Las bandas de bronce, una música que se funde con Sudamérica

Kamanchaka
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El documental Kamanchaka, dirigido y producido por el cineasta Marcelo Gaete, retrata la vigencia y crecimiento que han experimentado estas agrupaciones musicales de folclor en el altiplano y en el norte de Chile, al consolidarse como actores de encuentro. “Con el tiempo fui comprendiendo su rol cultural como instancias de participación y unión social”, dice el realizador.


El día parece estar terminando (o empezando), y hay una veintena de hombres alineados rítmicamente, uniformados con pantalones negros y poleras celestes en medio del desierto; algunos usan lentes oscuros. Suenan los instrumentos de viento y percusión de la agrupación iquiqueña Mallkus: un sousafón, seis tubas, seis trompetas, dos bombos, unos platillos, una güira, batería y congas.

En medio de piedras y tierra seca, y sin público alrededor, el momento es festivo.

Kamanchaka
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Esa es una escenas iniciales de Kamanchaka (2020), el documental que se pre-estrena hoy en portaldisc.com/kamanchaka. La cinta fue dirigida y producida por Marcelo Gaete Ardiles, quien tuvo la idea de este proyecto hace más de una década.

Fue en un viaje que el realizador hizo al desierto de Atacama, instancia en la que recorrió distintas localidades y paisajes de las regiones más al norte de Chile. Ahí conoció a las bandas de bronce andino —las agrupaciones que deben su nombre al material con que son hechos varios de sus instrumentos—, las cuales se especializan en tocar ritmos como diabladas, tinku, morenos de salto y caporales.

En las ciudades de Arica e Iquique, Gaete vio algunos ensayos en espacios al aire libre. Le llamaron mucho la atención. “Fue la primera vez que lo visualicé como un relato”, dice a Culto. “Hice el nexo con Santiago, porque conocía a la Banda Conmoción”, con la cual ya había hecho algunas filmaciones con ellos en los inicios de dicha agrupación.

Pero tuvieron que pasar un par de años para que la historia tomara forma en su cabeza. Hasta que se decidió escribir un guión para así empezar a buscar los primeros apoyos y crear una película.

Así partió lo que el realizador describe como una “travesía musical”.

Kamanchaka
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Banda Conmoción es una de las agrupaciones que aparecen en el largometraje: uno de sus integrantes, Cristián Sanhueza, menciona que el formato de ellos es universal: “Nos nutrimos de las bandas de allá, pero descubrimos que es la riqueza del formato instrumental la que les permite ampliar las sonoridades; ya no solo la pampa, la zona andina”.

Más adelante, la banda santiaguina aparece tocando frente a miles de personas en el Parque O’Higgins (2011). Las banderas chilenas, mapuche y la de todos pueblos indígenas (wiphala) se levantan entre la multitud. El sol ilumina y, muy lejos, se ven los edificios.

En los primeros minutos del documental, aparece Jorge “Parata” Segovia, integrante del grupo ariqueño de música andina, Arak Pacha. Él menciona que durante los últimos años han surgido grupos instrumentales que acompañan a las agrupaciones de danza en Santiago y, mientras su voz suena, desfilan imágenes de músicos y bailarines, hombres y mujeres que bailan en medio de un transitado pasaje peatonal en el centro de la capital. El cielo está nublado y la ciudad es gris, pero los trajes coloridos y variados hacen un contraste, saltan a la vista del espectador.

Desde que entraron “las bandas de bronce en el norte de Chile, ocupan un lugar bien especial para los carnavales y todas las festividades”, comenta Segovia en Kamanchaka. “Hay bandas que trabajan todo el año, que visitan cada pueblo, cada actividad, cada santo patrono de los lugares”. Para él, la música es una forma de hacer una ofrenda a la “madre tierra”, a la Pachamama.

Cruces culturales

Las primeras nociones que Gaete tuvo sobre las bandas de bronce provienen de sus tiempos como estudiante de cine en Santiago, entre finales de los 90 y principios de los 2000. Conoció el altiplano andino y tenía alguna idea sobre qué eran las fiestas religiosas y carnavales en la zona. Las bandas de bronce tenían el papel de animar musicalmente las festividades altiplánicas de Perú, Bolivia y Chile. Algunos compañeros de universidad frecuentaban instancias como La Tirana y, al regresar, los estudiantes de distintas carreras se compartían fotos e imágenes sobre la festividad.

“Por entonces ya se hablaba de conceptos como sincretismo cultural y otros tópicos, en el fondo, cómo las comunidades van adaptando elementos foráneos a su cultura originaria”, reflexiona el director.

