El juego del calamar: entretenimiento sádico y efectista
La serie más exitosa de Netflix en lo que va del año es un festín gráfico de violencia, muertes y sangre, con aspiraciones artísticas y sociales, pero que terminan perdidas entre un efectismo básico más cercano a un reality show improbable que a una cinta como Parásitos, con la que ha sido comparada por su crítica al capitalismo.
De manera coincidente, la ficción surcoreana ha golpeado recientemente con dos obras que hablan sobre las diferencias de clases, la imposibilidad de la clase baja para salir de la pobreza -a menos que tengan un golpe de suerte- y la sociedad capitalista e híper competitiva. Era de lo que hablaba Parásitos -la primera cinta no hablada en inglés en ganar el Oscar a Mejor Película- y ahora El juego del calamar, la miniserie que se ha convertido en el mayor fenómeno de Netflix en lo que va del año. Ambas han tomado historias particulares, pero dentro de temáticas universales, donde uno puede reconocer paralelos locales.
El juego del calamar es efectiva por la sencillez con la que plantea su historia inicial, por su enganchadora propuesta visual y por su, a menudo, acelerado montaje. Pero también es efectista en cómo cuenta lo que nos quiere contar, con la cámara obsesionada por mostrarnos cada muerte, de modo gráfico y realista, donde a veces unos caminan por sobre los cadáveres de otros con tal de pasar a la siguiente prueba.
El guion, de indisimuladas ambiciones sociales, es interesante cuando profundiza en esos tópicos y colinda con el melodrama y sobre la desesperación de los hombres encerrados. Allí hay materia prima que pudo ser otra cosa, pero que pronto se desbarrancan cuando pierde la fineza y pasa a ser un thriller sangriento parecido a un reality show, cuando muestra las innumerables muertes de los personajes que no logran pasar la serie de juegos infantiles que propone el concurso al que han accedido a los participantes.
A ratos, parece evidente su alarde de morbosidad y ánimo de escandalizar o choquear, pero si lo consigue no es tanto por la violencia gráfica, sino porque busca de eso un divertimento sádico sin más, como suerte de Circo Romano en versión surcoreana. Y, ahí, hay que decirlo con todas sus letras, está a años luz de Parásitos, que se asemejaba a una elegante ópera que parte de a poco, va creciendo y termina en un estallido brutal. Justo cuando los personajes nos importan y se ha desplegado una propuesta contundente.
Quentin Tarantino ha hecho una filmografía en base a películas sobre la violencia, pero el cineasta sabe cómo filmarla, con escenas coreografiadas, mucho humor negro -que las hace más digeribles- y donde siempre se impone el guion y lo que quiere decir a través de ellas. En el slasher, subgénero de terror que hace referencia al “cuchillazo”, más es más, la sangre parece salpicar la pantalla, pero también ahí hay cuotas de humor y mucha propuesta de fondo. La lista es abultada en películas de terror y horror, algunas consiguen mejor que otras retratar la violencia.
En El juego del calamar no hay nada de eso y, francamente, habría que compararla con la saga Saw: más básica y literal, con plot twist bien ubicados en partes de la trama y con un festín de violencia por la violencia, sin una cuota de humor, donde la gran mayoría de las muertes no importan, pero sí el cómo se exhiben, con máxima crueldad. El propósito no parece ir más allá del impacto instantáneo y primitivo.
La miniserie de Netflix, era que no, se ha convertido literalmente en un meme. Y quizás ese sea su mayor logro. Los más chicos la han vuelto su favorita -aunque no debería de ser vista por un menor de 15 años, porque esto no es un videojuego sino una ficción con pretensiones de realismo- y los más grandes la han maratoneado con dedicación -está armada para que eso suceda, con momentos de tensión sobre quién será el próximo muerto, cómo será la prueba con la que se asesinarán a los siguientes o quién está detrás de todo esto-, pese a que cuenta con un protagonista (Seong Gi-hun) que no la hace fácil para que uno empatice: un ludópata que le roba a su madre, que se gasta el dinero del cumpleaños de su hija para apostar, que vive a expensas de prestamistas y que ha caído en un círculo vicioso. El resto de los personajes tiene historias similares, pero en las que se profundiza muy poco, y Gin-hu tendrá un vuelco algo obvio -e inconsistente- que lo redimirá a medias. No lo suficiente como para que realmente importe lo que suceda con él.
Las ideas más atractivas planteadas al inicio de la miniserie quedan en el camino, el interés por ver una profundización más consistente sobre el capitalismo se va perdiendo en una historia que no trasciende tras su visionado y las revelaciones que promete terminan siendo menos sorprendentes de lo que nos han sugerido creer e, incluso, en su recta final el libreto termina contradiciéndose y estirando la cuerda para una posible segunda temporada, que, de realizarse, con seguridad será otro éxito, porque la fórmula de ver a gente sufriendo y muriendo tiene dos mil años y ni la pandemia parece haberla decantado.
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