Andréi Konchalovsky, cineasta: “Mi interés, como artista, es dejar al público perplejo”
El guionista y director ruso, responsable de títulos como Siberiada y Los Amantes de María, fue premiado en Venecia por Queridos Camaradas (2020), que rescata un episodio de hace medio siglo: una masacre de trabajadores ordenada por el régimen soviético. En entrevista con La Tercera habla de esta película, así como de su paso por Hollywood y de su trabajo con Andréi Tarkovski.
Novocherkask, 1962. Ludmila (Julia Vysotskaya) es funcionaria del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y devota nostálgica de Josef Stalin, el “padre” muerto nueve años antes por quien ella luchó en la II Guerra Mundial. Convencida de que su trabajo comisarial aporta a la creación de una sociedad comunista, abomina de toda manifestación de sentimiento antisoviético, al tiempo que se gana complicidades como la de una comerciante que, en medio de la escasez de bienes básicos, se las arregla para tener alguna delicatessen importada que regalarle a Ludmila.
Durante una huelga en una fábrica local, sin embargo, la funcionaria observa incrédula cómo un piquete de trabajadores es abatido por orden del gobierno. Tras el baño de sangre, cuando los sobrevivientes huyen de la plaza, se da cuenta de que su hija ha desaparecido. Ahora, en medio del bloqueo de la ciudad, de las detenciones masivas y los intentos oficiales de encubrir la masacre y las protestas, la buscará por todos lados.
La historia en la que se basa Queridos camaradas, cinta de Andréi Konchalovsky que ganó el Premio Especial del Jurado en Venecia 2020 y se preestrenó localmente en Sanfic 2021, está documentada, pero fue apenas conocida en su tiempo. Medio siglo más tarde, una serie televisiva rusa la difundió ampliamente (Érase una vez en Rostov, 2012), pero no fue del gusto del legendario realizador de Siberiada y Los amantes de María, por lo que una película “a la Konchalovsky” asomó en el horizonte.
¿Qué tipo de película terminó siendo esta? Para comenzar, no una donde el cineasta se recrimine por no haber sabido en su tiempo de la masacre, inserto como él mismo dice que estaba su familia “en la élite de la intelligentsia soviética”. Tampoco un ejercicio de interpretación histórica ni una pasada maniquea de cuentas a los antiguos detentores del poder absoluto.
“Lo que hago es llevar a la pantalla mis reflexiones acerca del ser humano, de sus razones: por qué estamos vivos y qué fuerzas están detrás de nuestras vidas”, elabora vía Zoom el guionista, director y músico, haciendo unos énfasis corporales resaltados por el trío de anillos dorados que habitan el anular y el meñique de su mano izquierda (mientras de fondo asoma el verde de un jardín con rasgos de parque en su casa de la Toscana, hasta donde se arranca periódicamente desde Moscú junto a su esposa, la mencionada Vysotskaya, y a los dos hijos de ambos).
Cuenta el cineasta, dedicado también al teatro y a la ópera, que hace unos años estaba en Italia adaptando Antígona con su cónyuge en el rol principal, cuando se le atravesó que esta última podía estelarizar una tragedia griega en la gran pantalla. “Y empecé a pensar cuál podía ser la historia”, prosigue. “Entonces surgió la idea de ese momento histórico, más la idea de hacer una película sobre una veterana de guerra, estalinista acérrima. ¿Cómo reaccionará si el partido ordena disparar a una multitud proletaria? Ahí está la ambivalencia de la vida”.
Por lo tanto, dice, su última película no es sobre la pequeña historia ni sobre la historia con mayúsculas, sino sobre la violencia sicológica: “La tragedia griega suele ser un gran choque sicológico al final del cual la gente suele quedar perpleja. No ocurre como en las películas de Hollywood, en las que hay un bueno y un malo, y el bueno tira al malo desde el puente. En la vida todo es muy ambiguo, todo está mezclado: la belleza y la fealdad, la sabiduría y la estupidez. Así que ese era mi interés como artista: dejar al público perplejo”.
A lo largo de seis décadas ha venido Konchalovsky forjando una trayectoria que el crítico Rubén Redondo ha calificado como “una de las más extrañas y heterogéneas de la historia del cine”. Queridos camaradas, por ejemplo, sucedió a El pecado (2019), coproducción ruso-italiana que lo tuvo escenificando el acto creativo del mismísimo Miguel Ángel (Vladimir Putin le regaló un DVD de la película al Papa Francisco en una visita oficial al Vaticano, recomendándosela encarecidamente). Y esta vino después de Paraíso (2016), que exhibe el improbable encuentro de tres personajes muy distintos durante la II Guerra.
Están, igualmente, las decenas de producciones, ficcionales y documentales, rodadas en distintos idiomas y en distintos países, que despliegan un abanico que va de Antón Chéjov a Sylvester Stallone.
La URSS y Hollywood
Contó alguna vez el director que su madre fue amiga de cineastas soviéticos tan reconocidos como Alexander Dovzhenko (La tierra) y Serguéi Eisenstein (El acorazado Potemkin), y que este último lo llevó al rodaje de Iván, el terrible siendo él un niño. Uno de sus bisabuelos, asimismo, fue un pintor tan destacado que aún hoy en las galerías estatales no faltan sus obras, mientras su padre fue el poeta encargado de ponerle la letra al himno de la URSS. En síntesis, no fue un outsider. Más bien lo contrario.
