Escupir canciones (y merca): Calamaro nadando las aguas de El Salmón
En poco más de un año, Andrés Calamaro compuso cerca de mil canciones, grabó 140 y estrenó siete discos. Desafiando a toda la industria marketinera con un método que combinó su incontinencia creativa con varios gramos de coca como combustible, se consolidó como el solista más prolífico del rock argentino. “Quiero hacer un disco del cual se hable en cincuenta años”, dijo unos meses antes de sacar a la calle El Salmón, una placa quíntuple con 103 canciones. Han pasado veinte. Aquí, Marcelo “El Cuino” Scornik, su coautor, relata la historia.
Andrés Calamaro spoileó, al menos, tres veces lo que deparaba El Salmón. La primera vez fue sobre el final de los early 90s, tras superar sus propias expectativas con Alta suciedad: escondido detrás de unos lentes oscuros y luciendo una melena que completaba acaso su disfraz más dylaniano, no solo estrenó la estampa de rockstar que lo acompañó durante buena parte de su segunda encarnación solista; estrenó, también, un método compositivo que definiría como “encerrarse en el estudio y tragarse la llave”. Ese método, que confrontaba directamente las sesiones con Joe Blaney y el casting irrepetible de músicos que parieron un par de otoños antes a su as de espadas, se trataba de un estricto encierro dedicado a consumir cocaína y escupir canciones. “Eran días de 72 horas”, sinceró Calamaro dos décadas más tarde. En 1999 su Honestidad brutal (disco doble de 37 canciones), entonces, fue la punta del iceberg.
Apenas unos meses después de aquel vértigo, mientras atravesaba tal vez su época más “stone”, Andrés ajustó —sin saberlo— los cimientos de la placa sucesora de Honestidad. Listo para internarse en un nuevo encierro tuvo a mano a su eterno colaborador: Marcelo Scornik, reputado hacedor de canciones y, también, de varios de los “hits” calamarianos (coautor de “Mil horas”, “No me pidas que no sea un inconsciente” y, más tarde, “Estadio Azteca”).
El “Cuino”, como se lo conoce, le explica a Culto que todo partió en diciembre de 1999, después de un show ofrecido en Córdoba en el marco de la “no-gira” de Honestidad brutal (“yo digo la ‘no-gira’ porque la verdad es que no llegó a haber una gira oficial del disco, sí hubo algunos conciertos”):
“Me acuerdo que fue una noche que llovió torrencialmente, una noche de excesos, la verdad sin solución de continuidad, porque volvíamos Andrés y yo, solos en el avión, en la misma frecuencia en que habíamos pasado la noche y toda esa jornada larga allá en Córdoba —confiesa vía telefónica—. Llegamos directamente al departamento de Andrés y, al rato, estábamos grabando ‘Valentina’. Creo que ese mismo día hicimos un par de canciones que finalmente no formaron parte del disco. Nunca paramos”.
Ese nunca paramos, calcula Scornik, se tradujo en casi cinco meses de componer, componer y componer, repartidos entre el departamento de Calamaro ubicado en la calle Pacheco de Melo, esquina Junín, en el barrio de la Recoleta, y un apart hotel de la zona de Plaza San Martín (“que es una zona muy ‘paqueta’, muy de gente bien... entre comillas”), prestándole muy poca atención a otras cuestiones. El “Cuino”, de hecho, lo retrata así:
“Nuestros días duraban, como mínimo, 72 horas. Creo que la dedicación full time parte en ese momento. Yo tenía hijos muy chicos en esa época, 2 y 3 años, tal vez mi hija menos..., y recuerdo que una vez apareció la madre, en ese entonces mi mujer, con los dos chicos en la casa de Andrés, y me dijo: bueno, si no vas a venir por casa, yo los traigo para que se acuerden de la cara de su padre. Así que, digamos, tanto del lado de Andrés como del mío, nos dedicamos, como se dice, en cuerpo y alma a escribir, grabar, mezclar y copiar canciones”.
