Se encerró en el Hotel City. Estaba flaco, acelerado, sobregirado. Quería sentir lo que sentía Matías Vicuña, el protagonista de la novela que estaba escribiendo. My life is falling to pieces: en el tema de Faith No More había encontrado el tono para el libro hace meses. Entonces se rapó, igual que su personaje. Era septiembre de 1991 y Alberto Fuguet escribía las últimas escenas de Mala Onda. A punta de Coca-Cola, café y líneas de coca escribió las páginas finales de una novela cargada de insolencia y fragilidad, narrada con frescura y desparpajo, una novela de adolescencia en años de dictadura, rebosante de energía, tristeza y un alma pop.
Lanzada primero en Buenos Aires, Mala Onda salió a la calle en diciembre, y en enero del 92 estuvo en Chile: fue el verano en que una generación leyó: “Estoy en la arena, tumbado, raja, pegoteado por la humedad, sin fuerzas siquiera para arrojarme al mar y flotar un rato hasta desaparecer. Estoy aburrido, lateado: hasta pensar me agota”.
Como la voz de Holden Caufield en El guardián entre el centeno, de Salinger, Mala Onda es la voz de Matías Vicuña; una voz que se mueve entre la rudeza y la vulnerabilidad, rodeado de amigos, carreras en auto, sexo, alcohol, drogas, carretes en Reñaca, pero profundamente solo, en un país sombrío y una familia que se desmorona. Una voz honesta y cautivadora.
Mala onda se empinaba en la lista de los libros más vendidos cuando el cura y crítico Ignacio Valente lo maltrató en El Mercurio. “Grandes serán las tragaderas que necesita un crítico literario, y creo que las mías lo son, pero no llegan a tanto como para terminar esta bazofia”, escribió.
Lapidaria y moralista, la crítica de Valente le dolió a Fuguet. Pero este decidió usarla a su favor: incluyó una frase en nuevas ediciones, que ese año se sucedieron vertiginosamente. Desde entonces, Mala Onda encuentra lectores en cada generación, sobrevivió al naufragio de la Nueva Narrativa y ahora vuelve a librerías en una edición que celebra sus 30 años, como un clásico de los 90.
“Siento que me salvó y me acompañó, luego me ayudó a seguir. Me hizo escritor”, dice Fuguet. La nueva edición rescata la foto que inspiró la portada original y recoge una selección de críticas, entre ellas, claro, la de Valente.
Fuguet había comenzado a trabajar en ella en 1988. Leyó las primeras páginas en su regreso al taller de José Donoso. El autor de Casa de campo lo había mandado para la casa unos años antes: no podía ser que leyera a Bukowski y no conociera a Dostoievski. Ahora Fuguet había sido premiado en un concurso de La Época que tenía en el jurado a Diamela Eltit, y Donoso le propuso volver para trabajar una novela. Luego Antonio Skármeta lo invitó a un taller en el Goethe, y fue gran responsable de su publicación.
Mientras sus compañeros de taller en el Goethe detestaron la voz de Matías Vicuña, Skármeta lo defendió. “Sin Antonio, a lo mejor, el libro hubiera salido 10 años después y autocensurado por mí. A veces siento que todo fue como una conspiración. O quizás Antonio entendió o vio cosas que yo no vi. Con esas reacciones de mis compañeros, casi todas malas y agresivas, lo natural era que yo me quisiera fugar. Por lo demás, sentía que mi lugar era estar escondido. No solo me apoyó en el taller, sino que, de alguna manera, retó a mis compañeros por masacrarme y por no ver, además, me explicó que el libro estaba dentro de una tradición (el Bildungsroman) y que le recordaba un poco a los beats. Lo más trascendental de Antonio es que, sin permiso mío, le pasó el primer capítulo, en 1988, a Ricardo Sabanes, de Planeta. Y Sabanes me llamó y me ofreció un contrato (sin dinero), pero un contrato al final. Me dijo: editemos esto. Le dije: no hay más de dos capítulos. Nos juntamos y eso fue clave. Sentir que alguien, al menos, quería leerlo”, relata.
