Abandonó el colegio a los 16 años. “Papá puedes hacer lo que quieras conmigo, pero no pienso volver”, le dijo a su padre. No era mal alumno, al contrario, solía recibir premios por su rendimiento, pero su deserción tenía un sentido más profundo. “Y es probable que también culpara al colegio de todos mis infortunios -y a Inglaterra por añadidura-, aunque mi auténtico motivo era quitarme a mi padre de encima a toda costa”, escribió John Le Carré en sus memorias, Volar en círculos. Y sin embargo, de un modo u otro, la figura de Ronald Cornwell, su padre, lo persiguió toda la vida: “Tardé mucho tiempo en poder tratar en términos literarios a Ronnie, embaucador, farsante, ocasional visitante de la cárcel y, además, mi padre”, anotó.
Nacido en 1931 como David Cornwell, el escritor fallecido el domingo era el menor de los dos hijos de Ronnie Cornwell y su esposa Olive. Uno de los primeros recuerdos que conservaba de él provenía de cuando tenía cuatro años y con su madre lo visitaron en la cárcel. Un año después, Ronnie salió libre, y Olive urdió un silencioso plan: salió con una maleta y nunca más regresó.
Eventualmente la ausencia de la madre y la sombra del padre, mentiroso de fuste, estafador cinco estrellas y esporádico fugitivo de la ley, delinearon la infancia del escritor. Socialmente aspiracional, a Ronnie le gustaba vivir rodeado de riquezas, si bien era perseguido por los acreedores y las deudas. Envió a sus hijos a un internado privado, donde acumulaba mensualidades impagas, mientras él se iba al casino o al hipódromo a ver sus caballos (antes de que le prohibieran la entrada por sus deudas). Desde entonces, Le Carré comenzó a inventarse otra vida.
Dueño de un encanto que utilizaba para estafar, a Ronnie le gustaba organizar fiestas a las que invitaba a jueces, políticos, famosos y policías. Se vestía de traje, cuidaba sus uñas, “era un gran orador que no conocía la vergüenza y sabía meterse al público al bolsillo, un mitómano seductor y persuasivo que se consideraba el hijo predilecto de Dios y destrozó la vida de mucha gente”, escribe el hijo. Así fue como se quedó con los ahorros de su madre, de su suegra y de muchos otros a quienes hizo promesas falsas.
La fuga de Olive fue un escape de Ronnie y de su lado oscuro: cuando bebía, solía volverse violento. Su segunda esposa también sufrió esos arranques y el joven Le Carré adoptó la costumbre de dormir en la puerta del dormitorio de ella armado con un palo de golf, para protegerla. A él y su hermano también los golpeaba de vez en cuando, pero con menos convicción. “Y cuando me hice mayor, Ronnie intentó llevarme a juicio, lo que podría ser una forma disfrazada de violencia. Había visto un documental de televisión sobre mi vida y había considerado una difamación implícita el hecho de que yo omitiera mencionar que todo se lo debía a él”, escribe Le Carré.
Timador con aires de grandeza, Ronnie alguna vez apostó contra el rey Faruq de Egipto en Montecarlo, solo para ganarse su confianza y viajar luego a El Cairo a venderle un negocio fraudulento. Otra vez envió a su hijo de 16 años a rescatar sus palos de golf a un hotel de París, donde dejó la cuenta impaga, con el encargo de sobornar al conserje.
“Hoy no recuerdo que en la infancia sintiera ningún afecto, excepto por mi hermano mayor, que durante un tiempo fue mi único padre”, escribe el autor. “Recuerdo el ocultamiento a medida que fui creciendo, la necesidad de forjarme una identidad y la manera de hacerlo, que consistía en robar comportamientos y estilos de vida de los que eran como yo o mejores, hasta el extremo de fingir que tenía una vida familiar asentada, con ponis y padres de verdad”.