El departamento de Calamaro era, para entonces, un búnker musical improvisado dentro de una estética que Scornik resume como un palacio art déco: tenía un living comedor muy grande, muy señorial, y una pequeña habitación, que quedaba en un entrepiso, al fondo. Allí, sostiene, nació otro emblema: DeepCamboya, cuatro paredes que guardan interminables rumores sobre noches de orgías, cocaína, alcohol; y, también, un par de certezas: el periodo acaso más tóxico de los compositores, sus fantasmas y sus genialidades. “Acá pasaron cosas que ni los Rolling Stone se atreverían a contar... ni Led Zeppelin”, expuso sin ir más lejos El Salmón en 2005.
Jorge Larrosa, poeta uruguayo parte del riñón de Calamaro, fue otro que conoció de cerca DeepCamboya. “Se ubicaba en lo profundo de Pacheco de Melo, pero en vez de bajar había que subir a lo más alto del inconsciente —cuenta por WhatsApp el letrista de “Nos volveremos a ver”—; en su momento fue un real infierno disimulado con un incendio que dejó todo a oscuras. Fue el lugar perfecto para transitar el camino de los excesos creativos, la incursión musical múltiple y numerosa. Ahí no existía el tiempo, ni la noche o el día: solo la música, y cuando la música llama, te lleva”.
Sobre los excesos que acompañaron la tormenta creativa, dice el periodista Daniel Riera en el libro Días distintos, de Walter Lezcano, que “Calamaro no era un chabón que estaba tomando merca: era un artista viviendo una experiencia en un momento en el cual está construyendo una obra que va de la mano de la droga, es inescindible una cosa de la otra”.
Cuando retrocede hasta esos días, Marcelo Scornik reconoce que pasaron cosas (“hubo momentos de exacerbación, traduciendo literal del inglés: de perder el temperamento”), pero prefiere quedarse con el laburo que hubo detrás (“creo que no hay un recuerdo más importante que las canciones mismas”).
“Aún hay mucha gente que en realidad lo que quiere saber, lo que pregunta, es: cuántos gramos de coca tomábamos o con cuántas señoritas follábamos —se queja—, y me parece un dato muy barato”.
Revísenme el aceite, el aire y el agua
El segundo spoiler, tras su encierro voluntario, se difundió al cierre de una entrevista con Susana Giménez en el reconocido estelar de Telefé Hola Susana. Allí, Andrés Calamaro reconoció estar trabajando en una suerte de Honestidad brutal II:
“Voy a preparar un disco muy largo, muy importante, por lo menos para mí. Con mucho texto. Quiero decirle a la gente: infieles, pensaron que era una broma; verdaderamente van a escuchar un disco ahora. Quiero hacer un disco del cual se hable en cincuenta años —parecía amenazar el excapitán de Los Rodríguez—... porque de nosotros se va a hablar dentro de cincuenta años, pero quiero que se hable y se escuche mi disco dentro de cincuenta años”.
Cuando Honestidad brutal llegó a las calles, aunque triunfó con no menos de 10 clásicos encabezados por “Paloma”, “Te quiero igual” o “Los aviones”, cuenta Walter Lezcano en Días distintos que un sector del periodismo argentino criticó el arrebato “megalómano” de Calamaro al presentar un doble cedé con 37 canciones, por ejemplo una más que Sandinista! de The Clash. 37 canciones que, se sabría después, eran la selección de un total de 99 que compuso para la ocasión. Ahora, sin embargo, el tipo anunciaba por primera vez un disco “muy largo”, incluso prometiendo superar en número a su precuela.
Para entender esa obsesión de Calamaro basta con retroceder hasta su conversación con Martín Pérez, uno de los tantos periodistas especializados que invadió el departamento de Pacheco de Melo en pleno vendaval. “¿Vos no llegás a escribir una nota por día?”, le preguntó esa vez Andrés al cronista de Página 12, quien rápidamente asintió. “¿Y entonces qué tiene de raro que yo escriba una canción por día? Si te sorprende es porque los artistas suelen ser unos vagos. Yo no lo soy. Y escribo más de una canción por día. He llegado a hacer cinco, y hasta diez en un solo día. Porque si escribo solo una, estoy apenas a un día de dejar de escribir una canción por día. Y eso sí que me da miedo”.
Tiempo después le confesó a Pablo Plotkin que en una sola noche, antes de dormir, escribió 29 canciones: “Fue un diskette entero que se llamó Mi funeral, pero de aquello solo sobrevivió una canción..., para que vean que tengo un criterio de selección exigente”.
