Era una enfermedad que se creía extinta, un mal recuerdo del pasado. Pero en 1811, cuando Chile daba recién sus primeros pasos como una república, entre golpes de Estado, el primer Congreso Nacional e intentonas realistas de resistencia, volvió para asolar las ciudades y los campos.
Se trataba de la viruela, una epidemia que ya había asolado el país durante la administración colonial. No es casual que en ese período llegó por primera vez la práctica de la vacunación a Chile. Fue en 1805, gracias a la decidida acción de un nombre clave: Fray Pedro Manuel Chaparro, quien además de ser religioso había estudiado medicina y en ese año organizó, por iniciativa propia, la vacunación de la población, inoculando él mismo en el pórtico de la Catedral de Santiago, según información del Museo Histórico Nacional.
Pero esa experiencia quedó en el olvido y en 1811, al viento de las cornetas militares, las prioridades eran diferentes. El gobierno estaba en manos de los criollos, pero los vaivenes de la situación política hacían difícil que se concentrara en el tema sanitario. En septiembre y en noviembre, el joven José Miguel Carrera Verdugo, quien había regresado desde España donde había combatido a Napoleón, lideró sendos golpes de Estado, cerró el Congreso y para colmo, debió enfrentar la tensión con los criollos de Concepción, quienes de buenas a primeras lo miraban con cierto recelo.
Recién a inicios de 1812, con la situación algo más estabilizada, Carrera pudo dedicarse en otros oficios de gobierno. Entre ellos, el control del brote de la viruela.
Un virus letal
Causaba fiebres, vómitos, erupciones en la piel y sobre todo, tenía una alta mortalidad. Esas eran las principales características de la viruela. “Se presentaba a través de brotes epidémicos y se transmitía por contacto directo entre personas o por objetos y ropas compartidas”, explica Marcelo Sánchez, historiador y académico del Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos (CECLA) de la Universidad de Chile.
Por entonces, padecer la enfermedad era lo más cercano a una maldición. “Fue muy activa, letal y temible durante todo el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX -agrega Sánchez-. Según algunos cálculos en los últimos cien años de su presencia en la población humana, ya que se considera totalmente erradicada desde 1980, la viruela mató a unos quinientas millones de personas”.
Si bien la viruela afectaba de manera transversal en la sociedad, Sánchez cuenta que había un sector que le tenía un especial temor: “Las elites europeas la temían particularmente por las secuelas que dejaba en el rostro y la mortalidad, por supuesto. Algún sector de la aristocracia fue muy activo en la promoción de la vacuna, como por ejemplo en el conocido caso de Catalina La Grande, zarina de Rusia”.
En realidad, el virus se cebaba en otros rincones de las ciudades. Paula Caffarena, doctora en Historia y autora del libro Viruela y vacuna (Ed. Universitaria, 2016), explica que -como suele ocurrir- eran los estratos populares los que sufrían más con la enfermedad. “Los sectores más pobres se vieron más afectados. Por una parte, vivir en condiciones de hacinamiento hacía más fácil el contagio entre personas, por otra, cuando se decretaba que los contagiados debían aislarse de las personas sanas, los sectores más acomodados tenían permitido irse a sus casas de campo, para quienes no tenían esa posibilidad, se instalaron hospitales provisionales”.
“Ahí se generaba un problema importante, ya que la población se mostró resistente de enviar a los enfermos de viruela a esos hospitales, pues podía significar que no los volverían a ver -agrega Caffarena-. En los archivos hay testimonios de madres que preferían no llamar al doctor cuando sus hijos contraían viruela por temor a que se los llevaran a esos hospitales”.
Pese a todo, ya existían algunas técnicas para combatir al virus. Tras siglos de prácticas de inmunización acumuladas en las estepas asiáticas -contacto con ropas de personas infectadas o con pústulas secas-, la vacunación en occidente fue desarrollada por el investigador Edward Jenner, a fines del siglo XVIII. “El procedimiento consistía en traspasar de persona a persona la infección de la viruela de las vacas, que producía una forma muy leve de enfermedad pero que daba protección frente a la temible viruela”, explica Sánchez.
