Columna de Matías Rivas: Nostalgia
Las fotos polaroid de Andréi Tarkovski me conectan con esa sensación: una especie de variante de la tristeza, una soledad por lo que se fue, el transcurso del tiempo impregnado en colores, escenas y figuras.
Intuyo que la nostalgia nos asedia. Llegará un punto de saturación del encierro, anhelaremos el mundo anterior a la peste. Ese deseo aún no es explícito. Veo que cada uno intenta sobrevivir sin extrañar el pasado. Hasta ahora no escucho que se comente qué fue lo último que se hizo previo al uso de las mascarillas. Oigo escasas demandas del tiempo en que uno podía caminar por las calles improvisando el destino. Quizá la necesidad y la premura son tan fuertes que no hay espacio para los recuerdos. O el cansancio ha licuado la imaginación.
Algunos profetas aseguran que nada volverá a ser como antes. Dan por cerrada una etapa sin añorarla. ¿Habrá sido tan nefasta? La verdad, no creo que peor que otros períodos. El futuro se ve oscuro. Además, desconfío de las tesis rotundas que niegan el espesor de la historia, la contradicción como una cuestión ineludible y las variables ocultas que nos determinan.
La nostalgia es una disposición del carácter. Quedarse pegado mirando sin ver, ya que en rigor se está rememorando, es un estado frecuente. Las evocaciones fortuitas aparecen sin consulta: conversaciones íntimas, saludos con risas, pasillos de gente tomando café, salas de cine, parejas besándose en los parques, lanzamientos de libros y exposiciones llenas de murmullos, abrazos tras una puerta. Entre placer y angustia, esta emoción es imposible de reprimir. La puede gatillar la luz, un reflejo, ciertas horas, objetos. Las fotos polaroid de Andréi Tarkovski (como la que ilustra esta columna) me conectan con esa sensación: una especie de variante de la tristeza, una soledad por lo que se fue, el transcurso del tiempo impregnado en colores, escenas y figuras. Las prefiero a sus películas, en las que el discurso anula las emociones.
El suizo Johannes Hofer acuñó el término nostalgia. Utilizó esta palabra en su tesis médica escrita en 1688. Con ella se refiere a “el mal de corazón” que sufrían los soldados suizos que estaban peleando en el extranjero. Suponía Hofer que solo algunos pueblos eran capaces de producir este efecto en sus ciudadanos. El exilio es, probablemente, el incentivo que permite trasformar en mito el lugar del que se está irremediablemente lejos. Ovidio escribió libros de cartas al Emperador pidiendo volver a Roma. Son epístolas marcadas por la desolación del destierro.
Al parecer, algunos chilenos, no siente tal angustia. En los diarios de Raúl Ruiz la añoranza es analizada con suspicacia, al igual que las costumbres, la picardía y el lenguaje nacional. Roberto Matta, en sus conversaciones, se muestra feliz de su distancia respecto de sus orígenes. Ambos creen que huir les permitió convertirse en artistas. José Donoso, en cambio, expone un vínculo ambiguo, que oscila entre el desprecio y la preocupación. Como escritor depende de su memoria y su lengua madre. A la vez quiere ser famoso. El obsceno pájaro de la noche es un ejemplo superior de su tormento. Fue escrita con dolor físico, al borde de la locura, sin placer, con la ambición de instalarse en las raíces y, a la vez, enganchar con la tendencia del realismo mágico. El resultado es una obra compleja, que dilucida el inconsciente colectivo y cala en nuestra idiosincrasia desde el delirio. Afuera sorprendió por el universo grotesco y queer que expone. Recibió otra lectura. Carlos Fuentes dijo que se trataba del libro más experimental y raro del “boom” latinoamericano.
Roberto Bolaño es un caso todavía más enigmático. El Chile que sale en sus narraciones se limita a su experiencia singular, a un trauma, y a su preocupación por la tradición poética. Siempre fue un crítico que operó con resentimiento. Jamás, eso sí, opinó de política ni de la trama social. Su prosa está impregnada de giros españoles. No hay huellas del habla chilena en Bolaño. Es un autor deliberadamente desarraigado, a la intemperie. En Nocturno de Chile abundan los estereotipos, escasean las descripciones. Relata historias chilenas, no desde dentro como Donoso, sino que su visión está acotada a la perspectiva del extranjero. En Los detectives salvajes ocurre lo opuesto: los personajes están vivos gracias al manejo del mexicano y las imágenes que proyecta del DF son cinematográficas, inolvidables, específicas.
Lo que sí genera nostalgia es el paisaje. En Gabriela Mistral está presente el norte en cartas y poemas, lo mismo que en los escritos autobiográficos de Luis Oyarzún donde los bosques y las plantas poseen un protagonismo equivalente a sus amigos. Jorge Teillier hizo una poética del sur, la Frontera, la provincia. Elaboró una ficción basada en su experiencia y lecturas. Creó una edad de oro, un paraíso romántico al que invocar. Sus versos son tenues y seductores: “Cuando todos se vayan a otros planetas / yo quedaré en la ciudad abandonada / bebiendo un último vaso de cerveza, / y luego volveré al pueblo donde siempre regreso / como el borracho a la taberna / y el niño a cabalgar / en el balancín roto. Y en el pueblo no tendré nada que hacer, / sino echarme luciérnagas a los bolsillos / o caminar a orillas de rieles oxidados / o sentarme en el roído mostrador de un almacén / para hablar con antiguos compañeros de escuela”.
La melancolía y la nostalgia son palabras cuyos significados se han ido acercando. Acompañan en situaciones de aislamiento. Incomodan el ánimo, detonan la inspiración, definen personalidades. Han resistido siglos de interpretaciones. Los antiguos las consideraban enfermedades espirituales que provenían de los humores del organismo. Los isabelinos la veían como una moda afectada. Mark Fisher sostenían que eran un estigma del poscapitalismo.
La libertad y el cuerpo son las primeras víctimas del miedo y riesgo que nos acosan. Hacer el duelo, acordarse de cuando nos movíamos sin restricciones, sentir la pérdida, es una posibilidad.
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