Carmen Duarte: “No eres la ruta por donde caminas, pero hay una edad en que sí lo eres”
La escritora acaba de publicar Detector de Metales, la novela que relata la historia de una pareja adolescente que explora el mundo underground en Viña del Mar y Valparaíso a principios de los 2000. Pero es un entorno que les resulta incómodo, en que el mar es violento y, al mismo tiempo, un refugio hacia el horizonte. “Tengo una relación de amor-odio bien intensa con la ciudad”, dice la autora.
Si se pudiera resumir en una frase la decisión que tomó Carmen Duarte (1980), sería: “tengo que enfrentar mis miedos”.
Desde su infancia en Viña del Mar, le gustaba inventar historias, relatar cuentos. Ese impulso pasó a segundo plano cuando entró a estudiar sicología en la Universidad Católica de Valparaíso y, sobre todo, al descubrir su atracción por la música. Ella quería tocar un instrumento y tener una banda. De hecho, así lo hizo, “pero no había mucho talento”, recuerda en entrevista con Culto. Así, cuando ya se radicó en Santiago, se empeñó como crítica musical, desarrollando una carrera en medios como Zona de Contacto, Super 45 y revista Qué Pasa.
La ficción quedó de lado. “Cuando decidí retomarla, era algo que siempre había querido hacer”, dice. Le motivaba contar historias de músicos y bandas desde su punto de vista o retratar el contexto en que se situaban. Aunque ella quería profundizar también en otros aspectos, muchos de ellos no necesariamente relacionados a lo música. “No sé si a mí me interesa tanto la interioridad de las bandas, pero sí me interesa la interioridad de un personaje”, asegura.
“Soy súper nerd y me gusta tener estructuras y forma”, dice. “No soy como ‘escritora de formación’: no estudié periodismo ni literatura”. En 2015 se metió en los primeros talleres y diplomados, en que tuvo a distintos escritores que la guiaron, como Diego Zúñiga, Mike Wilson, Alejandra Costmagna, María José Viera-Gallo, Álvaro Bisama, Patricio Jara y Alejandro Zambra.
Y resultó bien. En 2016, en un diplomado de escritura creativa que hizo en la Universidad Diego Portales, empezó a escribir las primeras escenas de la historia, situadas en Viña del Mar y Valparaíso a principios de los 2000, durante su adolescencia. “Primero fue la escenografía y después los personajes”, recuerda.
—Mi idea era crear un mundo que fuera fidedigno, muy real a lo que viví en esa época, con personajes que habitaran ese universo. Pero que no fueron basados en gente real.
—Y te lanzaste al tiro con una novela.
—La novela se fue armando como un mapa. Partí escribiendo estos fragmentos, que no eran cuentos. Me pareció más fácil abordar la ficción como “parcelada”. Fui uniendo los fragmentos y, después, creando el hilo conductor de los personajes.
Así surgió Detector de metales (Emecé, 2020), una historia que relata momentos clave de dos adolescentes, Mónica y Ramón, que se conocen haciendo la cimarra. Ambos cargan con pasados que dan las primeras directrices de quiénes son. Ella tuvo la muerte de su padre cuando era muy pequeña, lo que de alguna manera deriva en una relación distante con su madre. En cambio, él tiene antepasados suecos y un hito que marca su forma de ser: “Empecé a ser yo después del accidente, antes era un pendejo como cualquier otro”.
Los jóvenes vagan juntos por la ciudad, se enamoran, carretean, se sientan frente el mar—húmedo y pegajoso— a conversar, viven y, al mismo tiempo, evitan su presente. A ambos les gusta la música, pero con una diferencia: Ramon siente una gran atracción por el metal, a diferencia de Mónica, a quien este género “era algo que le gustaba pero no una columna vertebral”.
Un día Ramón viaja a Suecia, en la región de Escandinavia, cuna de ese género musical y sus distintas corrientes. Mientras él parte en un avión, ella lo despide en el aeropuerto, vuelve a Viña del Mar y ahí se queda.
Incómoda identidad
La escritora aún recuerda los primeros fragmentos que escribió de Detector de metales. Uno de ellos es cuando Mónica, de niña, almorzaba con su abuela en el club de golf Granadilla. “Para asegurarse de que las paltas reina me salieran hasta las orejas”, relata la co-protagonista. “Nunca subí mucho de peso”. Otro momento es cuando la adolescente se encuentra carreteando en el Sindicato de Estibadores, lugar que los trabajadores arrendaban para que se hicieran fiestas.
—¿Cuáles son tus recuerdos de Viña del Mar y Valparaíso durante tu adolescencia?