“Yo siempre sigo insistiendo: era lo que hacíamos —explica al teléfono el “Cuino” Scornik—. A mí que me pregunten sobre toda la cantidad de canciones y los excesos cometidos durante todo este proceso, y el largo de los días, y todo eso..., es como que dentro de 10 años o 15 me pregunten sobre los días que estuve guardado en mi casa durante la pandemia del 2020. Lo hago porque es lo que tengo para hacer: es lo que toca en la vida en este momento. Y hace 20 años tocó lo que tocó”.
Revísenme a mí, el coche no tiene nada
El tercer spoiler fue publicado el domingo 19 de marzo de 2000 en Página 12. Unos días antes de viajar a España, Calamaro confirmaba a Pablo Plotkin que el disco se trataría de “un auténtico golpe de estado”: “Me voy con la valija llena de música. ¿Cómo creían que iban a ser los discos en el siglo XXI? Este será el primero que yo haga, y tendrá cien canciones —notificó, anticipando que no estaba dispuesto a negociar su decisión con Dro, sello español a cargo—. Para escribir 200 o 300 canciones en tres meses hay que dedicarse con mucha intensidad, y dominar la canción a la perfección”.
Pero aún quedaban cuestiones por resolver.
“La verdad es que Andrés se fue a España sin saber siquiera si iba a haber un disco —dice Marcelo Scornik—, porque Andrés, lo que sí sabía, aunque tampoco tenía una decisión tomada, es que no tenía ganas de hacer un disco en formato tradicional, de entre 12 y 14 canciones. No quería hacer algo como Alta Suciedad. Se fue a España a mostrarle a la compañía 700 canciones, así que imaginate con ese panorama…, eran muchas preguntas”.
Las respuestas llegaron un buen día, a la tarde, cuando Andrés llamó a Scornik. Le dijo que estaba aún en España a unas horas de subirse al avión. También le dijo que llevaba bajo el brazo el disco de ambos. El “Cuino” contactó a la mánager de Calamaro: quería ir a recibirlo al aeropuerto.
“Recién cuando estamos sentados en el remís, volviendo del aeropuerto hasta casa de Andrés, me muestra el disco: el prototipo de los cinco discos, digamos, que no era la incómoda caja que se rompía sino una caja de cartón artesanal que había hecho él mismo. En ese momento me entero que son cinco discos, que se llama El Salmón y que el corte de difusión iba a ser ‘El Salmón’... me acostumbré, pero yo hubiese querido que fuera ‘Días distintos’”.
Tal cual anunció tan solo unos meses antes, el hombre detrás de “Sin gamulán” lograba finalmente imponerse acaso por goleada a la industria: frente a los pronósticos de la prensa argentina lanzó un disco quíntuple con 103 canciones. El Salmón salió a la venta a finales de octubre de 2000 en el país trasandino y unos días más tarde, cuando empezaba noviembre, en España.
“Representó la culminación de un periodo creativo dentro de su carrera —opina el poeta y escritor Walter Lezcano—. Obviamente estamos hablando de ese periodo que comenzó con Alta suciedad y Honestidad brutal. Pero creo que sin El Salmón, la pata artística, de trascendencia y relevancia que excede el marco del rock argentino, no hubiese estado. Más allá de la calidad y la belleza de muchísimas canciones del disco, creo que hay un gesto artístico: una apuesta a demostrar la valía de una obra en toda su magnitud, sin tener que rendirle pleitesías a la estrategia marketinera. El desborde creativo que representa El Salmón también tiene que ver con la capacidad anticapitalista de enfrentar el rock que tenía Andrés…, y que todavía la tiene”.
Scornik reanuda la historia:
“Recorrimos la autopista que en más o menos una hora nos dejó en el departamento de Andrés, donde había empezado todo. Él y yo, solos, escuchamos las 103 canciones. De la primera hasta la última... fue la única vez en mi vida que escuché el disco entero. Nunca más volví a escucharlo entero”, insiste, riendo.
Le sigue un breve silencio.
“20 años... la verdad es que me lo recordaste vos, yo no lo tenía presente. El Salmón trajo una cosa directamente innovadora al rock en castellano y en inglés también. Si querés podemos descontar los covers, aproximadamente ¿20?... ¡eran 80 canciones de estreno! Yo no sé si haya habido algo parecido”.
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