La tecnología se le cruza desde todas las direcciones a Marina Abramovic (1946). Nunca ha sido su terreno, pero las obligaciones y los compromisos la obligan a beber de una taza que no es de su té. Dice, por ejemplo, que una performance se ve menoscabada en condiciones pandémicas y que la luz, la pantalla o lo que sea, van en contra de la experiencia fundamentalmente en vivo que ha cultivado a través de casi 50 años. Sin embargo, para el próximo Festival Santiago a Mil lo que habrá será una gran retrospectiva online de seis de sus obras, desde Art must be beautiful, art must be beautiful (1975) hasta The current (2017).
El encuentro que va del 3 al 24 de enero también permitirá un diálogo remoto con ella el día miércoles 6 de enero, dónde abordará los temas y las experiencias que definen su obra en conversación con el público. A estas alturas es tal vez lo mejor que le puede pasar al espectador chileno interesado en Abramovic, quien hace 10 años presentó en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) su famosa acción The artist is present: durante dos meses y medio la artista eslava compartió frente a frente, apenas separada por una mesa, con cada uno de los miles de asistentes que se sentaron para mirarla hasta que brotaran las emociones. Tal vez una sonrisa, pero con más frecuencia un llanto.
“No hay nada más difícil en la vida que no hacer nada”, expresa Marina Abramovic en entrevista por Zoom desde su casa en el estado de Nueva York. “Somos tan dependientes de internet, de los celulares y de la tecnología, que realmente no entendemos el valor de la tranquilidad y el silencio. Estamos condicionados a conseguir logros y mostrarlos”, agrega en una conversación distendida, pero mediada por aquella tecnología que en medio de la crisis sanitaria mundial se interpone, pero le sirve a todo el mundo.
Desde que partió con su primera acción conceptual en 1973 en la ciudad de Edimburgo (Escocia), Marina Abramovic ha tensado la cuerda de su propio cuerpo y mente, ha sorprendido a audiencias y, hay que reconocerlo, ha llamado la atención. Exploró sucesivamente los límites del dolor a través de su encuentro con una estrella de metal en llamas en Ritmo 5 de 1974. Desafió las fronteras de la cordura proporcionando armas con las que los visitantes a un museo podían eventualmente dispararle en Ritmo 0 de 1974. Tuvo un beso casi mortal y cayó inconsciente junto a su pareja artística y afectiva Ulay tras 17 minutos en que respiraron boca en boca en La muerte misma de 1977.
Poco antes del fin de aquella tormentosa relación, ambos concibieron una última performance que en el año 1988 los hizo caminar desde extremos opuestos de la Muralla China hasta encontrarse. Desde entonces, la estrella de la fama ha crecido para Abramovic, quien en Hudson (Nueva York) mantiene un instituto y prepara presentaciones a las que no pocas veces asisten figuras de la escena artística: a la del MoMA llegaron el músico Lou Reed, la cantante Björk o los actores Alan Rickman y James Franco, entre otros.
¿Cómo ha cambiado la escena de la performance desde los inicios de los 70, cuando usted empezó, hasta hoy?
La performance nació a partir del arte conceptual y en ese contexto el cuerpo era fundamental. Era lo principal: el objeto y el sujeto de todo lo que se hacía. Básicamente tenía que ver con llevar el cuerpo humano hacia sus máximos límites. Sin embargo, desde esa época hasta ahora, todo ha cambiado mucho en la escena artística. En un momento determinado me comenzó a interesar más explorar los límites de la mente y de las emociones que los del cuerpo. Es mucho más difícil que trabajar con el cuerpo, aunque la gente acostumbra a decir: “Oh, ella ya no lleva su cuerpo al límite como antes”. Pues bien, definitivamente están equivocados al respecto. Es decir, trabajar durante una, dos o incluso cinco horas no es difícil, pero no es lo mismo uno, dos o tres meses. Es por eso que comencé a trabajar en obras a gran escala, de larga duración. Cuando uno llega a ese punto ya no se finge nada, no se simulan cosas, sólo se es uno mismo: eres la verdad.
¿Cómo prepara sus performances, de dónde saca las ideas?
De la calle, de la gente, de lo que veo en todas partes. No soy la clase de artista que todos los días se levanta, toma un café y se va a trabajar a su estudio. Eso quizás puede servir si ya tienes una idea de antes, pero en mi caso no. Realmente odio el estudio, no me gusta ese ambiente. Mis obras vienen de la realidad y es por eso que necesito viajar, conocer otras culturas, hablar con diferentes personas. Las ideas vienen de la vida misma, pero tienen que ser desafiantes, intimidantes, tienen que ser pruebas que deba superar. No puedo hacer algo que sea fácil. Por el contrario, si me comprometo con un proyecto complicado y difícil, sí puedo utilizar el arte como una herramienta para transformarme a mí misma.