—Es bien extraño, porque las dos ciudades han cambiado muchísimo desde esa época y, al mismo tiempo, no tanto. Visualmente Viña del Mar era una ciudad totalmente distinta: el plano y los cerros se han ido poblando de edificios, y eso es impactante, y cambia semana a semana. Y Valparaíso, si bien ahora ha tenido un rescate patrimonial, de esa época lo recuerdo más sucio y oscuro. Creo que la cara de las ciudades han cambiado mucho, y otras no tanto, que es esta sensación que tiene Viña y Valparaíso de ser provincia, pero, al mismo tiempo, ubicarse a solo hora y media de Santiago. Los provincianos de “verdad”, alguien de Punta Arenas te dirá que Viña no es provincia y, al mismo tiempo, igual se siente esta barrera invisible de que hay algo que te separa.
—¿Una especie de limbo?
—Exacto. Son ciudades “grandes”, pero no un monstruo en comparación a Santiago. Me pasa que viví en Rancagua, que son estas ciudades que están en el límite, que es una identidad incómoda: ¿Quién soy yo como ciudad a la sombra de este monstruo? Creo que eso es algo muy potente.
—Quizás de forma forzada, para llevarlo a la novela, Ramón y Mónica son dos personajes que se cuestionan esa identidad.
—Creo que son personajes que están buscando su identidad. También me interesaba retratar una época en que eres muy permeable a interiorizar en tu “yo”, a introyectar lo que ahí afuera, y que se convierta en lo que eres: cómo ellos incorporan el metal, la ciudad y la escena underground. A medida que uno va creciendo, se empieza a hacer esa separación: no eres la ruta por donde caminas, pero hay una edad en que sí lo eres, y eres las personas que ves y los recitales a los que vas. En ese sentido, Valparaíso y Viña se prestan mucho para eso, porque es como si nadie te estuviera mirando, tienes más libertad para formar esa identidad. No estás en la lupa de Santiago, que todo pasa ahí y todas las historias están ahí.
—En Detector de metales, es posible percibir el mar como un espacio sucio, pero, al mismo tiempo, es un refugio. ¿Cuál es tu relación con ese mar?
—Creo que es una relación ambivalente. Me da una sensación de apertura, de descanso. Cuando está el mar ahí, ves el buque que trae petróleo y contenedores. Es muy raro para alguien que ha vivido en una ciudad costera verse rodeado de montañas. Me pasa en Santiago (y me pasaba en Rancagua): no sabes dónde está el punto de fuga. Pero, al mismo tiempo, es complejo, porque pasa mucho lo de Viña, que es mucho de “la cara hacia afuera”, lo que se muestra en la tele, en el festival, en la alcaldesa. Y después, cuando lo experimentas, el mar es súper helado y tiene una corriente espantosa. Entonces dices: “Se ve súper bonito”, pero a la hora de los qué hubo, nadar ahí es riesgoso —se ríe—. Lo veo como un refugio pero, al mismo tiempo, es algo hostil.
—A diferencia de lo que ocurre en esas ciudades chilenas, en Estocolmo se retrata una lugar mucho más atractivo.
—He estado dos veces en Suecia. Mi contacto allá se dio bien como “una historia de Valparaíso”. Conocí a quien ahora es de mis mejores amigas, una estudiante sueca de intercambio cuando yo iba en la universidad. Y después de eso tuve la oportunidad de ir a verla en Suecia, donde conocí Grinda, la isla donde pasa la escena de la cabeza de chancho. Y después, cuando ya estaba escribiendo la novela, y sabía que estaría todo este rollo con el metal y con Suecia, quise ir a ver esas cosas de nuevo. Tuve la suerte de que mi amiga estaba allá y pude ir a chequear ciertas cosas. Pero Suecia, para los personajes, es el metal, porque Escandinavia es cuna del death metal y el black metal. Pero además une a Ramón con su historia, con su familia que son inmigrantes de allá. Tiene eso como un polo magnético.
—¿Y tu relación con ese país?
—Para mí Suecia es muchas más cosas. Creo que es un país que, en términos de modelo de mercado y de democracia, ha hecho las cosas muy bien: en igualdad de género, en participación de minorías, en cómo distribuyen la riqueza. En general, el modelo escandinavo para mí funciona muy bien. Tienen otras cosas malas: tienen índices de depresión muy altos y el clima es brutal. Pero creo que hay ciertas cosas que son muy admirables. Si lo uno con lo que le pasa a mis personajes es como “la tierra prometida”.
Descubriendo metales
“La primera versión de la novela eran como personajes de cartón, era como chistosa y no tenía un arco dramático”, recuerda Duarte. Trabajó en la novela hasta el 2018 y luego, durante un año, la dejó en reposo para retomarla en el 2020, periodo en que le hizo los últimos ajustes. Las lecturas de la escritora María Paz Rodríguez y de Juan Manuel Silva, su editor en Planeta, fueron clave. “Ahí, ¡pum!, le di este segundo ajuste y empezaron a surgir significados más subterráneos”, dice la autora. “Le di un segundo hervor, como diría mi abuelita”.