Los instrumentos de bronce —fundamentales para estas agrupaciones musicales— llegaron a la región altiplánica con las bandas del Ejército, a fines del siglo XIX, cuando interpretaban marchas militares. Sobre las agrupaciones de música actuales, Gaete dice que “con el tiempo fui comprendiendo su rol cultural como instancias de participación y unión social, de fraternidad y sentido de pertenencia”, al punto de que incluso ya hay de estas bandas en Santiago, en la zona central de Chile. “Hoy en la capital, son muchas las agrupaciones musicales, las que se multiplican y se expanden, incluso hacia el sur del país.

En el largometraje, Ricardo Álvarez, músico y doctor en bandas de bronce de la Universidad de York, comenta que muchas de las canciones “que consideramos el repertorio de la música popular chilena es el resultado de uso de elementos de la música del norte”, como ocurre con exponentes como Violeta Parra, Los Jaivas e Inti-Illimani.

Las bandas de bronces no son un fenómeno exclusivo del altiplano. “Se da en muchas partes del mundo, como por ejemplo, en el norte de Inglaterra con las minas de carbón, en Corea del Norte, en la región de Los Balcanes, en Norte América en ciudades como Nueva Orleans”, cuenta el director.

Gaete no siente que en el rodaje hubiera un momento concreto que le permitiera entender el valor que tienen estas bandas como agentes de encuentro y cruces multiculturales, sino que fue más bien un proceso, que primero tuvo una etapa de investigación documental y otra de rodaje. Mientras viajaba y grababa, le sorprendió cómo estas agrupaciones eran capaces de organizar a decenas, o incluso cientos de personas, para los carnavales y distintas festividades, además de la capacidad creativa con los vestuarios y atuendos, “buscando siempre una estética bien definida y su propia belleza”, comenta.

Kamanchaka
Kamanchaka

El director menciona un aspecto más concreto de estas agrupaciones: para algunos instrumentistas no solo es una actividad cultural, sino también un trabajo, una fuente de ingresos. “Hay personas que viven de hacer este tipo de música durante todo el año en el norte grande de Chile y otras regiones de Bolivia y Perú”, describe.

El valor de las banderas

José Gutiérrez, tubista de la banda Wiracocha, recuerda en Kamanchaka que partieron grabando en casete en 1987, en un estudio de Iquique que ya no existe. Hoy, son los miembros más jóvenes de la agrupación, quienes tienen buen manejo de las tecnologías digitales, los que cumplen esa función, pero “nos gustaría llegar a Santiago y hacer una grabación en forma”.

Mientras los músicos de Wiracocha tocan sus instrumentos, vestidos con trajes blancos, de viento y percusión, avanzan instantáneas de las oficinas salitreras abandonadas de Humberstone, a solo cincuenta kilómetros de esta agrupación musical iquiqueña.

A medida que rodaba el documental, el realizador fue sintiendo que “el descubrimiento más valioso es saber que tenemos un tesoro cultural inmenso, que hay un mundo andino ancestral e infinito por descubrir, que siempre ha estado ahí, quizá esperando que nos demos cuenta de su importancia”, declara. Grabando Kamanchaka se enteró, por ejemplo, de que “los tinkus”, danzas folklóricas que se realizan en Oruro, Bolivia, tuvieron su origen hace alrededor de 2 mil años atrás. Gaete destaca que estas manifestaciones pertenecían a una culturas que tenían observatorios astronómicos desde hace más de 3 mil años, o las momias más antiguas de las que se tengan registros, las Chinchorro, con 11 mil años de antigüedad.

En el 2001, el Carnaval de Oruro fue declarado por Unesco como Patrimonio Cultural Oral e Inmaterial de la Humanidad,

Y ahora “los tinkus” se bailan en la Alameda, en el centro de Santiago, al ritmo de las bandas de bronce. “Eso me parece alucinante”, dice Gaete. El realizador piensa que estas agrupaciones musicales resaltan el valor de distintos grupos étnicos en esta zona de Sudamérica. “Y eso es de incalculable valor, sobre todo porque hoy cobra vida y mucho sentido, no solo en las comunidades andinas, si no en la sociedad chilena en su conjunto”, plantea. “Ahora vemos en manifestaciones, a la gente alzando banderas de pueblos originarios: habría que preguntarse por qué suceden estos fenómenos”.

Kamanchaka
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En Kamanchaka, se muestra cómo se celebra la Fiesta de la Chakana (3 de mayo) en Plaza de Armas, a solo algunos pasos de la estación de Metro. Es una celebración andina que sucede cuando en el cielo nocturno se puede observar perfectamente la constelación de la “Cruz de Sur”, alineada con la cordillera. Bandas de bronce santiaguinas se han convertido en un protagonista más de esta festividad que se ha expandido a la capital chilena.