Por entonces el libro se llamaba El Coyote se comió al Correcaminos. Juan Forn, a quien Fuguet conoció en una charla, le recomendó cambiar el título. Entonces “le puse Mala Onda, entre otras cosas como homenaje a Skármeta, puesto que El entusiasmo era un libro joven acerca de los 60 y, pensé, un libro joven de los 80 no puede evocar felicidad. Siempre la vi como una novela ‘distímica’, depresiva y triste, pero rodeada de luces y locura. Skármeta fue, en ese sentido, el mejor agente que he tenido”, dice. “En la misma semana, en el taller de Donoso, con compañeros mayores, el mismo capítulo gustó mucho. Sentir el apoyo de Donoso y de Skármeta hizo que el odio de los demás fuera casi combustible para seguir”.
Entretanto, Fuguet publicó Sobredosis, y en el Festival de Viña de 1991 armó complicidad con Mike Patton de Faith No More, que dio un show energético y escandaloso (le tocó las nalgas a Vodanovic, lanzó agua con la boca al jurado).
“Cada libro no es solo un libro: es un recuerdo del estado de las cosas de ese momento y, por cierto, del estado-de-mis-cosas en ese preciso momento”, escribió. ¿Cuál era el estado de cosas en el momento de Mala Onda?
Un estado al borde, una mezcla estados. Escindido, sobregirado, triste, suicida, perdido, alterado, caliente, burbujeante, sudado, duro, enojado, asqueado, aterrado y sin ningún salvavidas. Y con un idioma nuevo que deseaba hacerlo mío.
My life is falling to pieces: ¿Por qué Mike Patton fue importante para la novela?
Es una gran canción, decía algo rápido y poético acerca de lo que quería hablar. Adelantaba al libro y la época en que transcurría. Además, utilizaba un inglés que yo deseaba adaptar al español. El idioma chileno del libro tenía que ser creíble, debía ser oral, pero también tener un espesor literario sin que se notara. Cuando conecté con Patton, lo entrevisté y armamos lo que armamos en la Quinta Vergara (él vio la oportunidad de molestar al país, de escandalizarlo, vio cosas que yo ya no veía, quizás por haberme transformado en un local), la novela me regresó al cuerpo. Y quise intentar usar esa electricidad en mi prosa. En febrero de 1991, post Sobredosis, sentía que ya tenía suficiente con publicar y que, a lo mejor, podría escribir una novela impersonal y correcta hacia el final de la década. Pero conocer a Patton, armar entrevistas con él (donde a veces me pauteaba: “Pregúntame de Chile”), el pasar a hablar inglés una semana entera, me hizo reconectar con la novela y ahí supe varias cosas: el epígrafe podría ser “contemporáneo”, a pesar de que todo transcurría en 1980 al son de la música disco. De alguna manera el show de FNM en Viña removió mi miedo y me dio coraje. Volví a Santiago a escribir y a alterar cosas: tanto que incluso Patton pasó a inspirar a un rockero que se vuelve una suerte de gurú para Matías.
¿Cómo recuerda el proceso de escritura?
Partí el 88, creo. Incluso antes. Me sentía más cómodo escribiendo sobre Brasil que de Chile. No tenía referentes de como se escribía un libro chileno sin que se pareciera a los libros que estaban. Sabía que lo único era convocar a Papelucho y hacerlo crecer. El libro chocó con un muro. El plebiscito del 88 fue fundamental, me di cuenta de que no podía ocurrir en el presente, sino que en el pasado. Y aposté por el plebiscito de 1980, influenciado por El huevo de la serpiente, de Bergman, acerca de los inicios del nazismo y, como todos en Alemania, les parecía una gran cosa que los nazis ordenaran el país en los años 20. Ese fue mi bing bang. Lo malo que entremedio apareció Sobredosis y todo se enredó. Después de Viña, el 91, me encerré de una. Más que escribirlo, me sentí un taquígrafo. Conecté con una voz y entré en trance. La verdad es que recuerdo poco, pero fue intenso.
