Suele visitar el Río Hudson, “un río silvestre, gigante, que es como una compañía suprema”, dice. En su casa tiene un pequeño bosque, porque sus plantas “aunque sean chiquititas, se convierten en bosques”, y cultiva un jardín comunitario. De este modo, y aunque por estos días no puede subir cerros como le gusta, Cecilia Vicuña mantiene su contacto con la naturaleza en la pandemia. Pero observa que los árboles están desorientados. “Con mi comunidad plantamos tres perales. A veces, los perales tienen la mitad de su cuerpo en otoño y la otra mitad en primavera. Esas señales de confusión de árboles milenarios son signos de una muerte desatada y de una distorsión enorme”, afirma desde su taller en Nueva York.
Nacida en 1948 en una familia de artistas, Cecilia Vicuña creció en La Florida en una época de chacras y acequias. Desde entonces tejió una relación íntima con la naturaleza, que adquirió fuerza con la conciencia surgida en los 60, la década de los hippies. “Yo entré en esa onda altiro, por edad, por sensibilidad, por un amor heredado a todo lo vivo”, cuenta.
En su obra ese amor se expresa en poemas, performances e instalaciones atravesadas por hilos de sugerente belleza, donde resuenan las raíces indígenas y feministas. Una obra guiada por la estética de la precariedad, de lo efímero, a la que llegó hace 50 años: una tarde de 1966, en Concón, recogió una basurita y la plantó en la arena “como una señal, que se extendió creando pequeños pueblos de altares que la mar borraría”.
Tras su aplaudida participación en Documenta en 2017, Cecilia Vicuña vive un creciente reconocimiento internacional. Premio Herb Alpert de las Artes en Estados Unidos y Premio Velázquez de España, con piezas en las colecciones del MoMA y la Tate de Londres, el mes próximo el museo CA2M de Madrid recibirá una amplia retrospectiva de su trabajo y el Guggenheim de Nueva York prepara una exhibición para 2022.
Significativamente, en estos días el sello Lumen publica en Chile Cruz del Sur, una antología de su obra poética. En casi 300 páginas, la edición ofrece una selección de su poesía desde Sabor a mí (1973) hasta New and Selected Poems of Cecilia Vicuña (Berkeley, 2018), más un conjunto de inéditos.
“Es como si fuera mi primer libro chileno, lo cual es falso porque he publicado más de cinco libros en Chile, pero todos ellos entraron en la categoría de libros invisibles, que es la categoría a la que se suele asignar a las mujeres”, dice. “En Chile es muy intensa esa pertenencia de las mujeres al universo de lo invisible. Espero que este libro pueda transgredir esa imposibilidad”.
¿Ha sido fuerte el sesgo machista en la literatura chilena?
Ha sido y es. Fíjate en el número de mujeres que son leídas por hombres en Chile. La misma Gabriela Mistral, ¿quién la lee? Está en los billetes, pero no están la mente, los corazones y la conciencia. Una poeta de la dimensión de ella, eso te lo dice todo. Violeta Parra, gran poeta, pero no, es folclorista. Ahora yo soy considerada artista, pero siempre he sido poeta. Y he aprovechado esa invisibilidad para crecer en forma salvaje en cualquier dirección, con libertad absoluta.
¿En parte esa libertad viene de su infancia?
Tuve la suerte de crecer en el campo, en La Florida, cuando eran puras chacras, bosques, lagunas. Yo iba por un caminito de tierra a una escuelita rural. Mi casa estaba llena de libros. Era un territorio sin cercas, donde tú andabas en cualquier lugar y nadie preguntaba dónde están los niños. Los niños desaparecían entre las acequias y uno reaparecía cuando tenía hambre.
Nieta del escritor Carlos Vicuña Cifuentes y de la escultora Teresa Lagarrigue, con herencia europea por línea paterna y ADN indígena por la materna, Cecilia Vicuña respiró arte y literatura desde la niñez. “Mi mami dice que antes de saber hablar, yo estaba con un lápiz en la mano. Esa relación del lápiz con el lenguaje, el dibujo y las palabras, es como si yo hubiera aparecido con un lápiz en la mano. A los 9 años yo había empezado a escribir, a los 12 sabía que era escritora y a los 15 comencé a publicar, entonces yo pensaba que era mi destino”, cuenta.
Por esa época comenzó su correspondencia con el escritor Henry Miller, quien le escribió: “Usted deber sin duda un alma pura”.
¿De qué modo la década de los 60 definió su obra y su sensibilidad?
En forma total y absoluta. Mi abuelo fue perseguido y estuvo preso porque era un defensor de los derechos civiles. Esa idea de la persecución y del peligro de pensar, eso estaba en toda la familia. El otro lado de eso era el infinito gozo del trabajo comunal, de la solidaridad, y esto se juntaba con la idea hippie de la pasión total, del amor libre, ese sentido de gozo y alegría infinita que había en Chile en los 60. El año 69 fui invitada a Estados Unidos a traducir mi primer libro al inglés, con 20 años. Vi el Estados Unidos de los 60, ese espíritu era como que la vida estaba empezando, no terminando como ahora. Esa es la enseñanza de los 60, imaginar que todo era posible, sin miedo, sin recato, sin ideas preconcebidas. Por ejemplo, yo escribía desnuda. Hay un retrato en el Museo de Bellas Artes, donde estoy en pelota con mi maquinita de escribir. ¿Cómo era posible? Porque éramos un colectivo humano orientado hacia ese gozo. Los 60 hicieron posible mi poesía.
Por entonces fundó la Tribu No, que hoy está revestida de mitología. ¿Qué fue la Tribu No?
