Sus mejores amigos se llamaban Michael, Jack, Joseph y Robert Louis. Más tarde, Irene Vallejo descubrió que el mundo los conoce mejor por sus apellidos: Ende, London, Conrad y Stevenson. Significativamente, en el período más inhóspito de su infancia, cuando soportaba en silencio el acoso y las burlas en la escuela, su familia y aquellos amigos fueron su fortaleza. “Gracias a ellos descubrí que podía almacenar fantasías acogedoras y guardarlas en mi habitación interior para buscar refugio cuando allá afuera arreciase el granizo. Esa revelación cambió mi vida”, escribe hoy.
Nacida en Zaragoza en 1979, Irene Vallejo creció apegada a los libros y a las historias que le contaba su padre: cuando tenía seis años, él comenzó a relatarle La odisea cada noche, como un cuento. De algún modo es lo que ella intenta ahora en El infinito en un junco: narrar la historia del libro como un relato de aventuras.
Filóloga y narradora, la escritora trenza lo mejor de ambas disciplinas en este ensayo que ha encantado a críticos y lectores. Con un profundo bagaje cultural e histórico, escrito con sensibilidad narrativa, una prosa que persigue la belleza y sin renunciar al humor, El infinito en un junco es una obra cautivadora, reflexiva y a menudo fascinante.
Desde su publicación en España en 2019 por Siruela, se transformó en un fenómeno culto e inesperado: Premio Nacional de Ensayo, Premio de Novela Histórica y Premio de los Libreros, logró también lo que solo obras excepcionales de este género consiguen: la calurosa recepción del público. Sin grandes campañas y con una pandemia de por medio, El infinito en un junco ha vendido más de 100 mil copias y en los próximos meses desembarcará en Estados Unidos, Reino Unido, China, Brasil y Grecia.
”Muy bien escrito, con páginas realmente admirables; el amor a los libros y a la lectura son la atmósfera en la que transcurren las páginas de esta obra maestra”, afirmó el premio Nobel Mario Vargas Llosa.
Desde luego, la recepción y los comentarios halagan a la autora. “Ha sido hermoso ver cómo el libro ha avanzado en las alas de los lectores, como una onda expansiva”, cuenta a través de Zoom. La emociona, dice, que los premios reconozcan su ensayo como creación y, sobre todo, la conmueven los mensajes que recibió durante la pandemia. “Fueron emocionantes los mensajes de gente que me decía que el libro fue un refugio para ellos. Fue una satisfacción doble: gracias a esos mensajes me sentí más fuerte en un momento tan difícil”.
A través de 400 páginas, El infinito en un junco relata la historia del libro en el mundo antiguo y más, desde las tablillas de piedra y cerámica al papiro, el pergamino y los actuales libros de luz. Al mismo tiempo, es una historia de la lectura y de las bibliotecas, y una autobiografía intelectual. Con destreza, salta del presente al pasado, de Homero a Bob Dylan, de Alejandro Magno a Scorsese, de Julio César a Borges, en un entramado de historias de múltiples resonancias.
”El infinito en un junco es un ensayo sobre el mundo contemporáneo, pero necesitaba retroceder a los orígenes para entender dinámicas del mundo actual: por qué los libros y el mundo literario son como son, sus posibilidades de supervivencia y cuál es su eficacia como transmisores de conocimiento”, dice. “Todas esas referencias no son un intento de acumular erudición, sino revisar puntos de vista sobre las preguntas de hoy. Esa conexión entre pasado y presente, las series, el cine, la música, el heavy metal, es la demostración de que esas formas de entender la cultura están relacionadas”.
El título alude a la invención del papiro, un salto revolucionario. ¿Qué dimensiones tuvo esa revolución?
El rollo de papiro es el primer formato que se puede considerar libro. Se necesitaba un material que fuera ligero, transportable, duradero y permitiera una extensión del conocimiento. La piedra es duradera, pero no transportable; la cerámica es transportable, pero no duradera. Hasta el papiro no se acababa de concebir un material que reuniera todos los requisitos. Es cierto que el papiro es frágil, sobre todo en Europa, vulnerable a la humedad; en cambio, en Egipto muchos papiros se conservaron bajo la arena. La materialidad del libro me interesa mucho. Para mí el libro es la carne de las palabras; las palabras son el aire, las aladas palabras de Homero, pero donde eso se corporiza es en el libro. En esa época manuscrita, el hecho de que el material dure más o menos, se deteriore, tenía mucha influencia en las posibilidades de supervivencia del libro. Todas esas cuestiones, lo que supone copiar un manuscrito, la lucha para encontrar el material perfecto, la artesanía que exige el tratamiento, todos esos aspectos determinan la historia.
En otro sentido, “el papiro fue una fuente de enorme poder para Egipto, que tuvo el monopolio y hubo rutas como la de la seda asociadas al papiro, y la rivalidad entre las bibliotecas de Alejandría y Pérgamo produjo el pergamino, que todavía lleva el nombre de la biblioteca rival, un material que implicaba la matanza de animales. Y la llegada del papel nos devuelve a lo vegetal. El título juega también con la palabra canon, que etimológicamente viene de caña y originalmente es una vara de medir como eran los juncos. Los libros son materiales, pero puede ser el vehículo de todo lo que pensamos y soñamos”, afirma.
