Las luces del puerto le parecían luciérnagas. Desde la cubierta del Winnipeg, Roser Bru evocó un enjambre luminoso cuando el barco entró a la bahía de Valparaíso, la noche del 2 de septiembre de 1939. Entonces ella tenía 16 años y era una más entre los dos mil refugiados de la Guerra Civil Española. Traía una maleta, un libro sobre los impresionistas y un universo de imágenes que tomarían forma en sus pinturas y grabados: Goya, Velázquez, Federico García Lorca, Miguel Hernández.

Nacida en Barcelona en 1923, Roser Bru falleció ayer en Santiago a los 98 años. La artista desarrolló su vida y su obra en Chile pero sin despegarse de sus raíces. “Cada uno se las arregló con estas dos tierras de las que estamos hechos”, escribió en 1989, para los 50 años del viaje humanitario organizado por Pablo Neruda. “Pero aprendimos a pertenecer. Fue un ‘descubrimiento’ de América al revés y sin vencedores. Pura generosidad”, afirmó.

En cierto modo, la obra de Roser Bru se volvería un puente entre ambas orillas, así como una memoria visual, sensible y sofisticada sobre los exilios y los quiebres de la historia. Ella lo vivió dos veces: cuando tenía cuatro años su padre tuvo que exiliarse en Francia por motivos políticos. Una vez de regreso en Cataluña, cuando su padre era diputado de izquierda, la Guerra Civil empujó a la familia a los Pirineos rumbo a un campo de refugiados en Montpellier.

“En Francia estábamos en la más grande ignorancia de lo que era Chile. Unos decían ‘hay terremotos’, otros ‘no llueve mucho’, y hubo una francesa que aseguró ‘ils sont touts des noirs’”, recordó.

En Santiago pintó vajillas, botones y cajas de chocolates para ayudar a la economía familiar, mientras estudiaba como alumna libre en la Escuela de Bellas Artes, guiada por maestros como Pablo Burchard e Israel Roa. Hacia 1947 se unió al Grupo de Estudiantes Plásticos que lideraba José Balmes, también pasajero del Winnipeg, y que frecuentaban Gracia Barrios, Guillermo Núñez, Juan Egenau y Gustavo Poblete.

Roser Bru en su taller en los años 90.

Vinculada desde entonces con la generación del 50, que introdujo el informalismo y la abstracción a la pintura local, Roser Bru se integró en 1957 al Taller 99 fundado por Nemesio Antúnez en su casa de Guardia Vieja 99. Allí adquirió las técnicas del grabado, una de los formatos que exploró extensamente.

De sus inicios más vinculados al informalismo, con la influencia de Antoni Tàpies, pronto se abrió paso a la neofiguración, un estilo donde las figuras adoptan formas imprecisas, sugeridas y delineadas por su sensibilidad. “Parece que soy figurativa, pero otra figuración. No es ser figurativo como si te hiciera a ti una cosa, se puede parecer pero a partir de mí. Entonces te daría otra mirada, distinta a ti”, decía.

De esta forma en sus telas y grabados aparecieron las mujeres, “como un acertijo de la feminidad”, según Enrique Lihn, y personajes como Frida Kahlo, Franz Kafka, Arthur Rimbaud y Virginia Woolf, como salidos de la niebla. Junto a ellos, trabajó en torno a la obra de Goya y dedicó una serie en homenaje a Las meninas de Velázquez.

Kafka por Roser Bru.

Si bien no terminó su educación formal, Roser Bru era una ferviente lectora y coleccionaba frases que adquirían nueva dimensión en su obra: “Yo soy un otro”, de Rimbaud; “Vivir es vivir en libertad condicional”, de Kafka, o “Emprender el combate como si el combate sirviera” de Marguerite Yourcenar eran algunas de sus citas favoritas.

“En general, todo empieza por el pensamiento, por la cabeza”, decía. Su gran fuente de inspiración se encontraba allí, en su imaginación, y a veces las ideas visuales nacían con tal fuerza que pasaba directo a la tela, sin bosquejos previos. Pero en ese proceso se mantenía muy atenta porque “las obras mismas te dan ideas”, afirmaba.

El drama del exilio y el golpe militar se comunicaban en su obra. “Según mis circunstancias, he trabajado obsesivamente algunas fotografías: la del Momento de la muerte de un miliciano, año 1936 en España, de Robert Capa. Está allí la muerte y también mi vida. La retomo en 1973, en Chile”, escribió.

Roser Bru trabajó sobre la fotografía de Robert Capa de un miliciano muerto.

