Realistas mágicos y andaluces obstinados: dos películas iberoamericanas en la búsqueda de un Oscar
La costarricense Ceniza Negra, en la plataforma Red de Salas, y la española La Trinchera Infinita, en Netflix, son las respectivas candidatas de sus países al Oscar internacional.
En la costa caribeña del norte de Costa Rica, en la provincia de Limón, convergen algunas de las influencias africanas más importantes del país centroamericano. Se cruza la creencia cristiana occidental y la fe ancestral que llegó con los esclavos desde el otro lado del Atlántico. Es un territorio escenográfico perfecto para construir una historia cautivadora a ojos del crítico de Cannes o de Sundance, siempre interesado en lo más lejano a sí mismo. Sin embargo los decorados no bastan si es que no hay vocación ni talento a la vista. En esta película sí que los hay y por eso Ceniza negra es más que solo una película de festival.
Tal vez la maldita pandemia le jugó una buena pasada en el sentido de no ponerla en una sola sala de la capital y darle en cambio el privilegio de poder llegar a una plataforma online. Al menos tendrá potencialmente más espectadores. Su esplendor fotográfico tal vez se resienta en pantalla pequeña, pero cuando hay creatividad la belleza siempre se construye su propio camino y erupciona del cráter. Estrenada en el generoso portal web de Red de Salas (redsalas.cl), que actualmente mantiene más de 40 películas, Ceniza negra es la historia de Selva (Smachleen Gutiérrez, sorprendente revelación), una muchacha de 13 años que vive con su abuelo y una vecina descarriada en una desvencijada casa rural donde la realidad pareciera ceder cada cierto tiempo a la fantasía. No se sabe si es la imaginación de la propia Selva o la de un dios garciamarquiano demasiado patente.
No se puede dejar de pensar que si hubiera que filmar una película sobre Cien años de soledad (hay una serie en curso para Netflix), la debutante realizadora Sofía Quirós (1989) debería estar a cargo. La utilización que hace del espacio y el tiempo durante el día y la noche tropical es deslumbrante, pero también lo son la mencionada Smachleen Gutiérrez, Humberto Samuels (que es el “tata” de Selva) y la impredecible Elena (Hortensa Smith). No son actores, se nota. Tampoco importa, pues de lo que se trata es de que funcionen como colores de un cuadro de pintura naïf a lo Henri Rousseau o como partes de un arrebato cinematográfico dónde tanto la realizadora como la directora de fotografía Francisca Sáez Agurto y el jefe de sonido Christian Cosgrove (ambos chilenos dentro de un filme co-producido por la compañía local Yagán Gilms) tienen mucho que decir.
Este arranque lírico no es evidentemente para cualquier estómago y quien busque inicio, desarrollo y desenlace en el molde de Hollywood puede abstenerse. Quien apueste a ir por algo distinto, sin embargo, saldrá con las manos llenas. La historia comulga con el cine del colombiano Ciro Guerra (El abrazo de la serpiente) y el tailandés Apichatpong Weerasethakul (El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas) y, a riesgo de ser ramplón en la comparación, acá hay unas cuantas vidas pasadas y muchas serpientes.
La perceptiva Selva, que está está entrando a la vida adulta y ya tiene ojos para algún compañero de colegio, suele tener encuentros con una mujer que podría ser el fantasma de su fallecida madre. Son reuniones en medio de un río o de un bosque y alimentan un alma adolescente que aún le pide a su cansado y desfalleciente abuelo que le cuente historias para dormir. A la muchacha parecen gustarle los mitos y leyendas, pero no la droga que demuele a Elena. Sus instintos son salvajes y correctos y su mundo interior y exterior parece aún virginal, pretérito y sagrado.
Para transmitir todo esto y no caer en la letra del estereotipo latinoamericano hay que tener condiciones y a Sofía Quirós le sobran. La cineasta sorprendió con este debut el año pasado en el Festival de Cannes y ahora Costa Rica decidió enviar la película a la búsqueda de un cupo al Oscar. Por lo pronto el país marcó un récord: es la nación que ha presentado más largometrajes dirigidos por mujeres al Oscar internacional.
Un republicano a la espera
En Netflix está desde hace un tiempo la película La trinchera infinita, de los directores vascos Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga. Acá cuentan la historia de Higinio Blanco (Antonio de la Torre), un combatiente del bando republicano que en 1939 decide esconderse en una guarida hogareña creada entre él y su esposa Rosa (Belén Cuesta) para evitar ser capturado por los sublevados, ya con el poder en la mano. Su caso es una especie de amalgama ficticia de muchos auténticos españoles que tras el fin de la Guerra Civil bajaron la guardia y vivieron a la sombra del mundo, temerosos de las represalias o de terminar en el paredón de fusilamiento.
Higinio es un buen hombre, pero un despreciable vecino con rencor de sobra lo cree responsable directo de la muerte de su hermano franquista en los tiempos en que el pueblo en que viven era gobernado por los republicanos. Su esposa, paciente y estoica, no se mete en política, pero daría su vida por él: ambos deciden entonces llevar una existencia miserable, donde ella negará consuetudinariamente saber dónde está Higinio y él se acostumbrará a vivir en forma horizontal, sin poder casi pararse, en un pequeño cuarto que más parece una madriguera de rata, detrás de la pared.
Ganadora de la Concha de Plata a Mejor director en el Festival de San Sebastián 2019, La trinchera infinita es una película bastante clásica y convencional. La mano de director (los directores en realidad) se invisibiliza, el realismo es su moneda de cambio y son las actuaciones de Antonio de la Torre y Belén Cuesta las que sostienen esta trama. Son años y años de espera y resignación en uno de aquellos ínfimos pueblos blancos de Andalucía, perdidos entre la nada y la poca cosa, exiliados de la vida moderna, tal como la propia España estaba también desterrada de Europa entre los 40 y los 70. Esta historia de extravío del mundanal ruido es la elegida por el país para el Oscar internacional.
Es todo lo contrario de lo que propone Ceniza negra y, en esa lógica, es una película a la segura: convincente, estremecedora a ratos, donde el pan es pan y el vino vino y donde no hay serpientes ni fantasmas, sino que balas y dictaduras. El espectador decide, pero nunca hay que descartar la opción de marcar todas ls anteriores.
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