Columna de Gabriel Zanetti: Betamax
La fiesta de matrimonio promete felicidad, prosperidad, hijos, nietos y fotografías de vacaciones en lugares lejanos. Los años demuestran lo contrario: problemas de pareja, trastornos psicológicos, apremios de plata, traumas. Casarse es tal vez el mayor acto de fe que existe.
La misma cuñada que se enfermó en pleno toque de queda me escribió para pedirme la cinta del matrimonio de mis papás, celebrado en el Hotel Tupahue en 1983. El motivo: la aparición de mi tío Alejandro Ramírez, padre de un primo muy querido, muerto en el aluvión de El Alfalfal de 1987. Quería digitalizarlo para que su marido conservara un registro audiovisual de su padre. Y lo hizo. Me mandó algunos cortos con imágenes impresionantes. Además de mi tío muerto aparecieron otros parientes que permanecen bajo tierra hace ya varias décadas: tíos lejanos, abuelos y abuelas.
La fiesta, pura alegría. Gente bailando, abrazándose. Orquesta con bossa nova, el vals de los novios, entrevistas destempladas. La fiesta de matrimonio promete felicidad, prosperidad, hijos, nietos, fotografías de vacaciones en lugares lejanos, donde la naturaleza evidencia lo pequeño del hombre y la valentía de la empresa familiar. Los años demuestran lo contrario: problemas de pareja, trastornos psicológicos, apremios de plata, traumas. Casarse es tal vez el mayor acto de fe que existe.
Durante este año infame y revolucionario he visto parejas distanciarse y unirse, como si la verdad de la muerte recién se presentara como algo plausible. El caso de la muerte de mi tío Alejandro es sustantivo: de un día para otro mi tía se vio sola con cuatro hijos. Ella, en el video se ve joven, llena de energía. Recuerdo sus cambios de casa: de Aguirre Luco a Pedro Torres, de Pedro Torres a Aguirre Luco, las propiedades que les dejó mi tío. Siempre íbamos con mi papá: trasladábamos cosas, limpiábamos, instalábamos cocina y lavadora y después nos poníamos a pintar o poner papel mural escuchando casetes de The Beatles o The Doors grabados de la radio Concierto. Es raro que uno se acuerde de esas cosas y no otras.
¿Qué recordarán mis hijas de este tiempo que es suyo más que nuestro? ¿Cuáles serán las imágenes que atesorarán para bien o para mal en sus memorias? Uno de los tantos psicólogos a los que he recurrido en los últimos años insistió en que una experiencia que tuve con San Pedro es probablemente la más importante de mi vida y que debo recordarla constantemente por motivos de salud: según él, es lo más cerca que he estado de una verdad que marcaría mi destino.
Es largo de contar, aunque tal vez no tanto. Conseguimos unos cactus, íbamos a tomar diez y terminamos tomando tres: mi amigo Juan Rodríguez, la Beny y yo. La idea era ir al parque Mahuida, pero terminamos en plaza Egaña a punto de que la mezcalina nos agarrara. De repente llegó una perra negra con las tetas colgando, Beny comenzó a seguirla y nosotros la seguimos a ella, un poco porque no quedaba otra. Se podía perder o perdernos nosotros, cosa que en esa situación no puede pasar. Corte. Una plaza en Güemes en La Reina baja. Árboles respirando. Miro la luna llena, blanca. Me alumbra como el único actor de un teatro inabarcable. Se arma un triángulo en la luna, de los vértices salen rayos rojos y todo lo visible se cubre de una malla roja.
Nos amanecimos. Nos reímos del cine Hoyts que ofrecía cine en 3D. Vimos el amanecer sentados en una cuneta afuera del parque Pucará. Había un vagabundo al que no le importaba nuestro éxtasis. Detrás de la cordillera parecía haber un incendio. Era el sol que comenzaba a salir: todos los colores que conozco aparecieron en el cielo, cambiaban como flashes a cada segundo. El sol es una inmensa moneda de oro que se quema. Recordamos a la perra. Estaba a nuestro lado, le hicimos cariño y se metió a unos bambusales. El matorral se mueve como si hubiera muchos animales dentro. Nos asomamos a mirar y vemos un indígena agachado, afirmado de un báculo. La impresión de los tres, al ver a ese ser entre las ramas, hace que nos vayamos. Camino a casa pasamos por el parque Juan XXIII, el parque de mi infancia. Por más que intenté contenerme, lloré como si viera mi propia muerte.
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