De allí que la corona española, imbuida del ideario racionalista de la Ilustración, decidiera emprender un esfuerzo por llevar la vacunación hasta las lejanas colonias americanas. A la manera de los viajes de naturalistas como Alexander von Humboldt, en 1803 se organizó una expedición científica, bajo el liderazgo del médico Francisco Javier Balmis. En la oportunidad, el antídoto viajaba en los brazos de 22 niños huérfanos. “Fueron infectados con viruela vacuna y traídos al continente americano como forma segura de transportar el material para la vacunación, ya que se necesitaba el fluido fresco para inocularlo”, detalla Sánchez.
Y aunque los chicos fueron recibidos con honores -y expuestos en los altares de las iglesias- en esa ocasión la vacuna no llegó a Chile. Lo haría -con alguna resistencia entre el bajo pueblo- en la persona de Fray Chaparro dos años después, a causa de un brote, como los que ocurrían en los meses de otoño, cuando las primeras lluvias humedecían los campos de la zona central.
Una vacuna “con suavidad y agrado”
Desde las recién estrenadas páginas de La aurora de Chile, su editor, Fray Camilo Henríquez, aproximaba una explicación sobre el origen de la viruela. “Parece que entre las principales causas de las enfermedades, que padecen las poblaciones, deben numerarse las siguientes: desaseo, y miseria de la plebe, inmundicia [sic] de las calles, detención de las aguas, corrupción de los cadáveres dentro de la misma población, reunión de muchas personas en lugares de poca ventilación, principalmente si hay fuego y luces”, escribió el cura en el número del jueves 5 de marzo de 1813.
Para esto, el 24 de marzo de 1812, la junta de gobierno decidió crear una Junta de vacunación, con el fin de combatir la viruela. Compuesta por veinticuatro personajes, incluía a algunos de los patriotas destacados del período, entre ellos, Manuel de Salas.
Como delegado de la junta quedó Judas Tadeo Reyes, un hombre con experiencia en la administración pública gracias a su trabajo como secretario para los últimos gobernadores españoles. Por ello, y pese a no simpatizar con la causa patriota, decidió allanarse y colaborar. Sin tiempo que perder, Reyes dirigió a los dos vacunadores que se pusieron bajo sus órdenes. En el caso de Santiago, estos inoculaban en el edificio del ayuntamiento (la actual municipalidad de Santiago, en la Plaza de Armas) los días martes y viernes en las mañanas. Además, se dispuso un libro de registro en el que se apuntaban los datos de la persona vacunada (“con expresión de su edad, calle, y casa de su habitación”, reza el decreto).
A diferencia de las vacunas contemporáneas, en los días de la Patria Vieja no se usaba la inyección con jeringa para introducirla en el organismo. “Con un instrumento que se llamaba lanceta se hacía una incisión en la piel de las personas que se iba a vacunar -explica Caffarena-. En esta se inoculaba el fluido de la vacuna. Era una práctica un poco dolorosa que causaba desconfianza y temor, de ahí la necesidad de buscar mecanismos que generaran confianza en que la vacuna sí servía para prevenir la viruela”.
Por eso, Reyes publicó una serie de instrucciones en un decreto firmado por él, el 5 de abril de 1812. Entre ellos, destacaba una iniciativa que rayaba en la ternura, pero que da cuenta de lo difícil que era convencer a la gente: “Se tratará a todos con suavidad y agrado para que difundan en el público buenas especies de la vacunación, y así se animen los tímidos y se desimpresionen los preocupados, aprovechándose de este beneficio para la conservación de la vida”.
Tanto fue así, que a los vacunadores se les asignó un dinero que corría para los gastos que derivasen del operativo, pero que también podía servir de incentivo a quienes se vacunasen: “Gratificar a veces a algunos vacunados, principalmente a los que suministran el fluido de brazo a brazo”, instruía Reyes en el citado instructivo.
Fundamentalmente, se buscaba a la gente para la vacunación en las ceremonias religiosas, en las “vivanderas” (algo así como unas cocinerías populares), “y concurrentes a la Recova, y plaza”, rezaba el instructivo.
