mundo del fútbol”, dice el ensayo. Esa actitud tuvo su ejemplo más recordado en 1996, en un beso con su colega y amigo, Claudio Caniggia, tras anotarle un gol a River Plate en el superclásico. A esto se sumaba “su travestismo en fiestas de discoteca, donde encarnaba a la diva cargada de pieles y adornos que no ocultaba su cirugía estética y depilaciones faciales o el provocativo contoneo de nalgas cuando lo fotografiaban de espaldas”, enumera el ensayo.
Aun con sus gestos que parecían reflejar una mirada desprejuicida, Sebreli plantea que Maradona “nunca dejó de usar como insulto la forma más vulgar para designar al homosexual, lo que permite dudar de la sinceridad de sus sentimientos antidiscriminatorios”.
El sociólogo supone que la vida extravagante y desaforada del exfutbolista tenían poco que ver con la figura del rebelde social, sino que se vinculaban más a la del “joven millonario caprichoso que hacía lo que quería y se reía de todos porque para eso tenía dinero y poder”. Pero esa banalidad se mezclaba con cierto “malditismo” a causa de su dependencia por las drogas.
Para el escritor, Maradona es un fiel reflejo de la dualidad existente en el arquetipo del héroe, sus sobrehumanas hazañas deportivas se mezclan con “la sordidez de la noche”. “Cuando el lado nocturno, maldito, lo invadía demasiado, Maradona se refugiaba en su lado convencional”, dice Sebreli. Era esa vida de pequeñoburgués con su cerrado círculo familiar la que convivía —aunque de manera separada— con las frenéticas noches con sus polémicos amigos, Guillermo Coppola y Carlos Ferro Viera.
Para el ensayista, Maradona era la encarnación de alguien que “no se sabía si era un perverso que trataba de ocultar su perversidad” o si era un “hombre bueno que intentaba controlar sus aspectos perversos”. Él cree que en el exfutbolista habitaba esa tensión entre dos deseos: “Ser reconocido y legitimado y, a la vez, el opuesto de transgredir la ley y evitar el castigo”.
Maradona se entendía como un perseguido y un marginado, pero, en muchas ocasiones, resultó ser más bien un protegido.
Para Sebreli, el mito del rebelde social y el del ambivalente transgresor (hombre de hogar v/s alocado fiestero) resultaban dos conceptos que chocaban entre sí, conformando una mezcla que lo perfila como una personalidad vinculada al “síndrome anárquico-autoritario”.
No es casual que la discoteca fuera un lugar predilecto en distintas etapas de Maradona, según el autor, un aparente espacio de liberación, que “es en realidad un lugar de encierro donde se repiten todos los males del mundo exterior y diurno del que se cree huir”.
¿El mejor del mundo?
Y, antes que cualquier cosa, está el mito que permite la existencia de todos los demás: Maradona, el mejor jugador del mundo.
En su estancia en uno de los clubes más importantes de Europa, Barcelona, “El pibe de oro” nunca se sintió totalmente cómodo, tanto en la ciudad como en el equipo. Ese paso por España tuvo su epílogo en la final de la Copa del Rey (en las gradas se encontraba el monarca español, Juan Carlos I). Los catalanes perdieron contra el Athletic de Bilbao (el año anterior un jugador vasco lesionó al “10” argentino con un grotesco patadón).
El partido terminó con Maradona trenzado a golpes y patadas con los jugadores rivales. Así se cerró una etapa para, luego, iniciar otra en Italia, con su “auge y caída en Nápoles”.
Sebreli menciona que, para el Mundial de 1994, a pesar de que se conocía la adicción a las drogas del jugador, y de que era prácticamente un hecho que un hipotético test antidoping daría positivo, el presidente de la AFA, Julio Grondona, ignoró el informe médico que advertía ese posible escenario. Y Maradona fue nominado para el torneo.
Cuando el examen delató el consumo del jugador, “no solo los hinchas, sino también la mayor parte de la sociedad argentina, incluidos muchos intelectuales, reaccionaron al unísono a su favor”, recuerda el ensayista.