“Todo eso, sin duda, me convirtió en el candidato ideal para los servicios secretos”, escribió. Tras abandonar Inglaterra, Le Carré se dirigió a Berna, en Suiza, donde completó sus estudios y donde habría tenido sus primeros contactos con los servicios secretos. Luego fue a Oxford, dio clases en Eton y, gracias a su conocimiento del alemán, se unión al MI5 (el servicio de seguridad interior) y al MI6 (el servicio secreto) en Alemania. “Pero nada dura mucho: ni el profesor de Eton, ni el hombre del MI5, ni el agente del MI6. Sólo el escritor siguió en la brecha”.
Un gran saldo a favor
Aunque tomó distancia de su padre, durante su trayectoria literaria siguió recibiendo noticias suyas, encontrándose con él o con su leyenda. En 1963, cuando viajó por primera vez a Estados Unidos para promocionar El espía que surgió del frío, fue a celebrar con su editor, y en el restaurant se encontró con Ronnie. “Estamos distanciados desde hace años. Yo no tenía idea de que estuviera en Estados Unidos, pero ahí está, a cuatro metros de distancia, con una copa de brandy con ginger ale sobre la mesa. ¿Cómo demonios ha llegado hasta aquí? Muy fácil. Llamó a mi sentimental editor norteamericano y jugó la carta de las emociones”.
No solo eso: después de unirse a la celebración por “nuestro libro”, Ronnie llamaría al editor y pediría unas 200 copias a cuenta de Le Carré, a las que puso su firma para usarlas en su beneficio. Con el tiempo, el escritor recibió docenas de esos libros con la solicitud de agregar su autógrafo. En esas copias se leía: “Firmado por el padre del autor”, con una P bien destacada. Le Carré agregaba entonces: “Firmado por el hijo del padre del autor”. Del mismo modo, Ronnie viajó luego a Berlín, y trató de embaucar a un estudio de cine con la venta de derechos de la novela, derechos que su hijo había vendido a la Paramount.
En otra ocasión, el escritor recibió un llamado desde la prisión de Zurich: “Puedes sacarme de esta maldita cárcel, muchacho”, le dijo el padre antes de romper en llanto. Los negocios delictivos de Ronnie lo condujeron a la cárcel también en Hong Kong. Años después, Le Carré conoció a su carcelero y este conservaba un gran recuerdo de él: “Su padre es uno de los mejores hombres que he conocido. Fue un privilegio tenerlo bajo mi responsabilidad. Dentro de poco, cuando me jubile, volveré a Londres y le pediré que me ayude a hacer negocios”. Le Carré concluye: “Incluso en la cárcel, Ronnie engordaba al carcelero para comérselo más adelante”.
Maestro del engaño, Ronnie solía cautivar a su entorno. Incluso muchas personas que fueron estafadas por él lo recordaban con aprecio. Tras su muerte, en 1975, uno de los hombres de su corte le habló a Le Carré. Había ido a la cárcel en lugar de su padre, así como otros miembros de esa corte, y volvería a hacerlo, le dijo. “Todos éramos unos estafadores de la peor calaña, muchacho”, agregó. “Pero tu padre era el peor de todos”.
“Nací y me crié entre mentiras; me formé en un sector donde la gente miente para ganarse la vida, y he practicado la mentira como novelista. Como fabricante de ficciones, invento versiones de mí mismo y nunca cuento la verdad, si es que tal cosa existe”, anotó.
La literatura le otorgó a Le Carré las raíces y la estabilidad que no tuvo en su familia. Y los temas de la traición y la desconfianza ocuparon un rol central en sus novelas, así como el aprecio por la honestidad y el comportamiento ético. Y la figura de su padre, transfigurada, aparecería al menos en dos novelas: La chica del tambor, donde la protagonista, una actriz reclutada por la inteligencia israleí, se inventa un padre estafador, y en Un espía perfecto, su novela autobiográfica, la historia de un agente de vida intachable que oculta una vida arruinada por su padre. Ambas acaso son sus mejores obras.
“Graham Greene dice que la infancia es el saldo que tiene un escritor a favor. Si es así, yo nací millonario”, escribió. “Hasta que muera, la relación padre-hijo me obsesionará”, agregó.