Nostalgia por Ciudad de México: entre Daniel Saldaña e Instituto Mexicano del Sonido
Dos grandes lanzamientos de la temporada miran con nostalgia la gran urbe norteamericana y confluyen en la fascinación por sus contradicciones: el libro Aviones sobrevolando un monstruo y el disco Distrito Federal.
Esto no es un manual para visitantes persiguiendo una postal. “Todo eso es pura mierda. La Ciudad de México es esencialmente fea, más allá de los tres o cuatro barrios donde vive la incipiente clase media”.
Tampoco es lo que quisiera escuchar aquel fascinado con el mejor capítulo reciente de la literatura latinoamericana. “Es fácil idealizar Ciudad de México. Convertirla en un destino turístico para fans de Roberto Bolaño”.
Ni menos es el merchandising multicolor y floreado que se ha vendido en toneladas de cuadros y artesanía en buena parte del continente. “Lo característico de la Ciudad de México no es la combinación de azul y siena de la casa de Frida Kahlo, en Coyoacán, sino el mar de casas grises, sin pintura, con las varillas de construcción expuestas...”.
Esto es la parte inicial de Aviones sobrevolando un monstruo, del escritor mexicano Daniel Saldaña París, un libro que retrata su vida residiendo en distintas latitudes, pero que tiene a Ciudad de México como el refugio donde va y viene, donde entra y sale, donde se forma y se derrumba, donde ambiciona con triunfar pero sólo se empobrece, donde quiere escapar pero al mismo tiempo no puede.
“Esta ciudad es casi como la cocaína, un tipo de estímulo que no necesariamente te hace bien pero que terminas buscando una y otra vez”, comentó Saldaña hace unas semanas en entrevista con Culto, en una sensibilidad similar a aquella difundida por el músico Camilo Lara al promocionar Distrito Federal, el último álbum de su afamado proyecto, el conjunto Instituto Mexicano del Sonido (IMS): “Es un extraño combo. Ciudad de México siempre ha sido un lugar de aplastamientos. Era una bonita laguna hasta que llegaron los aztecas y construyeron pirámides. Luego llegaron los españoles y construyeron encima de las pirámides. Después los mexicanos hicieron todo encima de los españoles. Entonces, la ciudad es un lodazal en una zona súper sísmica. Cuando se cae todo, se destruye todo, es una ciudad acostumbrada a derrumbarse y construirse”, determinó el autor en conversación con el sitio web Gladys Palmera.
Aunque uno es músico y el otro escritor, en algo dialogan: pese a que conocer las vísceras de México, no pueden dejar de sentirse enamorados de su rostro. Por lo pronto, también dialogan con los cientos de artistas que durante décadas han establecido probablemente una de las relaciones más contradictorias alguna vez desarrollada entre creadores culturales y la ciudad donde nacieron/crecieron. Como si sus tonos grises, su aire a tortilla y el peso de su polución fueran parte de un hechizo inexplicable.
“Amo con locura Ciudad de México, sobrevolada muy de cerca por aviones que a veces imagino soltando bombas”, es uno de los remates que Saldaña París subraya en su libro, como si el amor siempre estuviera tironeado por la fricción.
Ya en 1944, el poeta y periodista Efraín Huerta esculpió su Declaración de odio a la Ciudad de México: “Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa/ cada hora más blanda, cada día más brusca”.
La obra de Saldaña y el álbum de IMS están concebidos para muchísimas décadas más tarde, en 2021, y aunque mantienen esa ambivalencia amorosa por CDMX, apuntan un matiz: la gentrificación que ha enfrentado el lugar, propia de los procesos de renovación y crecimiento de los países.
O sea, a esa fascinación en cortocircuito frecuente ahora suma algo incluso más ingobernable: la nostalgia por lo que se esfumó para siempre. Añorar esos rincones ahora reciclados en la modernidad genérica.
Ambos se sitúan en tiempos en que incluso la ciudad tenía otro nombre y no era CDMX, como se rebautizó en 2016, sino que Distrito Federal (D.F.). Ese afán para levantar y derribar expresado por Lara se confirma una vez más.
Saldaña lo focaliza en un espacio más acotado y lo lleva a la colonia Roma, el sitio de la urbe donde empezaron sus anhelos autorales, donde vivía en un pequeño departamento y que “en ese entonces no se había gentrificado hasta los ridículos niveles de hoy en día”, aludiendo a una zona de fachada hipster con cafés boutique y tiendas de vinilos caros.
Quizás la Roma que aún quiere ver tras esa cáscara es, en parte, la que Alfonso Cuarón mostró en su premiada película de 2018, donde la colonia tenía tonalidades sepia y mostraba casas de los años 70 con amplios pasillos, asediadas por vendedores callejeros y niños jugando.
Esa melancolía precisamente por esa clase de calles es la que registra Lara en sus dos primeras canciones del disco Distrito Federal (uno de los mejores de la temporada en Latinoamérica): Se compran y Dios.
En la primera, coge una frase reconocible casi por cualquier chilango y que es parte de los recolectores de fierro viejo que van por la ruta con voz lastimera avisando que “se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendan”. Con una base electrónica hipnótica, el cantante lo declama como un mantra urbano, hasta convertirlo en un loop envolvente y poético.
“Si yo le tuviera que dar el código secreto de la ciudad a alguien, sería ese. La gente lo odia. Quiere dormir y pasa esa camioneta diciendo eso”, describió Lara a Gladys Palmera.
Dios, por su lado, es una apología a la comida callejera de su país: presente en cada esquina, parte de la médula de sus calles, torrencial, ácida y con un carácter único en el planeta. Cómo no amarla. “Si me encontrara a Dios, le pediría unas quesadillas”, parte el tema a ritmo de acordeón y decorados electrónicos, para luego mostrar la contraparte: “Si me encontrara al chamuco (diablo), le pediría el chicharrón”.
Dios y el chamuco al mismo nivel. ¿Es posible que se puedan encontrar en algún lugar? Quizás sólo en Ciudad de México.
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