¿Qué dijo Donoso?
Me apoyó mucho. Dijo: este taller nuevo es de novelas. Perfecto, respondí: ando en una novela histórica, ocurre en los 80. Se sorprendió y me comentó: hay mucho material en 1880. Ahí es donde se armó al final la patria. No, no, le digo, es 1980. Igual me aceptó. Y quedó fascinado con una frase que recién ahora entiendo por qué le gustó. En Río, Matías comenta que le da pavor regresar “a la niebla de Chile” y eso lo conquistó. Me dijo: explora más al padre, ese hombre es muy de este nuevo Chile. Le hice caso.
Ud. se rapó, el último capítulo lo escribió entre café, líneas de coca y Coca-Cola. ¿Por qué? ¿Cómo se sentía?
Sí, todo muy intenso, posadolescente. Sicosomático. Tenía que expulsarlo lo más rápido posible, porque un libro así no era bueno ni para la salud mental ni la física. Lo escribí alterado. Igual quería que tuviera algo de la dureza de estar duro. No podía permitirme pensar mucho, me podía arrepentir. Salió del inconsciente y por eso recuerdo poco. Solo me acuerdo de encerrarme en el Hotel City. No he vuelto a escribir así ni lo recomiendo. Creo que lo que necesitaba era buscar protección para no sentir tanto. Era algo así como abrir venas y luego anestesiarse. Ahora a lo más si el día de creación es muy intenso, tomo un Neuroval.
La novela ofrece una mirada cruda de cierta clase alta. ¿No era evidente que podría causar controversia?
Para mí nunca fue un libro crudo o de denuncia. Era casi como una carta a los amigos que perdí en California. Quizás por eso Patton fue clave: so, this is Chile. ¿Qué es esto? Para mí, Mala Onda era el retrato del mundillo que me rodeó en el colegio. Era el país al que llegué. No creo que sea acerca de la clase alta, sino más bien una media alta arribista y aterrada. Un país oprimido por una serie de represiones. Quise hacer una novela política de alguien que despierta, que se da cuenta. Pero fui ingenuo: pensé que gustaría, al menos a la izquierda. No pensé en controversia para nada. Quería un libro que conectara con lectores nuevos, que pudiera sintonizar con chicos y chicas, presentar a un chico que parece zorrón y tonto, pero que es frágil, tierno, inteligente y ve más de la cuenta. Era apostar por la ambigüedad: que no quedara claro todo, empezando por el principio: me parecía predecible saber de inmediato la posición o la mirada del personaje. Es un adolescente y no puede tenerlo todo claro. La confusión y la curiosidad es su motor.
Con todo, la novela tuvo más críticas positivas que negativas, pero para Ud. fue más importante y dolorosa la crítica del cura Valente. ¿Por qué?
¿Por qué crees? Era el referente y era el diario donde escribía. Y ojo: tuve dolores, pero no por el cura. Esa crítica fue la suma de descalabros que ahora entiendo que vienen con una cierta costumbre de nunca nombrar nada, no hablar, o solamente permitir que los raros sean los otros. Lo que molestó fue que yo revelara secretos. Eso es lo que molestó. Y me impactó que mi familia la odió y que hasta mi abuelo me dijo: de esto no se va hablar nunca, tú nunca escribiste esto. Me contaron que la cerró en la primera página.
Ud. respondió usando una frase del cura en la portada de la novela, pero seguía herido, ¿no?
