Lo encontraron bajo una parra, cubierto con las verdes hojas de una estera. Seguro esperaba que el vegetal lo protegiera de un destino inevitable. Pero aquello no bastó. Azuzado por la recompensa de 500 pesos de oro a quien lo delatase, un muchacho ya había indicado su ubicación.
Tomás de Figueroa fue sacado desde el interior del convento de Santo Domingo. Lo habían buscado en ese mismo lugar un rato antes, sin hallarlo, pero gracias al dato del mozuelo lograron su captura. Horas antes, al amanecer del otoñal 1 de abril de 1811, el coronel Figueroa había liderado en la Plaza de Armas de Santiago un alzamiento realista en pos de impedir la elección de diputados para el primer Congreso Nacional, el cual fracasó estrepitosamente. A la primera descarga de los cañones del ejército patriota, los sublevados simplemente huyeron. Al oficial no le quedó más remedio que arrancar, dejando abandonadas sus armas y la chaqueta de su uniforme.
A la cabeza del grupo que aprisionó a Figueroa estaba Juan Martínez de Rozas, un hombre de acción. Personalmente dirigió las fuerzas patriotas en la Plaza, y luego, voz en cuello, recorrió las calles de la capital ofreciendo una recompensa por quien diera con el paradero del coronel español. Luego, se aseguró que la sentencia no fuese otra que el fusilamiento, el cual se ejecutó a la madrugada siguiente, en la celda del prisionero, previa confesión con el fraile de la Buena Muerte, Camilo Henríquez.
Lo que defendía Martínez de Rozas no era menor. Ya con la Junta de gobierno funcionando desde septiembre del año anterior, el nacido en Mendoza había asumido como presidente interino tras la muerte de Mateo de Toro y Zambrano, en febrero de 1811. Desde ahí, abogó por una idea más audaz.
“Martínez fue el impulsor de la creación del Congreso -explica a Culto el historiador Cristián Guerrero Lira, académico de la U. de Chile-. Cuando se formó la Junta gubernativa del reino se pensó en hacerla más amplia y representativa de los distintos centros poblados de Chile. Mal que mal solo representaba a los vecinos de Santiago que le habían dado vida y no se podía ignorar a los del resto del país. En ese tránsito de una suerte de Junta más amplia a la idea de convocar a un Congreso, Martínez jugó un rol determinante, venciendo las resistencias del resto de los miembros de la Junta”.
La idea del Congreso ya se venía discutiendo desde 1810. De hecho, la proclama en que se le convoca se firmó en diciembre de ese año. Sin embargo, tras la asunción de Martínez de Rozas, este aceleró los pasos para que se concretase.
El sorpresivo voto afrodescendiente
El 30 de abril vio llegar a Santiago a los diputados electos del resto del país, esperando ya iniciar las sesiones del flamante Congreso. Pero se encontraron con un detalle: la capital no tenía diputados.
Pasó que el motín de Figueroa obligó a postergar los comicios de diputados en Santiago para el 6 de mayo. Ante esto, el resto de los congresales del país simplemente debió ponerse a esperar el día de la votación, y acto seguido, que se fijara el día de inicio de las sesiones del organismo.
Así, desde las 7 de la mañana, hasta el mediodía, en el patio del antiguo palacio de los gobernadores de Chile (hoy, el edificio de Correos, en la Plaza de Armas), se colocaron seis mesas para recibir los votos.
¿Quiénes podían votar? Solo hombres, mayores de 25 años, y que tuviesen “alguna consideración”. Este último punto era bastante ambiguo, y la convocatoria lo explicaba así: “Tienen derecho de elegir, y concurrir a la elección todos los individuos que por su fortuna, empleos, talentos, o calidad gozan de alguna consideración en los partidos en que residen, siendo vecinos, y mayores de veinticinco años, lo tienen igualmente los eclesiásticos seculares, los curas, los subdelegados y militares”.
Además, eso no bastaba. Los votantes autorizados eran quienes habían sido invitados mediante esquelas por los respectivos cabildos. En Santiago, se repartieron 900 invitaciones, según señala Diego Barros Arana en su Historia general de Chile.