La historia verdadera de la Tribu No es que en mi soledad de adolescente yo escribía constantemente y de pronto escribí el No Manifiesto. Más tarde ese día, leo el No Manifiesto y digo esto está increíble, ahora hay que inventar la Tribu No. Esa tarde llegaron mis amigos y yo hice unos pequeños carnets, pero no eran por persona sino por pareja, era un carnet de no identidad, la identidad era la relación. Llegaron y todos se cagaron de la risa y a los dos minutos se olvidaron. Nadie encontraba que la invención tenía valor, pero ellos eran la invención.
Pero hicieron acciones como Tribu No...
Hicimos varias acciones. En la Tribu No todo era de calidad invisible, precario. La primera acción fue un acto en el Encuentro de Escritores del año 69, aparecimos y tiramos unos volantes. Los volantes se botaron, excepto 4 o 5 que me guardé, porque yo siempre tuve sentido de la historia, y alguien publicó en el diario diciendo que lo único literario del encuentro fue la aparición de estos chicos. Hicimos un programa de TV para niños y un segundo manifiesto, pero más ideológico, no tiene para mí el mismo valor que esos actos. El espíritu de lo precario es que todo se esfuma, la Tribu No era porque se estaba deshaciendo, este hacerse y deshacerse es lo que le daba la energía creadora. En la Tribu No hay algo, una médula, un cogollito, que implica una delicia y que es muy diferente de lo que la gente considera importante.
Con ese espíritu ha construido un universo creativo que hoy crece en reconocimiento
Para mí es maravilloso. Mi obra circula 100 veces más en inglés que en español; el español ha sido la lengua más machista, más cerrada para incluir lo que hago. Es porque hay un rechazo no solo a la mujer sino a la mujer indígena. En Chile es muy difícil aceptar que una mestiza como yo se declare indígena. No falta quien ha pensado que es una apropiación, es como que yo no tengo derecho a tener una madre indígena, no puede ser verdad. Pero los mestizos son la mayoría del planeta.
En sus poemas vibra la raíz indígena y el sentido de la palabra como un elemento natural, ¿cómo llegó a ello?
Eso llegó a mí, porque como crecí en la soledad de esos bosques y acequias, para mí los lenguajes eran los lenguajes de los pájaros, del agua, de la luz, la sombra, y yo empecé a sentir que la palabra era como uno de esos lenguajes, uno de los lenguajes posibles. En mis performances siempre empiezan a suceder una multitud de sonidos, todos esos sonidos son comunicantes, comunicadores. Y todas esas formas de comunicación eran asequibles a mí porque no era una niñita dirigida. No había dirección sino descubrimiento y exploración. Es lo que pasó con las palabrarmas.
Dice que descubrió las palabrarmas en la montaña, ¿cómo fue, cómo lo recuerda?
La primera palabrarma se presentó como una adivinanza, y la adivinanza -eso lo aprendí de vieja- era un método indígena de trabajo con el lenguaje, que se considera que le da fertilidad a la tierra. Yo estaba ahí, al pie del Cerro el Plomo, frente a las nieves eternas, los ventisqueros, las estrellas, y de pronto de esa luz entró como una palabra, como si viniera desde la montaña y se sentó frente a mí. Y esa palabra era en-amor-morado: enamorado. ¿Qué es estar enamorado? Es el enajenado de color morado. Entonces empecé a sentir que dentro de cada palabra hay universos, hay realidades infinitas; la lengua es una adivinanza de lo que somos como seres humanos. La lengua no es un instrumento para usar solamente, esa es la dimensión mínima, la más importante es la dimensión revelatoria, cada palabra es una obra de arte creada en el tiempo.
Antiguos y nuevos sueños
El golpe militar la encontró en Londres y tras varios desplazamientos, se instaló en Estados Unidos en los 80. Durante 40 años trabajó silenciosamente una obra delicada y reflexiva que la ha aproximado a las nuevas generaciones.
Su generación soñó con transformar el mundo, ¿cómo ve hoy esos sueños?
Nuestra generación fracasó en forma total y absoluta porque la violencia que desató la vibración y la maravilla de los 60 fue algo descomunal que nadie se esperaba, la violencia de la dictadura, la represión en Estados Unidos y Europa. Sin los 70 nunca habríamos tenido los 80. Todo el culto a la codicia, el egoísmo, nació por una respuesta del sistema capitalista a la liberación socialista. Porque esa liberación era socialista, porque era la búsqueda del bien de todos, de la tierra y de la gente, de la igualdad. Nuestra generación soñó alto y ese legado de alguna forma se transmitió, porque si no, ¿cómo te explicas el estallido social, los pingüinos, el mayo feminista? Son nuestros nietos y nietas. Me acuerdo de haber visto un video de una manifestación feminista y eran feroces, como una belleza aconcagüina pero futurista. Yo me quedé con un sensación de que no está muerto este planeta. Parecía que todo eso se había acabado y llega el estallido. Entonces aunque estamos al borde del abismo, tal vez es la posibilidad de pegarse un salto en términos chamánicos, y caer en ninguna parte. Y esa ninguna parte, eso es lo precario.
¿Tiene relación con las feministas chilenas?
Sí, me sucedió algo maravilloso. La generación feminista de mi edad fue anti lo que yo soy, porque era eurocéntrica, ante toda filiación con lo arcaico e indígena había un prejuicio tremendo. Yo pensaba que las mujeres en Chile eran parte de ese universo. Pero poco antes del estallido, vi a unas chicas en Temuco repartiendo panfletos con poemas míos. Conocí otro colectivo, La Casa de las Recogidas, ellas fueron protagonistas del mayo feminista y hacen performances con citas a mi trabajo de las hebras rojas. Hay una imagen maravillosa de ellas en la Plaza de la Dignidad con un poema mío que cae como una cascada. Esos son momentos maravillosos de comunicación a través del espacio y el tiempo.