La frase resonó de una manera inesperada para Roberto Castillo (1957). Su primera novela, Muriendo por la dulce patria mía, jugaba con los mecanismos de la autoficción y con los límites del periodismo y la literatura, a partir de la figura del excampeón de boxeo Arturo Godoy. Pese a sus deseos y aun cuando el libro se identificaba como novela incluso en su portada, fue leído desde la orilla de lo biográfico. Entre todos los comentarios que recibió en 1998, hubo uno que adoptó la forma de una acusación. Tres palabras que quedaron en su memoria: “¡Esa ficción miente!”.
La frase es del hijo de Arturo Godoy. Con indignación, este reclamaba que el autor pasaba gato por liebre: utilizaba el género de la novela para difundir invenciones. Poco después de la publicación, Castillo regresó a Estados Unidos, donde vive desde hace 40 años, y se llevó esas palabras con él.
”Al principio esta declaración me hizo gracia, por deformación profesional, pero después me llenó de asombro”, escribió Roberto Castillo en 2017, en un epílogo a la reedición de la novela. “Me dejó maravillado que, sin haber leído el libro más que por encima, Arturo Godoy hijo hubiese llegado al corazón del asunto, aunque por un camino opuesto al que yo habría querido sugerir a los lectores”.
Por entonces, el escritor ya trabajaba en un libro que extendía su exploración de los límites entre ficción y realidad. Roberto Castillo tradujo obituarios publicados en The New York Times; los tradujo al español primero y a la ficción literaria después: con las herramientas de la imaginación y con estrategias literarias que remiten a Borges y Marcel Schwob, construyó personajes e historias que dieron vida a Muertes imaginarias, su nuevo libro.
Publicado en diciembre por Laurel Editores, el volumen presenta un conjunto de necrológicas, una constelación de vidas y pasados que descansan sobre un rico campo de referencias y alusiones literarias. Un entramado hábil e inteligente, que abre caminos en distintas direcciones, incluso puertas hacia su obra anterior: quien presenta el conjunto es Gabriel Meredith, uno de los narradores de su novela Muriendo por la dulce patria mía.
Destacado entre los libros notables del año, entre los muertos de Castillo hay científicos, cocineras, artistas, deportistas, millonarios y torturadores, todos con un lazo con Chile. En sus páginas, el autor recupera aquella acusación, “esa ficción miente”, cuando relata un encuentro con Manuel Sepúlveda, el “Nariz de Bolita”.
Condenado por torturas, el “Nariz de Bolita” dio una entrevista en la que desacredita una de las primeras novelas que narró las atrocidades cometidas por la Dina. Demasiado convincente para ser ficción, dice el exmilitar, seguramente la escritora tuvo un soplón: “Los escritores no tienen tanta imaginación, menos una mina”. El “Nariz de Bolita” es un admirador de las memorias de Franco: “Esa es literatura, porque la literatura es verdad, no es ficción”, dice el exagente.
Académico en Haverford College de Pensilvania, Roberto Castillo cuenta que con estas historias quiso plantearle desafíos al lector. “Desde la novela de Godoy ese ha sido uno de mis objetivos, desafiar a la persona que lee a hacer determinaciones acerca del estatus de verdad de lo que está leyendo. Yo considero mi tarea cumplida cuando la gente me pregunta, ¿esto es verdad? No lo voy a contestar, pero entregaré la invitación para que ella responda. Por eso, al final del libro hay una bibliografía, para incitar a la gente”, dice a través de Zoom.
Por estos días, el autor sigue atento los acontecimientos en Estados Unidos, enfrentado a su legado de tensiones sociales y raciales. “Este país por fin está saliendo de su engaño de ser el modelo de democracia, el faro de la libertad. Son tiempos raros y difíciles”, dice. Lo que ocurrió el miércoles en el Capitolio quedará impreso en la memoria, observa: “Es una tremenda lección de historia que alguien tendrá que escribir, pero esto no se acaba. El 20 de enero al mediodía empieza el segundo acto de esta tragicomedia”.
En el año de la pandemia, su libro también fue tocado por la realidad: “Este es un libro que pide una lectura que tenga en cuenta la relación que hay entre vida y muerte, y eso se revitalizó, se reestructuró este año. Había que hacer una readecuación de cómo se presenta la muerte. La muerte siempre ha estado presente, pero esta vez había que hacer esta señal más explícita acerca del contexto en que nos estamos enfrentando a ella. Por eso hubo pequeños retoques en el libro para incluir referencias al Covid; la palabra Covid no aparece, pero sí la palabra peste, el virus”.
El libro está cruzado de referencias literarias, así como de pasajes secretos a su propia obra
Sí, hay varios niveles de lectura. Por ejemplo, cuando llegó el momento de elegir el nombre de la cocinera china, pensé que sería entretenido darle el nombre de la cocinera china que le da la última cena a Arturo Godoy antes de ir a su pelea con Joe Louis. Ella es una china de Iquique. También el personaje de la novela de Godoy, Gabriel Meredith, aparece aquí como el editor que junta todos estos textos.