Enojado, con ira. Sobre todo por compararme con Gonzalo Contreras y La ciudad anterior. Eso de colocarlos frente a frente me pareció una operación asquerosa, muy de cura. Lo que le molestó al cura es lo que le molesta a la cultura del clóset y la represión: la libertad, el cuerpo, la sensualidad. Yo siempre sentí que el cura se calentó y eso lo hizo cegarse. Lo de la franja fue un poco usar la operación que usaron los gays con la palabra queer: no me vas a herir o callar (que me hieran, da lo mismo, hacerte callar, ponerte mordaza es otra cosa) y si tú crees que lo que me dices me altera, voy a dar vuelta el asunto. Un insulto histérico, de alguien que desprecio, puede ser, al final, la mejor de las alabanzas. Me parece pertinente el pánico físico y el rechazo que le produce Jaime Guzmán a Matías. Vicuña, intuyo, veía cosas y le parecía raro todo lo que estaba pasando. Es un privilegiado con aspiraciones de abajista, es un rebelde sin mucho espacio para maniobrar. El cura, al final, me ayudó y le doy las gracias. Hasta lo bendigo.
La novela fue un éxito de ventas y lectores y, sin embargo, Ud. mantuvo una relación tensa con ella.
Yo siempre mantengo relaciones tensas con todo. Aunque la quiero, la admiro, le debo mucho. Creo que he tendido lazos más raros con Enrique Alekán (superados) y con Por favor, rebobinar. A veces la relación tensa es de otros hacia mí o mis libros. Siento que me salvó y me acompañó, luego me ayudó a seguir. Me hizo escritor. Es fácil convertirse en uno cuando todos te quieren, cuando es al revés, suceden otras cosas. Lo que sí, gané lectores o la novela tuvo lectores, pero en ese momento eran considerados lectores de segunda, pero eso es lo genial, también. Lo más impactante para mí es que el personaje sea más recordado que el libro. Y eso, para qué negarlo, es lindo.
¿Cómo cree que Mala Onda dialoga con el Chile de hoy?
Sigue leyéndose y comprándose, conectándose con los jóvenes. Antes llegaba más a los hombres, pero, desde los 2000, se han acercado mucho más las mujeres y un tipo de lector más atento y sensible. Son los que ven los sentimientos que esconde Matías. Los que me dicen qué los conecta y provoca memes. A pesar de los cambios tecnológicos, el personaje tiene algo que no cambia. Incluso la portada es rara: ahora entiendo que es una protoselfie. Matías se toma fotos (o escribe un blog) antes de tiempo. Solo quiere que lo vean, lo escuchen, lo entiendan. Y el Chile de hoy, al parecer, nació el año 80.
¿En qué medida Matías es Ud.? ¿Hay autoficción en ella?
Hay algo de autoficción. Y hay empatía y una clara simpatía con el diablo. Pero no soy yo: tiene partes mías. También, deseo hacia él, admiración. Matías Vicuña era como yo quise ser en los 80. O haber salido con un chico así. Creo que, dentro de todo, lo hubiera pasado bien. Matías es un avatar, no es un escritor. Si yo fuera o fui Matías Vicuña, no sería escritor, no podría. Estaría trabajando quizás para Dominga y no apostando por crear a tiempo completo.
¿La pulsión homoerótica está ya en Mala Onda?
Absolutamemte, yo siempre escribí haciéndome el tonto. Mala Onda no es una novela gay, Matías no lo es, pero de que hay pulsiones, sensaciones. Mala Onda es de un autor que tenía deseos, mirada, y que se sentía un otro por varios motivos, desde sentirse extranjero a ser gay.
Mala Onda consolidó/popularizó el adjetivo fuguetiano. ¿Tiene sentido hoy para Ud.?
Si eso significa tener una mirada, una voz, un universo con planetas que conversan, lo acepto. Incluso tics, temas recurrentes y atmósferas. Mala Onda, al final, se parece a mis otras novelas o viceversa. Tinta roja lo es, Sudor lo es, Por favor, rebobinar lo es, espero que todo lo mío lo sea. El adjetivo tiene sentido en la medida en que sea de buena fe. Casi nunca lo es, pero yo también uso ciertos apellidos literarios como adjetivos de manera negativa, así que no puedo hacerme el delicado.
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