Con distintos aspectos, técnicas y formatos, un tema que atraviesa su creación es la experiencia del dolor colectivo. “La pintura, el dibujo y el grabado han sido el campo en que despliega cada vez una meditación y contemplación del dolor humano, siempre la misma y a la vez siempre diversa”, anotó Adriana Valdés. “Como si el dolor humano fuera un largo trabajo que no se completara nunca, y que nunca pudiera pensarse del todo. O como si ese dolor fuera el punto terrible que no puede dejar de tocarse, por mucho que tocarlo duela. La intensidad del dolor sobrepasa una y otra vez la capacidad de pensarlo – o de pintarlo, de lanzarlo hacia afuera en imágenes visuales. Las imágenes son múltiples, vienen en series, porque ninguna agota la contemplación del dolor; porque ninguna basta como gesto de piedad – o de salvación, quién sabe, o de catarsis”, agregó.

Escritura visual

Académica en la Escuela de Arte de la UC entre 1964 y 1968, Roser Bru formó a las primeras generaciones de artistas de esa casa de estudios. También compartió su experiencia y oficio en el Taller 99, al que acudía semanalmente.

En los años 80 la artista trabajó la ausencia y el duelo -los desaparecidos- a partir de fotografías, diarios y fotocopias. “El Morir es cierto o bien La pre-muerte es la doble circunstancia de mi vida que resuena: infancia catalana en Barcelona de la República. Guerra civil. Exilio. Descubrimiento de América, la diáspora lenta. Aprender otra tierra –la otra tierra–. Está la inesperada fecha de 1973 en Chile, lo ya vivido antes. El quiebre, la pertenencia”, escribió.

“Su trabajo expresa una notable identidad y ha sido capaz de irradiar a un grupo generacional, formando junto a ella un verdadero taller, que ha hecho escuela en el país y que siempre, activamente, busca difundir su trabajo en la comunidad”, dijo el jurado que le otorgó el Premio Nacional de Arte en 2015.

Tras aquella distinción, la artista sufrió un infarto cerebrovascular que la dejó inmovilizada. Gracias a la kinesiología recuperó la movilidad, pero sus últimos años estuvieron determinados por las secuelas del accidente.

Lentamente volvió a tomar el pincel y con la ayuda de su nieta, la actriz Amalá Saint-Pierre, recuperó fragmentos de su historia. De esa manera nació el proyecto Bru o el exilio de la memoria, estrenado en 2019 en el GAM. El montaje se estructura en torno a cinco pinturas y un textil que la artista elaboró para el edificio UNCTAD III, actual GAM, y que desapareció en dictadura.

El mismo año Claudia Campaña estrenó la muestra Roser Bru, un gesto de simetría, que reunía 30 dibujos inéditos en torno a Las meninas de Velázquez. La muestra encontró una versión impresa en un libro publicado por Metales Pesados.

Parte del trabajo de Roser Bru en torno Las meninas de Velázquez.

Académica de la Escuela de Arte UC, Claudia Campaña recuerda aquel proyecto como un privilegio “porque ello me permitió no solo entender en profundidad su trabajo sino que conocer su persona cálida, generosa, risueña, lúcida y energética. Era una mujer vital y de extraordinaria memoria. Conversamos muchos años por largas horas e incluso me dejó verla en plena acción; o sea, desarrollando su espontaneidad creativa, fui testigo de la génesis y producción de varias de sus pinturas”.

Reconocida con numerosas distinciones, su obra se encuentra en colecciones chilenas e internacionales, en museos como el MoMA de Nueva York, el Reina Sofía de Madrid y el Macba de Barcelona, el Museo Nacional de Bellas Artes y el Museo de Arte Contemporáneo en Chile.

Para Rosa Droguett, académica del Instituto de Estética UC, “hay un gesto gráfico insoslayable en Roser, es una suerte de escritura visual. En ese ámbito de la poesía visual de los 60 en Chile, ella tiene un lugar: es un gesto gráfico de visualidad escrita. Sus marcas, sus líneas, su decisión de establecer diálogos entre rostros en distintas capas y planos, hay allí una fuerza discursiva, una voz. Ella proponía un sistema visual como un manifiesto”.

Ciertamente, su condición de refugiada de la Guerra Civil Española definió su vida y obra. Así, como dice Rosa Droguett, “no pudo no ser una voz crítica de las violaciones a los DD.HH. Ella llegó en el Winnipeg como inmigrante, sobreviviendo a un horror. Roser asume ese toque sensible de la desarraigada, pero profundamente fuerte. Nunca dejó de ser esa viajera”.

Una viajera que imaginó un manto de luciérnagas sobre los cerros de Valparaíso, una lejana noche de 1939.