Como su padre era un cazador de animales que todos los años emprendía viajes de safari y de caza con sus amigos y se jactaba de matar leones, elefantes, pumas, antílopes, jabalíes y venados y regresaba de aquellas matanzas con las cabezas disecadas de los animales que había fulminado sin compasión y colgaba como trofeos de caza esas cabezas en los salones de su casa en el campo, Barclays creció intoxicado por la creencia de que los hombres debían odiar a los animales y matarlos tan pronto como pudiesen.

Como, además, su padre llevaba siempre una pistola al cinto, incluso cuando iba a misa los domingos, y la desenfundaba y disparaba para matar a los perros chuscos que se metían en su casa en el campo, a los gatos callejeros que perseguían el olor de la basura, a las bandadas de palomas que se posaban en el techo de la casa, a las ratas gordas y voraces, a los picaflores y colibríes, a cualquier animal, por indefenso que fuera, que se pusiera en su ojo de cazador impiadoso, Barclays creció pensando que era saludable y hasta deseable matar a esas palomas, a ese picaflor, a ese gato esquivo, sin dueño.

Desde luego resultó inevitable que, cuando Barclays cumplió diez años, su padre lo llevase al club de tiro, le enseñase a disparar armas cortas (pistolas y revólveres, “los revólveres son más confiables, hijo”) y armas largas (carabinas y escopetas, “las escopetas son más seguras, cachorro”) y, cuando ya lo creía capaz de matar sin remordimiento, lo llevara de viaje a los cotos de caza, a los safaris, a las sádicas y pacientes matanzas de animales.

Pero Barclays, niño sensible, levemente afeminado, temeroso de los estruendos y la sangre derramada, no pudo disparar cuando tuvo a un venado en la mira telescópica, como tampoco fue capaz de apretar el gatillo cuando vio a lo lejos a un puma que acabó matando su padre, quien, ofuscado y decepcionado de él, su hijo mayor, le dijo:

-No pareces un macho. No pareces mi hijo. Pareces una señorita. Mejor te meto a clases de bailarina de ballet.

Nunca más fueron juntos de cacería ni de safari. El señor Barclays comprendió que su hijo mayor no había nacido para matar animales. Resignado, educó en esa costumbre despiadada a sus hijos menores, John y Owen, quienes heredaron su pasión por perseguir animales hasta matarlos.

Cuando Barclays se alejó de su país de origen y se afincó en Miami, escapando de su padre, huyendo de su madre, poniéndose a buen recaudo del machismo y la homofobia que lo habían torturado desde niño, se encontró haciendo cosas, en su propia casa, que quizás hubiera hecho su padre, o que le hubiesen dado orgullo a su padre: cuando veía a una de las tantas lagartijas e iguanas que aparecían con la llegada del verano, recogía un coco del jardín y se lo arrojaba, procurando matarla, y se sentía bien cuando en efecto la exterminaba; cuando el gato del vecino entraba en su jardín a buscar comida entre las bolsas y los cubos de basura, abría la manguera y le disparaba potentes chorros de agua, tratando de asustarlo y escarmentarlo; y cuando un pájaro cantarín se posaba en alguno de los árboles de su casa y le perturbaba el sueño o las horas creativas de agonizar escribiendo, sacaba una carabina de perdigones y le disparaba con pulso trémulo, tratando de desplumarlo. Es decir que Barclays, ya lejos de su padre, a miles de kilómetros de él, era todavía un hombre que odiaba a los animales, que no podía entender a las personas que vivían con perros y gatos, que encontraba deleite en aplastar a una iguana con los neumáticos de su camioneta y verla agonizar en el asfalto, despanzurrada.

Sin embargo, cuando su padre enfermó de cáncer, legó a sus hijos menores, John y Owen, y no a él, Jimmy, sus armas cortas y largas, y sus membresías en clubes de tiro y de caza, y las cabezas disecadas de los animales más hermosos que había matado. Una vez más, Barclays sintió que su padre no lo quería, o lo quería menos que a sus hermanos menores, que eran pistoleros y cazadores y le inspiraban cierto orgullo machista.

Todo empezó a cambiar cuando su hermano John Barclays, cazador como su padre, que iba de cacería dos o tres veces al año, principalmente a la Argentina, aunque en ocasiones también al norte del Perú y a ciertos cotos exclusivos de España, y que era un experto matando pumas y venados, tuvo un encuentro traumático con un oso de anteojos, en los Andes peruanos. Al verlo en su punto de mira, un oso grande, gordo, negro, distraído, el rostro con manchas de color café en la frente y alrededor del hocico, un oso solitario que no había advertido la presencia del hombre agazapado que lo mataría, John Barclays le disparó al vientre, sin pensarlo dos veces. El oso dio un alarido terrible, cayó de espaldas, se puso de pie, se llevó las patas delanteras al estómago perforado y salió huyendo de su enemigo. John Barclays lo persiguió, como hacen los cazadores cuando han dejado herida a su presa. El oso corrió un tramo no muy largo, se sentó en una piedra, se llevó las patas a la herida sangrante en el vientre y esperó la muerte con resignación. Al mismo tiempo, John Barclays se acercó a él, dispuesto a matarlo de un segundo disparo, pero lo que vio en el oso de anteojos malherido lo conmovió y paralizó:

-El oso me miraba y lloraba como un ser humano -le dijo John Barclays a su hermano mayor, Jimmy-. Lloraba sentado, se miraba la barriga, veía cómo sangraba y me miraba, como pidiéndome ayuda. No pude dispararle de nuevo, Jimmy. Me acerqué a él, lo vi llorar como una persona y lloré con él, a su lado, hasta que murió.