¿Siempre ha tenido esa hambre por experimentar lo difícil?
(Ríe) Lo que pasa es que la sensación de alegría y felicidad que se tiene al final del camino con este tipo de performances u obras no se compara con nada. Realmente se experimenta una auténtica transformación.
¿Tal vez ese tipo de actitud es mejor a la hora de enfrentarse a una pandemia?
Hay un viejo proverbio que usan los sufís (místicos islámicos) que dice: “Lo peor es al mismo tiempo lo mejor”. Quiere decir que en escenarios realmente malos es cuando la humanidad logra sacarle todo el potencial a sus capacidades. Creo que vivimos una época verdaderamente trascendental en el sentido de que debemos aprender a manejar la soledad y a lidiar con nosotros mismos. Debemos aprender a ser nuestros maestros. En mi caso al menos, este ha sido un año increíblemente creativo e importante, con tres obras en formatos que nunca había explorado: The seven deaths of Maria Callas, una creación que protagonicé y dirigí para la Opera de Baviera donde represento siete famosas escenas de muerte en la ópera; The life, una pieza de realidad mezclada (mixed reality) en la Serpentine Gallery de Londres; y un programa de cinco horas de duración en Sky Arts con 63 artistas de performance pertenecientes a 51 países diferentes.
Lamentablemente a inicios de marzo de este año también murió Ulay (nombre artístico del artista alemán Frank Uwe Laysiepen)
Sabe, Ulay llevaba enfermo 10 años (tenía cáncer linfático). Su muerte, en ese sentido, no fue una sorpresa para mí. Lo triste de todo esto es que falleció un día antes de que nos fuéramos a cuarentena y nadie pudo ir a su funeral. Por lo demás, la completa retrospectiva que de él se inauguró este año en el Museo Stedelijk de Amsterdam tampoco ha podido ser vista por muchos. Afortunadamente seguirá tres meses y pienso que podré asistir: una gran cantidad de esas obras son parte de mi vida también. La relación con Ulay siempre fue algo complicada. Cuando las cosas andaban bien significaba que andaban muy bien y cuando todo estaba mal quería decir muy mal. Eso sucede cuando en las relaciones profesionales hay amor de por medio. Era un tipo muy complejo y como dije alguna vez en una entrevista, para entenderlo se necesita una vida entera. Compartíamos el mismo cumpleaños, el 30 de noviembre, y en el último de ellos, el año pasado, tuvimos una larga conversación. Estuvimos juntos y todo fue muy cálido, entrañable. Nos perdonamos el uno al otro e hicimos las paces. Creo que al menos terminamos como buenos amigos.
¿Hasta qué punto es valioso para usted trabajar con otras personas?
Es una situación muy compleja. De cierta manera, con Ulay se dieron las condiciones ideales para eso: estábamos de cumpleaños el mismo día y nos conocimos justamente en esa fecha, era casi una predestinación. Nos enamoramos, comenzamos a trabajar juntos y decidimos que todas nuestras creaciones serían firmadas por ambos, nada de individualidades. Este sistema funcionó durante nueve años, de los que los últimos tres estuvieron marcados por nuestra separación debido a diferentes razones. Para mí fue también un gran fracaso profesional en el sentido de que las mejores obras salían de nuestra unión, no del trabajo por separado. Fue tan doloroso que me prometí nunca más volver a crear junto a otra persona, lo que no significa que no lo haya hecho ocasionalmente con artistas como Jan Fabre, Damien Jalet o Robert Wilson. Pero se ha tratado sólo de proyectos específicos y por un tiempo limitado. No son experiencias de años y años, como las que tuve con Ulay. El problema, como dije antes, es cuando se crean puentes emocionales entre artistas que al mismo tiempo deben confrontar ideas diversas para producir una obra.
¿Es verdad que hasta los 29 años su estricta familia en Belgrado le impedía llegar a casa después de las 10 de la noche?
(Ríe). Sí. En esa época odiaba todo eso. Yo era algo así como la oveja negra de la familia. Sin embargo, debo reconocer que esa formación tan estricta y exigente me entregó una gran disciplina, autocontrol y fuerza de voluntad. Es el tipo de virtudes que se necesitan para hacer justamente las obras que yo emprendo. Teniendo aquellos padres pude desarrollarme como una nómade moderna y guerrera. Nómade, porque me estoy moviendo todo el tiempo, y guerrera, porque me considero una luchadora.