Hacer comunidad
Durante cuatro años, mientras hacía su doctorado, Irene Vallejo estudió estas historias. Vivió en Oxford, la ciudad de los libros, y tuvo en sus manos manuscritos medievales en Florencia. Y lidió con su profesor guía, quien con persistencia la inducía a podar su estilo, a desprenderse de las metáforas y el lenguaje literario. En El infinito en un junco, libro que le tomó otros cuatro años de trabajo, desplegó el ejercicio contrario. Y aplicó una conclusión que le proporcionó su experiencia como profesora: los alumnos recordaban mejor los contenidos cuando se transfiguraban en historias. “Todos los cuentos tienen una aspiración de comunicar saber y compartir experiencias. Me pregunté sinceramente: quizá los relatos son mejores herramientas para transmitir conocimiento que la pura abstracción, y quise llevar esa reflexión al libro”.
De este modo, la narración comienza con una imagen propia de una saga épica: jinetes recorren el mundo, soportando peligros y adversidades, en una misión encomendada por el faraón. Buscan un bien precioso, joyas de otra naturaleza. “Libros, buscaban libros”, escribe, para la Biblioteca de Alejandría, “el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección que reuniría todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos”.
La Biblioteca de Alejandría aspiraba a acopiar los libros del mundo, ¿qué rol tuvo en la transmisión del pensamiento?
Con la Biblioteca de Alejandría sucede algo sorprendente, es como un corazón que tiene un movimiento centrífugo y centrípeto, se expande y contrae. El primer movimiento es recopilar los libros en un mismo lugar. Luego abrió sus puertas y todas las personas interesadas podían hacer copias y había un movimiento de expansión. Y eso significó una gran difusión de los libros. Incluso en manuscritos medievales se encuentran signos que utilizaban los filólogos de Alejandría, y eso quiere decir que esos libros provenían de allí. Las mejores ediciones de la antigüedad se encontraban en Alejandría. Durante los siglos que se mantuvo viva (siglos III a.C. al III d.C. aproximadamente), era como un sistema de arterias que llevaba el oxígeno de las palabras y el pensamiento por todo el imperio romano. Aunque hoy Alejandría es el mito, los libros concretos en último término proceden de allí. El trabajo que hicieron los filólogos, el cotejo de versiones y las clasificaciones de valor literario también se perpetuaron. Además, hasta ese momento, nadie había pensado en la traducción. Esto lo hicieron a gran escala en Alejandría: pusieron en marcha traducciones muy ambiciosas de textos griegos, persas, egipcios. Roma fue un imperio traductor, y nunca más dejamos de ser culturas traductoras. Luego hubo un impulso a la democratización del saber que no había existido en las bibliotecas orientales anteriores. Estas eran reservorios del conocimiento al servicio del poder y los privilegiados. La Biblioteca de Alejandría da un salto enorme en ese sentido. Y crea un centro anexo donde confluían poetas, matemáticos, astrónomos, y de ese museo surgieron grandes hallazgos teóricos. La Biblioteca de Alejandría es el antecedente de internet.
¿Podría considerarse la primera globalización del conocimiento?
El conocimiento era poder y eso lo habían comprendido claramente las civilizaciones anteriores. Hubo muchas revoluciones intelectuales previas, y fue necesario el giro cultural de la democracia ateniense, pero en Alejandría encontramos la ejecución de todo eso. Yo me pregunto si habría podido existir el concepto mismo de internet si no hubiera existido esa biblioteca, que simbólicamente era el faro de la cultura. Esa luz no la destruyeron ni los incendios ni los saqueos. Alejandría está constantemente resonando en la literatura: hay algo inmemorial ahí. Así como el imperio de Alejandro se fraccionó, su ansia de universalidad se hizo realidad en la biblioteca, y nos sigue alimentando hoy.
Ud. cuenta también cómo los libros fueron su refugio en la infancia
Sí. He querido contarlo junto con muchos otros testimonios de libros y memorias de personas que vivieron experiencias al límite. En las crisis y en las pequeñas tragedias nos aferramos a los libros y las historias, y a la música. Y sin pretender comparar mi experiencia con los campos de concentración o los gulags, de los que hablo en el libro, quise contar lo que los libros significaron para mí como refugio y como fortalecimiento. En los libros aprendemos herramientas para habitar mejor el mundo. En ellos aprendí que el mundo era más grande que el patio del colegio. Gracias a los libros yo sentía que en el mundo había personas que me comprenderían y a las que tenía que encontrar, otros mundos donde podría integrarme y donde no me rechazarían. Creo que mi decisión de ser escritora fue una rebeldía a la ley del silencio del patio de la escuela.
El libro resalta también la dimensión placentera y lúdica de los libros, y su capacidad de hacer comunidad.
Intenté hacer un canto al placer de la lectura, al espíritu del juego, al encuentro con el niño que hay en nosotros. En primer término, leemos por placer, y todo lo demás viene como regalo. Los libros nos ponen en contacto con otras personas, es el único momento en que realmente estamos cerca de otras mentes. Cuando leemos, la voz narradora lleva las riendas del relato y te obliga a saltar fuera de ti: hay una misteriosa alquimia por la que dos soledades confluyen en un acto profundamente colectivo. Los relatos compartidos construyen comunidades: en el mundo antiguo esto es muy evidente. En el imperio romano no había más rasgos compartidos que ciertos relatos, la mitología, Medea, Ulises, ciertas obras de teatro. Estamos en conexión con las generaciones anteriores y con nuestro pasado gracias a los libros. Sabemos cómo sentían nuestros antepasados hace milenios y podemos leer textos y reconocernos en ellos. Todo lo esencial de nuestras emociones estaba ya en los clásicos, eso quiere decir que hay una gran base para el entendimiento, a pesar de que hoy haya muchos discursos que insisten en las diferencias.