Muerto el oso que acababa de matar de un modo tan absurdo y cruel, John Barclays se sentó a su lado, lo abrazó, le pidió perdón ya tarde y se prometió que nunca más iría de caza, nunca más mataría un animal. Comprendió que ese oso era noble y sensible, que su vida debió ser respetada. Comprendió que matarlo había sido una estupidez y una crueldad, una vileza y una abyección. Desolado, sintiéndose un bicho malo, John se hizo un par de fotos con el oso de anteojos que había aniquilado, se las mandó a su hermano mayor, Jimmy, y le dijo:

-Viéndolo morir, viéndolo llorar, viendo cómo me miraba, sentí que ese oso era mi amigo, mi hermano, que no era tan diferente a mí.

Desde entonces, John Barclays dejó de matar animales. Desde entonces, Jimmy Barclays, su hermano mayor, el escritor, dejó de arrojar cocos a las lagartijas, de echarle agua al gato del vecino, de pisar con la camioneta a las iguanas pasmadas por el calor.

Ahora, cuando Barclays sale a caminar por la isla en la que vive y se encuentra con una iguana muerta o agonizando, siente una pena profunda, un dolor inexplicable, y se pregunta por qué los humanos son tan estúpidos de encontrar fruición en el acto malsano de matar a un animal que no representa amenaza alguna, de acelerar el auto para pisarlo y verlo morir. Ahora Barclays ha comprendido que la vida animal debe ser respetada con la misma devoción con que debería respetarse la vida humana, que, bien mirada, es solamente otra vida animal. Por eso, cuando Barclays encuentra a una lagartija aplastada o una iguana despanzurrada, la aleja de la pista o la vereda, la esconde entre las plantas y le dedica una mirada de tristeza y compasión. Por eso, Barclays es ahora un hombre que ama a los animales y detesta a los hombres que matan animales por el puro placer de matarlos.

También ha cambiado su mirada a las personas que viven con perros y gatos porque ahora él vive con un perro y una gata y los considera parte de su familia. Antes pensaba que los perros eran sucios, que besarlos en la lengua era un asco, que vivir con ellos era un caos. Antes pensaba que los gatos eran pérfidos, desleales, egoístas en grado sumo.

Hasta que su esposa, sin consultarle, trajo a un cachorrito a la casa y lo llamó Leo, en homenaje a Messi, el futbolista que tantas felicidades les ha dado con sus goles de fantasía. Leo ya tiene tres años y Barclays lo quiere como si fuera su hijo adoptivo. Cuando Barclays come, no duda en compartir su comida con Leo. Cuando duerme, le permite dormir en su cama. Cuando se mete en la piscina, el perro entra tras él.

Como si el amor a Leo fuese insuficiente para educarlo en el cariño a los animales, Barclays ha aprendido a querer también a su gata, que era la gata del vecino, llamada Gatti, como el legendario arquero argentino Hugo “El Loco” Gatti, una gata que abandonó a los vecinos y se mudó a vivir con ellos, los Barclays, quizás porque estos le daban más cariño y mejor comida, quizás porque la esposa de Barclays, Silvia, la carga, la besa, la acaricia y le dice que el suyo es un amor lésbico, feminista e incomprendido, y que Gatti es una señora felina de alta sociedad que los mira a ellos, sus nuevos amigos, que no sus dueños, con un cierto desdén, una cierta superioridad estética, intelectual y moral.

La otra tarde Barclays leyó con admiración una página entera del New York Times, escrita por la crítica literaria Michiko Kakutani, dedicada a un búho llamado Barry, que vivía en el Central Park de Manhattan y había hecho su casa en una cicuta, y que era adorado por los visitantes del parque, quienes admiraban su presencia majestuosa y extravagante y su mirada sabia, y que perdió la vida de madrugada en una colisión con una camioneta de conservación del parque, y cuyo funeral reunió a centenares de caminantes, corredores, ciclistas y observadores de aves, quienes amaban a Barry, el legendario búho de Central Park.

Ahora Barclays comprende que su padre y sus hermanos estaban mal de la cabeza disfrutando de matar elefantes, leones, venados, pumas y osos anteojeros. Ahora comprende que su destino no era matar animales, sino matar literariamente a su padre pistolero y cazador, ser un parricida, exterminarlo en sus textos literarios para escapar de su sombra ominosa. Ahora comprende que no era más hombre, sino peor hombre matando animales, y que la hombría y la ternura no están reñidas, o no deberían estarlo. Ahora comprende que hizo bien en no apretar el gatillo, en dejar vivir al venado.