Desde la portada y el primer cuento hay un homenaje a Horacio Quiroga, entre muchos otros.
El protagonista de este texto es Josué Leñaque, y su primera intención es ir a estudiar serpientes a Misiones (escenario de los Cuentos de la selva). Todo ese tipo de referencias están por ahí. También hay pequeños homenajes a gente que se ha dedicado a la ficción breve, a Borges, Kafka, Maupassant. Quiroga fue un autor importante para mí, con mis hermanos leíamos los Cuentos de la selva y compartíamos ese mundo imaginario, aun hoy en la familia usamos la frase “ni nunca” que dicen las rayas en el libro.
No es habitual encontrar humor en un libro de muertos, ¿fue uno de sus propósitos?
Sí, el humor fue uno de los añadidos. Los textos parten de necrológicas reales, y en estas generalmente no hay humor. Yo me propuse incluir esa dimensión porque también está la presencia de figuras que han sido muy importantes artísticamente para mí, sobre todo cuando se trata de definir la relación con la identidad, con Chile. Para mí, Raúl Ruiz es fundamental, encuentro mucha afinidad con él en su relación con lo chileno, esa relación de amor absoluto y distancia, una distancia que nos permite ver cosas que son muy divertidas y que en Chile no vemos. El lenguaje chileno es muy vivaz y usa mucho el humor, entonces si iba a chilenizar estos textos, tenía que incluir ese sentido del humor. Yo soy poco patriotero, he vivido en un mundo con personas de muchos lugares, y estoy convencido de que el lenguaje chileno es particular y el humor es fundamental, no hay como el humor chileno.
Es un humor a veces negro y cruel...
Las tallas crueles chilenas son una cosa espectacular, el humor chileno tiene ese lado afilado. Hay una cosa ingeniosa, el tallero chileno es muy bueno, pero hay otro humor más agudo, el de Parra, el de Ruiz.
En el libro revive y hace hablar a Ruiz. ¿Lo conoció?
Lo conocí a fines de los 80, lo entrevisté con Verónica Cortínez. El andaba medio solo, estaba mostrando una película en Harvard y estaba montando una exposición en Boston sobre la estética franquista: armó un living franquista, tú entrabas y era como entrar a un living madrileño en época de Franco, realmente se paraban los pelos. Conversamos con él y ahí me fijé en su forma de hablar, en sus giros, cómo funcionaba su mente, una mente espectacular, yo realmente nunca he conocido alguien que pueda entender y sintetizar con esa rapidez. Vi muchas entrevistas de él y eso te da una idea. Me leí sus diarios completos. Y en la época en que estaba reescribiendo, trabajé en un texto que salió en un libro sobre Ruiz, Fértil provincia.
¿Qué rescata del arte de Ruiz?
En cuanto a lo literario, me impresiona su oreja, tiene un oído espectacular para todo tipo de registros: cotidiano, político, etc. Sé que dejaba improvisar, pero sus guiones están guiados por una naturalidad y un control del lenguaje muy bueno, él puede hacer parecer que el lenguaje suene natural cuando está siempre dentro de parámetros muy claros. Lo que me gusta de su cine es que lo que pasa en sus películas no siempre es lo que se ve en primer plano, sino lo que está pasando detrás, y esa dislocación es parte de la experiencia. En Muertes imaginarias también trabajé el intersticio, la invitación a mirar detrás.
¿Cómo es su relación con Chile hoy?
Básicamente, mi relación está constantemente revaluada. La experiencia de mi infancia y juventud en Chile me marcó, pero eso hay que acogerlo de manera reflexiva. Me orienta el principio de la nostalgia reflexiva, y esa nostalgia se cuestiona a sí misma siempre. Yo quiero mucho a Chile, a la gente, lo que pasó durante el estallido fue impresionante. Siempre me cuestionaba esta idea del pueblo de Chile, pero el pueblo de Chile de alguna manera se las arregló para manifestar algo importante. Hay que ir calibrando todos los elementos que conforman Chile constantemente.
En el relato sobre Manuel Sepúlveda, el “Nariz de Bolita”, recupera esa vieja frase...
Sí, es la frase de Arturo Godoy Jr. Cuando le preguntaron por la novela Muriendo por la dulce patria mía, le dijeron don Arturo, es ficción. Entonces él contestó: “Esa ficción miente”. A mí me pareció genial. Puso a funcionar todas las interpretaciones y maneras de mirar esa frase: esa ficción miente, pero la ficción puede ser más verdadera que la realidad.
¿La verdad de las ficciones? ¿La literatura como una forma de aproximarse a lo real?
La realidad misma es bastante ilegible, no tiene ni principio ni fin, necesitas acotarla. Acotarla a través de la ficción literaria es una buena manera de hacerlo y te ayuda a entender: la literatura es una forma de leer el mundo. Un mundo que en esencia no es tan simple de leer, en muchas circunstancias es ilegible.