¿Vuelve de vez en cuando a Serbia?
Lo hacía bastante hasta que mis padres murieron. Tengo un hermano, pero no me llevo muy bien con él, así es que no voy muy a menudo. En Belgrado nunca aceptaron ni comprendieron lo que yo proponía y sólo después de 47 años hubo una retrospectiva completa dedicada a mí en el Museo de Arte Moderno de Belgrado. Fue el año pasado y yo estuve ahí. Había tanta gente que parecía un Woodstock moderno. Tal vez los artistas de mi generación en Serbia nunca me entendieron, pero había tantos muchachos en la exposición que al menos creo que los jóvenes sí me aceptan.
¿De qué manera una pandemia amenaza a un arte como la performance, dónde todo depende de comunidad entre público y artistas?
En primer lugar creo que hay que ser pacientes. Yo, por ahora, prefiero esperar. Odio tener que transar en mis propuestas con el objetivo de adecuarme a las condiciones de la pandemia y es por eso que prefiero no hacerlas. Sobreviviremos a esta pandemia. La humanidad ya se enfrentó a 15 años de peste negra en la Edad Media y aún estamos acá.
Usted ha puesto a prueba su cuerpo con sus obras, ¿la mujer enfrenta mejor el dolor?
Está demostrado científicamente. No tengo la menor duda. Nunca he tenido hijos, pero tengo claro que el nivel de sufrimiento físico en un parto hace a la mujer más apta para la sobrevivencia. Somos más fuertes, pero nos gusta jugar el rol de ser vulnerables para agradar a los hombres. Y ese es otro problema. Muchas mujeres prefieren darle al hombre la sensación de que ellos son los que proveen y mantienen el hogar, pero las más fuertes seremos siempre nosotras.
¿De qué manera el paso del tiempo afecta al cuerpo para enfrentar nuevas performances?
Es evidente que la edad tiene sus consecuencias. Uno se despierta por las mañanas y aparecen una serie de dolores que antes no existían, desde el cuello a las articulaciones. Hay que ser hábiles y saber cómo lidiar con eso. Es por esta razón que tengo mi propio instituto con alumnos a los que les transmito mis conocimientos, mis métodos y mis experiencias. Ya no tengo la imposición de llevar mi cuerpo a los límites de antes. A estas alturas de mi vida, creo que ya no tengo que probar nada. Ya he hecho demasiado (ríe). Este año cumplí 74 y cuando tienes esa edad ya sabes que estás entrando al último acto de tu vida. Yo estoy en ese último acto y tengo que ser muy cuidadosa con el tiempo y con los proyectos a futuro. El más importante es el que haré el próximo año en la Royal Academy de Londres y que se llama After life, un nombre muy curioso. En este momento sólo quiero vivir cada día como el mejor de mi vida.
¿Qué opinión le merece la decisión de Microsoft de retirar la publicidad de los lentes de realidad virtual con usted debido a acusaciones de satanismo de parte de grupos conspiracionistas?
Hace un tiempo hablé de eso en The New York Times y el título de la noticia fue: “No soy satánica, soy artista”. Seguramente es porque soy una figura conocida y creo que tuvo que ver más con la elección de Trump en el 2016 y el llamado Pizzagate (teoría conspirativa desacreditada que vinculaba al Partido Demócrata con el tráfico de personas y una red sexual infantil). Todo comenzó cuando vieron una de mis antiguas acciones de arte, la estrella de cinco puntas que se incendia, y que era en realidad la estrella de los países comunistas. Después relacionaron esa performance con mi acción en la Bienal de Venecia en 1997 con huesos de animales. Traducido al lenguaje de estos grupos ultraconservadores todo eso es satánico. Son los mismos que niegan el Holocausto, creen que el coronavirus fue creado por Bill Gates para luego desarrollar una vacuna con la que ganar dinero y piensan que la Tierra es plana. Son cosas que pasan mucho en Estados Unidos y la verdad es que no es gracioso: recibí amenazas de muerte. En fin, cualquiera que me conozca o haya leído mi autobiografía Derribando muros sabe lo que yo pienso. Es todo algo tragicómico: ahora mismo ya no me dicen satánica, sino que alta sacerdotisa. Sin pedirlo, me subieron de categoría.
¿Hay posibilidades de que venga a Chile algún día?
Es lo que quiero. Uno de mis sueños es conocer la Patagonia. Estar en el país de Alfredo Jaar, un artista que respeto y quiero mucho.
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