Sin embargo, Reyes también instruyó que, de ser necesario, los vacunadores podrían utilizar a la fuerza pública para vacunar a quienes se resistieran. “Valiéndose hasta de la fuerza, con auxilio de alguaciles, o de las guardias militares próximas”.
Entre vidrios y costras
Así, el proceso comenzó. Los funcionarios vacunadores llevaban un registro de las personas que se inoculaban. También se vacunaron a los presos y quienes se encontraban en las llamadas “Casas de recogida”, que eran algo así como centros de cobijo para mujeres, aunque también funcionaban como reformatorios.
Pero la resistencia de alguna parte de la población fue apenas una de las varias dificultades que se debió soslayar. Conseguir el líquido para la inoculación resultaba muy complejo, en una época en que las comunicaciones tomaban meses. “Hasta 1887 se usó un tipo de vacuna que se llamaba ‘humanizada’, esta consistía en extraer fluido de una vaca que había sufrido viruela -explica Paula Caffarena-. Al inicio de las vacunaciones solo habían encontrado vacas con viruela en Inglaterra y otras partes de Europa, por lo que el fluido debía transportarse desde Europa a América”.
Así, el traslado del fluido requería una operación complicada e insólita. “Dado que no existían los sistemas de refrigeración, la vacuna se transportaba, por ejemplo, entre dos vidrios sellados o bien se usaban costras que luego se diluían con agua tibia -detalla la académica-. Transportar la vacuna de un lugar a otro implicaba un riesgo en la medida que el fluido podía descomponerse y, si ello ocurría, la persona vacunada no conseguía la inmunidad”.
El asunto recién se hizo algo más sencillo años después, con Chile ya establecido como república independiente. “Más o menos en 1835 se encontraron vacas infectadas de viruela en Chile y ahí se pudo contar con el fluido de manera local, pero mantener muestras de fluido vacuno fue un tema muy relevante y difícil en la época”, agrega la historiadora.
Todos los problemas impactaron en el alcance de la vacuna. Esta no fue masiva, por lo que la viruela siguió, latente y mortal, entre la gente. Según constata Barros Arana, en la provincia de Santiago se logró vacunar a 2.729 personas, lo que apenas era una parte ínfima de la población.
La campaña coincidió con el recrudecimiento de la guerra de independencia en la zona centro-sur, por ello, explica Caffarena, buena parte de la población pensó que el ir a vacunarse era un artilugio para ser enganchados en el ejército patriota, lo cual disminuyó la cantidad de personas dispuestas a inocularse.
¿Qué pasó con la Junta de vacuna? Con la reconquista española, Judas Tadeo Reyes renunció al cargo en 1815. La junta quedó inactiva hasta 1817, cuando Bernardo O’Higgins volvió a colocarla en vigencia, y en 1822 terminó reemplazándola por una nueva institución: la Junta suprema de sanidad.
Recién en 1887, el país dispondrá de una vacuna fabricada con parámetros industriales, más parecida a las que se usan hasta hoy. “Se estableció formalmente el Instituto de Vacuna Animal y se comenzó a utilizar una nueva vacuna, no ya ‘humanizada’, sino ‘animal’, preparada mediante un procedimiento de laboratorio que daba como resultado una vacuna líquida conservada en glicerina, que evitaba el contagio del fluido con otras enfermedades -detalla Caffarena-. Este hito es relevante porque esta nueva vacuna podía prepararse de un modo más masivo y además, conservarse en mejores condiciones a través de una buena cadena de frío”.
Sin embargo, el fin de la historia llegaría muchos años después. Tendría que llegar el siglo XX para que la viruela se considerara -por fin- erradicada. “En 1980 la OMS declaró a la población humana libre de viruela”, dice Marcelo Sánchez. “En su erradicación tuvo un rol muy activo la Unión Soviética, que impulsó su erradicación total en 1959, objetivo que fue asumido por la OMS”. Solo entonces el trabajo que alguna vez asumió Judas Tadeo Reyes, estuvo concluido.