Sin embargo, la convocatoria también fijaba a quienes no podían sufragar: “No tienen derecho a asistir a las elecciones los extranjeros, los fallidos, los que no son vecinos, los procesados por delitos, los que hayan sufrido pena infamatoria, y los deudores a la Real Hacienda”.
Sin nombrarlas, también se excluía totalmente a las mujeres, un contraste brutal con la paridad que se consagrará en los integrantes de la Convención Constitucional.
Al no haber registros electorales, el modo de “validar” el voto de una persona -según consigna Diego Barros Arana- era que al momento de presentarse, el votante simplemente mostraba la esquela de la invitación que se le había hecho para participar.
A diferencia de lo ocurrido el 1 de abril, las elecciones transcurrieron con normalidad, hasta que ocurrió un hecho llamativo. Los oficiales del batallón de pardos -o sea, los negros- pidieron votar. A ellos no se les había entregado esquelas y la situación generó dudas en los miembros presentes del cabildo de Santiago. Sin embargo, tras un tira y afloja, se accedió a que votaran.
¿Quiénes eran estos afrodescendientes? “En el caso de las milicias chilenas y específicamente las que prestaban servicio en Santiago, sus oficiales son afros (negros, mulatos o zambos), generalmente comerciantes o maestros de oficio con un buen pasar económico en general, y cuya participación militar les suma prestigio, contactos y suma a su postura de buenos vasallos”, explica a Culto el historiador Hugo Contreras Cruces, profesor de la Universidad de Tarapacá.
Estas milicias de negros estaban arraigadas en la sociedad colonial. “Existían en América prácticamente desde el siglo XVI. En Lima, por ejemplo, las primeras compañías se forman en 1615, mientras que en Chile ya se identifica una de ellas para mitades del siglo XVII y ya desde el siglo XVIII con un servicio continuo y que va a terminar dando paso al Batallón de Infantes de la Patria durante el proceso de independencia”, añade Contreras Cruces.
El historiador añade que estos batallones eran formados por hombres libres. “Estas tropas se forman por la obligación de todo vasallo de defender a la monarquía. Son siempre compuestas por hombres libres, no por esclavos (tenían prohibido el uso de armas), y forman parte de lo que llamaríamos cuerpos cívicos, es decir, no son soldados profesionales”.
Si por otra razón hizo historia esa otoñal jornada de mayo, fue por quebrar una pieza en la estantería del antiguo régimen; en Chile, los afrodescendientes nunca habían participado como grupo en la elección de una autoridad gubernamental. “No hay antecedentes de aquello a nivel político -asegura Contreras Cruces-. Solo en las votaciones de instituciones como las cofradías, en que se elegían los mayordomos”.
¿Influencia de EE.UU?
La fecha para la instalación del Congreso quedó establecida para el 4 de julio de 1811. De inmediato se hace notar la coincidencia con el aniversario de la firma de la declaración de Independencia de Estados Unidos -ocurrida 34 años antes-, pero en rigor, se trató más bien de un infortunio -muy a la chilena- provocado por las lluvias que se dejaron caer sobre la capital en ese otoño.
“Siempre se ha destacado esa coincidencia, pero resulta que el salón a ocupar en el palacio de la Real Audiencia, es decir el edificio donde hoy funciona el Museo Histórico, tenía goteras y debió refaccionarse”, explica Guerrero Lira.
Los expertos marcan otra referencia: detallan que en ese primer Congreso no existía un ánimo de ruptura, como el que movió a los encopetados norteamericanos. “En los discursos inaugurales -pronunciados por Camilo Henríquez, Juan Martínez de Rozas y Juan Antonio Ovalle-, que fijaron la hoja de ruta de las deliberaciones, el marco político aún seguía siendo la monarquía y el concepto de independencia estuvo ausente”, detalla el historiador y académico de la USS, Gabriel Cid.
Cid explica que el influjo norteamericano sobre el proceso chileno fue posterior. “Solo hay evidencias fuertes de este modelo en el caso con la influencia de Joel R. Poinsett -primer cónsul de EE.UU en Chile- en la figura de José Miguel Carrera. En cualquier caso, la admiración por el modelo norteamericano sería explícita recién en la década de 1820”.