—Desde el comienzo nos enteramos que uno de los personajes no tiene olfato. ¿Cómo surgió eso?
—Creo que el gran tema que me interesaba explorar en esta novela es cómo la gente se arma a sí misma con las condiciones de vida que le tocaron: cómo tu tomas eso y te armas frente a tus circunstancias. Ramón tiene dos columnas vertebrales, que es el metal, y cómo se armó después de su accidente. Él recuerda muy poco de su capacidad de oler. Leí algunos artículos y papers de personas con anosmia, que tienen recuerdo de olores o hay ciertas cosas que le podrían evocar la sensación. Pero los metales, a menos que sean corrosivos o qué sé yo, es difícil que te generen alguna reacción más fuerte.
—¿Y cómo elegiste el olfato?
—Soy súper nerd y me encantan todos los temas de investigación médica, neurociencias, misterios médicos... Algo había leído sobre los efectos que tiene la anosmia en la manera de interactuar con otros, y me hizo sentido que Ramón tuviera eso, que es una discapacidad pero que es muy invisible. Nadie la puede ver a no ser que la persona te cuente.
Cuando ya había terminado la novela, la autora vio en Netflix un documental sobre la banda australiana INXS, en que relatan cómo el vocalista Michael Hutchence tuvo un accidente, se pegó en la cabeza y perdió el sentido del olfato, y en cómo ello cambió su personalidad. “Estaba viendo eso y pensé: ‘¡Es como Ramón!’”.
—Skaters, rugbistas, punkies y surfers son algunos de los perfiles de adolescentes que describes en la ciudad de la novela. ¿Qué motiva esas clasificaciones?
—Creo que eso es más de cómo me formé en los 90. Tengo cuarenta años, entonces ahí fue mi adolescencia y esa época era mucho de categorizar a las personas, que es lo opuesto a ahora en esta década. Antes era mucho de qué grupo o tribu eras. Los protagonistas ven estos grupos y creo que Viña, y especialmente Valparaíso, tienen esa cosa de ser ciudades donde se mezclan muchas personas. Es fácil ver a un hippie con un chaleco de llama al lado de un punkie. Eso es así, y van a los mismos lugares. Y el Sindicato de Estibadores, que es un lugar real, hacía eso con las tocatas donde confluía gente muy distinta. Desde que me vine a vivir a Santiago, nunca he visto algo así, no he visto que la gente se mezcle. Me hace pensar que Santiago es una ciudad mucho más segregada, o mucho más de “esta es tu categoría y estás acá”; en cambio, Valparaíso tiene algo más “anárquico” de estar todos carreteando e irse todos al mismo after.
—¿Qué similitud encuentras entre tu adolescencia y la de los protagonistas, Mónica y Ramón?
—Creo que Ramón tiene mucho de buscar algo que sea, como se dice en el metal, “true”, verdadero, y que tengas un sentido de vida según eso: que te gusten las bandas correctas, que hagas las cosas correctas, que estés en los lugares correctos. Creo que tuve eso por mucho tiempo, y especialmente como crítica de música, y más encima de música indie, lo más snob que hay. Y Mónica, en general, es bien mal genio y ve el mundo con cierta distancia. Yo era un poco así cuando más joven, de poner un cierto resguardo cuando sientes que tu entorno es hostil contigo.
—¿Qué descubriste en ese género musical al escribir la novela?
—Pasa mucho con el metal que la gente lo ningunea mucho como género: hay muchas preconcepciones. A simple vista uno dice que estos gallos son unos melenudos y que la música son puros tarros sonando. Pero es un género riquísimo, riquísimo, riquísimo en términos de sonoridad y de profundidad. Tiene cosas cuestionables, sin duda. Una de las cosas más increíbles al escribir esta novela fue descubrir el metal. A mí me gustaba el indie-pop. Y ahora me gusta el metal extremo.
El cómic que no fue
Durante la pandemia ha intentado escribir más ficciones pero no ha tenido mayores resultados; el encierro “me ha jugado bien en contra”. Buena parte de la novela la redactó en su estancia en Suecia, otro porcentaje importante lo hizo en el Café Literario del Parque Bustamante (que actualmente se encuentra cerrado) y otro tercio lo hizo en distintas cafeterías. “En mi casa no me concentro mucho, como que necesito estar en un espacio que no sea el cotidiano”, dice. Además, cuando ella se sienta a escribir frente al computador, lo hace en largas tandas.
Por el momento, solo tiene la idea de qué le gustaría escribir en el futuro. “Pero no tengo la ejecución”, comenta. “Y para efectos prácticos, es como no tener nada”.
—¿Qué tienes en mente?