En 1997, el control antidoping marcó positivo otra vez en su carrera. Maradona ya se encontraba en el ocaso de su carrera y acusó nuevamente un complot en su contra. “Para cualquier jugador, las reiteradas sanciones nacionales e internacionales hubieran significado el fin de la carrera, pero no para él, a quien todo se le perdonaba”, plantea Sebreli. “Siguió jugando aunque intermitentemente y mal”.
Y gran parte de esa compresión, particularmente de los argentinos, se debía a la gesta dorada en el Mundial de México 1986, la cual tuvo un clímax en los cuartos de final ante Inglaterra. El partido iba parejo hasta que, a pocos minutos de iniciado el segundo tiempo, vino “La mano de Dios”, un gol que “fue, sin duda, una trampa, porque hubo testigos insospechados que así lo admitieron”, como su compañero Jorge Valdano, argumenta Sebreli. Luego, solo cuatro minutos después, vino su antítesis, la que es considerada la mejor anotación en la historia de los mundiales.
Todo eso en menos de cinco minutos.
Tras la muerte de Maradona, el portero inglés de aquel día, Peter Shilton, se refirió a ese gol tramposo que, según él, todos menos el árbitro sabían que había sido con la mano. “No me importa lo que digan, ganó el partido para Argentina”, declaró en Daily Mail. “Anotó un segundo brillante casi de inmediato, pero todavía estábamos recuperándonos de lo que había sucedido minutos antes”.
La sombra de Pelé
“El jugador tramposo no dejó de ser el ídolo de una sociedad que concibe la nación como una entidad más allá del bien y del mal, de la verdad y la mentira, y cree que la ley está para ser violada”, argumenta Sebreli intentando explicar por qué fue tan justificada y valorada “La mano de Dios” en la sociedad argentina.
Respecto al global de la carrera futbolística de Maradona, Sebreli plantea que “sus restallantes éxitos hacen olvidar los muchos fracasos de su carrera”. El ensayista compara sus logros con los de distintos grandes futbolistas de la historia. Menciona que en la Argentina solo ganó un campeonato en 1981 con Boca Juniors, mientras que el holandés Johan Cruyff obtuvo veintidós campeonatos en sus pasos por Holanda y España.
Tras dar positivo por primera vez en el test de doping en 1991, solo anotó doce goles en cincuenta y nueve partidos; en promedio una anotación cada doscientos días. Y al compararlos con los goles que hizo en toda su carrera, Sebreli dice que está muy lejos de los anotados por otros como los de Cruyff (656), Di Stéfano (812) y Pelé (1.283) —aunque la cuenta del brasileño es más bien dudosa—; Maradona solo alcanzó los 266. Aun así “esas cifras deben contextualizarse, no por ello dejan de ser significativas”, advierte el ensayista.
Lo concreto es que Maradona se lo encasilla, junto a otros como Pelé, Cruyff, Franz Beckenbauer, Michel Platini y Alfredo Di Stéfano, entre los mejores de la historia, pero “El pibe de oro” no suele ocupar el primer lugar. Sebreli argumenta que “Pelé era mejor que él porque jugaba con las dos piernas, sabía cabecear, hizo más goles, ganó tres mundiales y en los partidos daba participación a todo el equipo”.
Una vez, el exfutbolista argentino, José Sanfilippo, declaró: “Pelé fue mejor que Maradona, fue setenta veces mejor porque tenía todo, le salía todo bien, sin fallas, mientras que Maradona no sabe cabecear y no maneja la pierna derecha”. En respuesta, “El pibe dorado” calificó a Sanfilippo de “vendepatria”, porque, claro, como dice Sebreli, “la ‘patria’ era él”.
El sociólogo concluye que “la superstición de Maradona como el ‘mejor jugador del mundo y de todos los tiempos’ es solo un invento del resentimiento y de la mafia napolitana y de la megalomaníanacionalista y la demagogia populista argentina”.
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