De todas formas, las ideas fluían más rápido y ya se discutían en la incipiente opinión pública. Un personaje clave en ello era Henríquez, que en los años siguientes aumentaría su presencia en el debate público como figura central de los primeros periódicos nacionales. “El interés por la revolución independentista estadounidense se puede apreciar fácilmente en la Aurora de Chile y en el Monitor Araucano y más precisamente en los escritos y traducciones de Camilo Henríquez, donde destacaba el pensamiento de Jefferson y Washington”, explica Guerrero Lira.
Una misa, un juramento y un estruendo
El indiscutible rol protagónico de la religión católica en aquella época se notó en la ceremonia de instalación. A las diez de la mañana del cuatro de julio, los diputados, más las autoridades civiles y militares, asistieron a misa en la Catedral de Santiago. Allí escucharon el sermón de Fray Camilo Henríquez, y luego, un representante de la Junta de gobierno -en el poder desde el cabildo abierto de 1810- les tomó juramento. Al salir, los saludó el estruendo de las salvas de artillería lanzadas por los regimientos apostados en la Plaza de Armas; entre estos, el batallón de pardos.
La sesión se inauguró en un salón del edificio de la Real Audiencia (el actual Museo Histórico Nacional) refaccionado para la ocasión; se blanquearon las paredes con cal, fue retirado el retrato del Rey y hasta un crucifijo tamaño natural que colgaba en una pared.
Vestidos con su ceñido atuendo de pantalón, levita y chaleco -al estilo Imperio-, los diputados escucharon al anfitrión, Juan Martínez de Rozas. El azar le permitió abrir la reunión como máximo representante de la Junta de gobierno; el titular, Fernando Márquez de la Plata, estaba enfermo y no pudo ir.
Pero la Junta dio paso al Congreso, formado por una sola cámara. El primero en asumir el mando fue el más veterano entre los 41 diputados, el abogado Juan Antonio Ovalle, que pasaba los sesenta años. Fue confirmado por votación al día siguiente. A la sesión también asistieron algunos congresistas suplentes elegidos como reemplazos ante cualquier infortunio del titular. Como un guiño de la historia, uno de ellos, José Manuel Lecaros Alcalde -elegido por Santiago-, tendrá un descendiente por línea materna en la actual Convención Constituyente: Hernán Larraín Matte.
La jornada terminó con fuegos artificiales en la ciudad. Entre los ventanales de la torre del edificio de la Real Audiencia, acaso uno de los símbolos del poder colonial, se colgó un lienzo. “¡Viva el supremo Congreso Nacional!”, decía.
Los tres tercios de 1811: realistas, moderados y exaltados
Aunque eran hombres venidos desde las provincias del Reino de Chile, en rigor, los primeros diputados tenían más de un asunto en común. “Las fortunas y el ascendiente social fueron criterios básicos para la elección de los integrantes del Congreso, cuestión que obedecía a las cualidades estimadas en una sociedad -no lo olvidemos- profundamente aristocrática”, explica Gabriel Cid.
El historiador detalla que entre estos había “clérigos, militares de alta graduación, miembros de la burocracia local, académicos”. Y por supuesto, la aristocracia de la capital. “Juan Agustín Alcalde, uno de los diputados por Santiago era IV Conde de Quinta Alegre; José de la Cerda de Santiago Concha era miembro de una familia con mayorazgo; el diputado por Concepción Andrés Alcázar y Díez de Navarrete también poseía títulos nobiliarios: IV Conde de la Marquina -agrega Cid-. Las grandes fortunas vinculadas al comercio, como el caso de Agustín de Eyzaguirre, o la minería, como el del diputado por Copiapó Juan José Echeverría, completan este panorama”.
“La verdad es que la representación de los congresistas respondía a lo que en la época se consideraba que era el pueblo, concepción bastante alejada de la actual”, explica Guerrero Lira.