—Me gustaría escribir algo que pase en la actualidad, que los personajes tuvieran la edad que tengo ahora y que tuvieron un trabajo de oficina. Siento que esa es la realidad que vive la mayoría de la gente. Creo que hay demasiados personajes que viven su interioridad en un cubículo o en entorno de una empresa. Cómo eso forma a las personas y, de repente, salen facetas que la gente no suele ver. Creo que ahí hay buenas historias que contar.
Para Detector de metales, la escritora leyó distintos tipos de textos sobre el género musical del metal, tanto chilenos como escandinavos. Después leyó sobre ocultismo, “porque la novela tiene algo muy sutil” de eso. Hace un tiempo supo que el bajista de Blondie, Gary Lachman, era un experto en ese tema, y ha escrito novelas sobre emblemáticos ocultistas como Carl Jung, Aleister Crowley y Madame Blavatsky; todos libros que Duarte leyó con voracidad. También repasó material sobre mitología local y nórdica. “Te dije que era super nerd”, recalca. “Y quería tener bien mapeado el mundo en que viven estos personajes”.
También leyó muchos y diversos artículos de investigación periodística sobre ciencia y medicina. Pero lo más recurrente fueron las novelas gráficas.
—Me gustan mucho los cómics, leí millones —comenta—. Creo que algo de eso se refleja en la novela, porque mi sueño habría sido escribirla como un cómic. Si pudiera dibujar bien, quizás todos estos fragmentos serían viñetas.
Duarte siente que hay dos novelas que son “hermanas espirituales” de la suya. Uno es el relato visual de Ángeles de pelo negro (de Carla Mc-Kay, 2019), “un libro de fotos que retrata a pura juventud metalera y underground”, dice. Aunque siente que, en cuanto a la escritura podría ser similar a Jeidi (Laurel, 2017), de Isabel Margarita Bustos. “No sé, pienso que puede tener algo”, comenta. Ambos relatos transcurren en provincias con personajes “que viven en un mundo encerrados en sí mismos”, y que también tienen humor. “Obviamente Jeidi es la media historia”, advierte. “Pero creo que hay cierto parecido”.
“No soy una persona nostálgica”
Un pasaje de la novela relata cuando Mónica está sentada sobre el tablero de ajedrez gigante en una plaza. “No había ajedrecistas, porque Viña está lleno de lugares para hacer cosas que a nadie le interesan, como fuentes de agua seca y piscinas municipales en desuso”, relata Detector de metales.
—¿Hay un gesto para desmitificar el slogan de “Viña, ciudad bella”?
—No sé si es algo consciente, pero tiene que ver con cómo he vivido Viña y cómo lo percibo. Tengo una relación de amor-odio bien intensa con la ciudad. Además, eso ha ido cambiando en la medida que fui creciendo. Creo que eso es algo que quise mostrar en mis personajes, que en algún momento se sienten muy asfixiados por la ciudad, que no les permite ser ellos mismos, y escapan a Valparaíso o Suecia. También, tiene mucho que ver con la edad. Creo que a mí me pasó algo parecido: quería vivir en una ciudad en que hubieran tocatas, arte y pudiera salir a más lugares y hacer lo que quisiera. Cuando ya pasa esa etapa, cuando ya he ido a todos los recitales que quise hasta quedarme media sorda, ahora sí valoro ir a Viña porque es mi casa, con sus luces y sombras. Me siento cómoda ahí porque es un terreno que conozco perfecto.
—¿Y hoy dónde te sientes más cómoda?
—No soy de los viñamarinos que dicen “Santiasco”. A mí me encanta Santiago y también me encantó Rancagua. No soy una persona nostálgica, no es como “Oh, Viña del Mar, quiero volver a donde nací”, pero es el lugar en que me siento cómoda, conozco las claves y donde puedo moverme a gusto porque es lo que conocí desde chica. Pero no desde una mirada nostálgica, sino “del hogar”.
—¿Y en algún momento planeas volver a vivir en Viña?
—Ahora hay cosas que uno disfruta más de viejo también, porque, ¡oh!, qué bueno, en Viña del Mar todo está cerca y hay casas, hay árboles, está lleno de gatos, puedo salir a pasear y comprarme un café... Pero esa cuestión jamás la habría valorado de más chica y ahora me encanta.
Hasta hoy, ha recibido diversos comentarios por Detector de metales. Algunos lectores le han comentado que, gracias a la novela, han vuelto a escuchar bandas que creían olvidadas. También, le sorprendió que algunas personas dijeran que le cayó pésimo Mónica, “y lo puedo entender porque es bastante gruñona”; mientras que otra gente le ha dicho que Ramón les simpatizó.
Pero la escritora recuerda especialmente el comentario que le hizo su papá, a quien califica como “más senior”. Él le dijo: “Carmencita, me gustó mucho tu novela, pero encuentras que ocupas muchos garabatos”.
—Ese fue su comentario —dice la escritora, y se ríe.
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