El ritmo del desierto

En Arica, las primeras bandas de la ciudad surgieron hace alrededor de treinta años, estima un integrante de la agrupación Halcones. Partieron con apenas tres trompetas dos bajos, un bombo y una caja. Y todavía no había platillos. “Después uno empieza a ver en los países limítrofes, que hay bandas grandes”, dice el músico en el largometraje. “Entonces uno empieza a copiar lo que tienen los bolivianos”.

Kamanchaka
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Así, el festival ariqueño (llamado Con La Fuerza del Sol) ha aumentado el número de músicos cada año: quince, veinte, treinta, cuarenta, ochenta.

La película recorre la historia y el presente de una decena de bandas —como la copiapina Sabor Moreno o la iquiqueña Wiracocha— , relatos que, visualmente, se mezclan con tomas a distintos espacios del norte chileno y el altiplano: la vegetación que sacude el viento seco en “desierto florido” de Copiapó; la camanchaca que, espesa y dinámica, hace desaparecer las costas rocosas; las ramas de unos espinos que se sacuden delante de unas ruinas, o los suelos áridos que, aun detenidos, parecieran temblar por el calor, como la superficie de un mar espeso de piedras y arena.

Kamanchaka
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Según Gaete, los paisajes secos, desérticos, cumplen una doble función: son “espacios simbólicos de tiempo”, pero también funcionan como transiciones dentro del montaje, “que de alguna forma aluden a un espacio atemporal y territorial en donde viven comunidades, o transitaron por esas huellas en algún momento de la historia”.

Los pasos estilizados de los flamencos en las orillas de un agua rodeada por piedras y tierra blanca, seca. El sol que se cuela entre las nubes y se refleja en un arroyo. De fondo, el ritmo, lento, de un bombo.

“El silencio del desierto, su misterio, la adversidad natural y su proyección en el tiempo, intentan encontrar belleza o magia dentro de la nada, mediante secuencias con un tratamiento estético más sensorial, no racional”, concluye.

Kamanchaka
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Así, las melodías de las bandas de bronce, aparentemente similares entre sí, pero, en realidad llena de variaciones, parecieran flotar en las atmósferas nortinas y altiplánicas: entre los niños que capen olas en las playas de Antofagasta, alrededor de un camión que reposa bajo el sol del desierto, y en las nubes que parecen fundirse en los cerros estériles.

Bronce fundido

Era un equipo de generalmente entre cinco y seis personas que viajaba a las distintas locaciones, lo que volvía cada viaje una experiencia particular. Pero aún así, Gaete recuerda especialmente cuando viajaron al interior de la mina boliviana, San José, y estuvieron a 150 metros de profundidad. En medio de la oscuridad, solo brillaban algunas luces y una fogata que crepitaba. Era una ceremonia de agradecimiento de los mineros en Oruro, guiada por un chamán.

—Las almitas tienen fuerza —dice el hombre místico, rodeado de mineros, en Kamanchaka—, nunca hay que olvidarse de las almitas.

Una banda de bronce toca sin detenerse, con sus integrantes vestidos con chaquetas y corbatas verdes; mientras, se llevaba a cabo el sacrificio de tres pequeñas alpacas, en medio de una atmósfera de catarsis, todo en ofrenda a distintas deidades espirituales.

Otro momento que recuerda especialmente el realizador fue en la filmación del Anata Andino, una festividad boliviana que tiene miles de años de antigüedad y que se vincula con los meses de lluvia, fértiles para la agricultura. Cientos de personas desfilan con coloridos trajes, algunos de ellos adornados con flores, plumas y guirnaldas. Las bandas de bronce se oyen al fondo, aunque no se ve dónde están. Su música se funde con la celebración. “Se observa que el paso del tiempo se detuvo literalmente”, recuerda Gaete. “Son millares de personas provenientes de las alturas donde no se habla una gota español y tampoco hay ningún elemento de la modernidad occidental; todos son atuendos e instrumentos vernaculares de tiempos remotos”.

Bolivia es precursora y principal fuente inspiradora para las bandas de bronce en esta zona de Sudamérica. No es casual esos dos momentos que menciona el realizador —la ceremonia en la mina y el carnaval en Oruro— sean los que cierran la historia de Kamanchaka. Mientras las bandas de bronce suenan en el ambiente, el primero muestra a los intérpretes con sus instrumentos bajo la tierra, completamente enraizados en a su propio suelo; el segundo, una fiesta de encuentro en que los bailes borran todos los límites entre mujeres, niños y hombres. La música tiene clara su función: entremezcla las imágenes, los rostros y los paisajes que desfilan con los minutos, y cubre todo bajo un mismo manto.

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