Un punto que marcaba una diferencia era cuán lejos querían llevar el proceso. Así, a la manera de la Revolución Francesa, se articularon tres bandos: realistas, moderados y exaltados.
“Los realistas apuntan a tratar de mantener el statu quo, no tenían alternativa -detalla Guerrero Lira-. Los moderados eran reformistas y autonomistas, pero no tan revolucionarios como para aspirar a la independencia y salir de la monarquía. Los radicales, a hacer una revolución que no estaba muy claramente definida en sus propuestas, pero por lo pronto aspiraban a tener mayor participación popular (pueblo entendido como grupo dirigente) y una amplia autonomía respecto de los gobiernos transitorios españoles. Quizás varios ya pensaban en iniciar un camino independentista”.
Entre estos últimos, se destacan algunos nombres como Manuel de Salas, José Miguel Infante, y Bernardo O’Higgins.
Los diputados fueron elegidos en proporción a los habitantes de los 25 partidos en que fue dividido el país de entonces. Por ello, ciudades como Talca, Chillán, San Fernando y Coquimbo tenían dos diputados. Las que tuvieron más presencia fueron Concepción, con tres, y Santiago, con seis.
¿Hubo alguna relación entre los bandos y zona geográfica? “Existía un grupo de congresales más radicalizados que, por lo general, provenían de la provincia de Concepción. Curiosamente los diputados de la ciudad de Concepción eran más bien realistas y de hecho después fueron cambiados -explica Guerrero Lira-. Y había un grupo más bien moderado que se centraba en Santiago. Este último grupo podía enlazar sus posiciones con los pocos realistas que fueron electos y así controlar por mayoría a la corporación”.
Pero, tal como ocurrió en otras nacientes repúblicas latinoamericanas, el Congreso no estuvo ajeno a las tensiones entre la capital y las provincias. “En enero de 1811 el Cabildo de Santiago decidió unilateralmente duplicar su representación, aspirando a poseer doce diputados -detalla Gabriel Cid-. Fue criticado al punto que significó la renuncia de todos los diputados de los partidos del sur al Congreso, iniciándose así la tensa relación de Santiago contra Concepción que a inicios de 1812 escaló hasta casi llegar al enfrentamiento armado”.
El diputado O’Higgins
Los Ángeles solo tuvo un diputado, y ese puesto lo ocupó alguien que ganaría cada vez notoriedad: Bernardo O’Higgins, entonces, un hacendado de la zona muy cercano a Martínez de Rozas, quien decidió dejar su tierra y participar del Congreso. “O’Higgins fue elegido diputado por aclamación y fue uno de aquellos más radicalizados representantes de la provincia de Concepción”, señala Guerrero Lira.
¿Cómo fue su rol como diputado? Guerrero Lira entrega un dato revelador: “No tenía mucha fe en lo que pudiese resultar del Congreso. Siempre fue un hombre de carácter práctico y ello se notó en una carta que dirigió a Juan Mackenna en enero de 1811 en la que le decía que le parecía ‘indudable que el primer congreso de Chile va a dar nuestra de la más pueril ignorancia’ y que habría una cuota importante de insensatez, todo esto derivado de falta de cultura cívica”.
Sin embargo, Guerrero Lira asegura que pese a sus dudas, era partidario de la existencia de la corporación. “En esa misma carta narraba que había conversado con Juan Martínez de Rozas antes de que este viajase a Santiago a incorporarse a la Junta de Gobierno, sobre la necesidad de su existencia y de la declaración de la libertad de comercio”.
Gabriel Cid tiene otra visión del rol de O’Higgins como congresista: “Fue bastante menor y dista de la figuración que adquirió años después. La mayor parte del tiempo estuvo ausente de las deliberaciones por enfermedades como el reumatismo. Adquirió más relevancia como nexo político con la Junta de Concepción que como diputado”.
El Primer Congreso no tuvo un final tan republicano. Tras una serie de golpes de Estado que lo fueron debilitando como organismo, terminaron por provocar su disolución, en diciembre de 1811. Ello ante la emergencia de una figura que sería protagonista en los siguientes años: José Miguel Carrera.