Andréi Sergueievich Konchalovsky nació en Moscú, el 20 de agosto de 1937. Graduado de la Escuela Superior de Música del Conservatorio de Moscú (1957), completó sus estudios en dirección cinematográfica en 1965, después de tener papeles menores en un par de películas, entre ellas La infancia de Iván (1962), ópera primera de Andrei Tarkovski. Junto al futuro director de Solaris y El espejo coescribiría también los guiones de La infancia… y de Andréi Rubliov (1966-69), pero nadie, partiendo por el propio Konchalovsky, diría que fueron muy afines en lo artístico.
“Fuimos colegas, socios y rivales: con las chicas, con las ideas y con todo”, cuenta hoy el director entre risas. Pero Tarkovski era más bien intuitivo: “Nunca podía explicar lo que quería. Nunca pudo explicarme lo que yo debía escribir, ni explicarle a ningún actor lo que tenía que hacer. (…) Él era estático, y sus películas también. No podía soportarlo. Yo le decía que cortara tal parte, que era aburrida, y él me decía, ‘es que no lo entiendes’. En fin, eso fue Tarkovski en su mejor expresión: ambivalencia y forma arquitectónica. Lo mío era la música. Por eso nos separamos”.
En 1965, inspirado por Akira Kurosawa, realizó El primer maestro y, a continuación, La historia de Asya Klyachina (1966), cuya exhibición sólo se permitiría en 1988. En tanto, su adaptación de Tío Vania (1970) recibió la Concha de Plata en San Sebastián. Cuatro años más tarde, Romance de enamorados se convertiría en un hit local, siendo vista por 40 millones de personas. Siberiada, finalmente, fue la última cinta que firmó como Andrei Mijalkov-Konchalovsky (antes de dejar públicamente de compartir apellido con su hermano y colega Nikita Mijalkov): Premio especial del jurado en Cannes 1979, esta cinta monumental, que muestra la vida de tres generaciones, llegaría años más tarde a la pantalla del Normandie, marcando también una despedida.
A principios de los 80, tras recibir el título de Artista del Pueblo por la República Socialista Soviética de Rusia, Konchalovsky se casó con una ciudadana francesa y decidió partir a hacer películas a Occidente, por no decir a Hollywood. Cuenta hoy que no pidió permiso para partir. Que, simplemente, se fue y no volvió por un buen rato. Que se arrancó.
En EE.UU. llegó tempranamente a un acuerdo con los productores israelíes Menahem Golan y Yoram Globus, que en 1979 habían comprado la productora Cannon Films para hacer de ella un estudio rarísimo que le compitió a los grandes y que financió en paralelo películas de Chuck Norris y John Cassavetes. Para ellos hizo Los amantes de María (1984), drama romántico bien acogido por el público y la crítica, tras el cual vino Escape en tren (1985), que le ganó infinitas loas a Jon Voight e incluso a Eric Roberts, que ya es decir. Después hubo títulos como Shy people (1987), que mereció la calificación máxima del crítico Roger Ebert. Pero una mezcla de policial y comedia llamada Tango & Cash (1989), producida por Warner Bros., fue el comienzo del fin de una expedición hollywodense que Konchalovsky examina hoy en retrospectiva.
“Los rusos somos camaleónicos en cierto sentido”, dice el cineasta, tras parafrasear un célebre homenaje de Dostoievski a Pushkin. “Me gusta sentir el aroma de culturas diferentes, de países diferentes. Y creo que las películas que hice en EE.UU. reflejaron muy bien la vida americana, no obstante se vieron influidas por la filosofía de Dostoievski”. Sin embargo, Tango & Cash “fue una especie de Godzilla [hace un gesto godzilliano con los brazos] que me llevó a advertir que no estaba hecho para ese tipo de películas”.
No es accidental, considera hoy Konchalovsky, que Fellini, Bergman y Kurosawa hayan tratado de hacer películas en Hollywood y que no les haya resultado: “No pudieron porque eran autores [auteurs], y yo, como soviético, como producto de la vida soviética, era un autor. Porque los directores soviéticos estábamos controlados sólo por la censura ideológica, pero no por la censura artística. Artísticamente, podíamos hacer lo que quisiéramos”.
¿Cómo se las arregla hoy con su propia productora?
Prefiero producir mis películas y estar fuera del control de nadie. Sólo busco gente que confíe en mí y que me dé dinero. Tengo una amistad con un empresario muy rico, Alisher Usmanov, que es para mí como Lorenzo de Médici lo fue para Miguel Ángel. Fue la única persona adinerada que no se asustó cuando le pregunté si le molestaría no recibir su dinero de vuelta. Es un mecenazgo: nadie piensa en la devolución del dinero.
¿No necesita hacer películas que tengan éxito comercial?
No tengo que pensar en cuánto dinero va a recaudar una película: si me va mal, no es algo que vaya a arruinar mi carrera. Vengo trabajando así desde 2013: en los cuatro filmes que he hecho desde entonces me he sentido libre de toda obligación, comercialmente hablando. Es un lujo enorme, por supuesto, especialmente hoy en Rusia, que tiene un capitalismo muy primitivo, muy feudal, donde la mayor parte de los productores son dictadores absolutos: pueden torcer cualquier idea, piensan en el dinero y en nada más. Pero Usmanov patrocina mis películas porque quiere verlas.
¿Hay algo más que quiera hacer?
Vengo soñando por mucho tiempo con viajar a Chile, así que avísele a alguien del film business que me gustaría ir con una retrospectiva de mis películas, o algo así. Estoy listo para ir en el verano.
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