Byung-Chul Han piensa la muerte en su nuevo libro: “No hay nada que decirle al moribundo”
El surcoreano, en su flamante volumen Caras de la muerte, reflexiona sobre el fin de la vida, y la plantea como algo estrictamente individual. “La muerte vela por la soledad del ser sí mismo, de la autorreferencia", por eso, asegura que lo ideal es que en las sociedades no se practiquen mayores rituales a los moribundos más que el silencio. "Toda palabra amorosa frente al morir del otro lo distraerá de su soledad fundamental, la única en la que sería posible su muerte propia".
Con el sugerente título Caras de la muerte, el filósofo Byung-Chul Han reflexiona en su nuevo libro sobre el fin de la vida, a través de las vivencias de otros autores.
El surcoreano reflexiona que, en la sociedad actual, hay una permanente tranquilzación en torno al tema. “El encubridor esquivamiento de la muerte domina tan tenazmente la cotidianidad que, con frecuencia en el convivir, las “personas cercanas” se esfuerzan todavía por persuadir al “moribundo” de que se librará de la muerte y de que en breve podrá volver nuevamente a la apacible cotidianidad del mundo de sus ocupaciones”, dice Han.
“Este género de ‘solicitud’ piensa incluso ‘consolar’ de esta manera al ‘moribundo’. Quiere reintegrarlo a la existencia ayudándole a encubrir todavía hasta el final su más propia e irrespectiva posibilidad de ser. El uno procura de esta manera una permanente tranquilización respecto de la muerte”, agrega.
Por eso, Han señala que lo ideal frente a alguien que muere, es simplemente mejor no hablar. “En realidad, no hay nada que decirle al moribundo. En este sentido, morir sería algo aporético. Lo único que sería posible hacer para cumplir con el coestar auténtico sería el apremiante guardar silencio, el callado requerimiento al otro moribundo de resolverse a su “poder ser más propio”. Esto sería todo el contenido del coestar auténtico. Todo lo demás cae en la categoría de la inautenticidad”.
“Toda palabra amorosa frente al morir del otro lo distraerá de su soledad fundamental, la única en la que sería posible su muerte propia -añade sobre lo mismo-. Quizá el amor consistiría innegablemente en esta distracción. Hablar pese a todo, justo en ese momento en que en realidad no hay nada que decir: este “pese a todo” sería quizá lo humano, que no sería ni el coestar auténtico ni el inauténtico. Daría a la muerte una referencia que no se podría explicar únicamente desde la “asistencia que se preocupa”. Lo humano consistiría en poder compartir la muerte. Lo humano compartiría la muerte, compartiría al individuo”.
Por eso, Han que lo ideal es asumir la muerte pensándola en su dimensión. “Asumir la muerte en la conciencia no significa solo tomar nota de la muerte. No solo se exige pensar en la muerte, sino un pensar que recorra la muerte, que se arrime a ella, estar dispuestos a que sea la muerte la que nos dé el pensar. Asumir la muerte en la conciencia no consiste solo en asignar a la muerte, generosa o magnánimamente, un sitio en la conciencia, de modo que la muerte pase a ser un contenido de la conciencia mientras la conciencia misma se mantiene incólume en su forma anterior. Más bien sucede que la muerte hace que se tambalee la imagen que la conciencia tiene de sí misma. Con la experiencia del horror, la conciencia entra en contacto con lo distinto de ella misma”.
Una cosa individual
Además, Han se aferra al clásico de Heidegger, Ser y tiempo, para afirmar que la muerte es intransferible, y más aún solitaria. “Es indivisible, como el individuo. Siempre es la mía. Mi muerte es insondablemente solitaria. La soledad de mi muerte es la de una autorreferencia absoluta. La condición de posibilidad de mi muerte es un total desligamiento de toda referencia, de toda relación con el otro”.
De esa forma, Han sostiene que el fin de la vida es algo propio. “La muerte vela por la soledad del ser sí mismo, de la autorreferencia. ¿En qué consistiría —si podemos decirlo así— una fuerza ética, una relevancia ética de la muerte concebida de esta manera, en la que cada uno solo se mirara a sí mismo, aislado en sí mismo, totalmente desligado del otro y absorto únicamente en sí mismo? ¿Acaso con su “falta de referencia” no excluye toda relevancia ética? ¿Hasta qué punto puede ser la muerte, o mi muerte, éticamente relevante? ¿Es pensable un estar vuelto hacia la muerte que no desemboque en la “falta de referencia”, sino que establezca por primera vez una referencia? ¿Hasta qué punto cabe esperar de la muerte un impulso ético?”.
Por eso, para Han -afirmándose en Heidegger-, “la muerte del otro cumple la única función de proporcionarme la certeza objetiva de mi propia muerte: Tanto más se nos impone entonces la muerte de los otros. Así un llegar de la existencia a su fin resulta ‘objetivamente’ accesible. La existencia puede lograr, ya que ella es por esencia un coestar con los otros, una experiencia de la muerte. Este darse ‘objetivo’ de la muerte deberá posibilitar también una delimitación ontológica de la integridad de la existencia”.
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