Carmen María Machado: “La bondad absoluta no es requisito para que las lesbianas tengamos derechos”
La joven escritora estadounidense finalista del prestigioso National Book Award se aventura ahora con un tema del que no muchos se hacen cargo: la violencia en las relaciones lésbicas.
Aunque su nombre es totalmente hispano, Carmen María Machado (1986) no habla una sola palabra de español al teléfono y probablemente no se perciba a sí misma como “latina”. De la misma manera, la escritora nacida en Allentown (Pennsylvania) cree que Cuba, el país del que su abuelo emigró a Estados Unidos antes de la Revolución, está demasiado lejos de su realidad. Ella habla de “ni tan lejos, ni tan cerca” y uno podría aventurar que la relación de Machado con su origen es también única e irrepetible.
También tiene el carácter de poco común su literatura, a medio camino entre el horror, las distopías, los libros feministas, la literatura queer, la autobiografía y hasta el realismo mágico. De cierta manera Carmen María Machado se las arregla para no caer bajo etiquetas clásica y para provocar con temas que no son de fácil digestión para la mayoría.
Ya lo hizo así con su libro de relatos Su cuerpo y otras fiestas (Anagrama, 2018), que fue finalista en el prestigioso National Book Award y que esta compuesto de ocho cuentos fantásticos mediados por el sexo y lo físico. La escritora se fue transformando de esta forma en una voz desafiante e incómoda, siempre dispuesta a poner el dedo en la llaga.
Eso es lo que hace en su nuevo libro En la casa de los sueños (Anagrama, 2021), un doloroso memorial que reconstruye la dañina relación con una ex novia. Durante toda la narración planean preguntas complejas: ¿Hasta que punto hay violencia física o psicológica entre mujeres? ¿Es tan explícita como en una relación heterosexual?
Carmen María Machado cuenta esta trama pesadillesca de manera coloquial e ilustrada al mismo tiempo, aludiendo a una noche de comida chatarra o a la sociología, citando películas, canciones y series, pero también a Jacques Derrida. Desde Filadelfia, conversa vía zoom sobre los avatares de un libro ya elogiado por The New York Times y The New Yorker, entre otros medios.
¿Escribir el libro fue una catarsis?
No, no fue una terapia. Por el contrario, se trató de un proceso muy doloroso. Conversé con quienes me rodeaban, empezando por mi esposa Val, pero también hay una parte que es totalmente privada, que sólo la conozco yo. Esa es la faceta que más me costó.
¿Es difícil que se acepte la violencia en las relaciones lésbicas?
Nosotros hemos tenido que luchar durante muchísimo tiempo para tener una conversación sobre este tema. En primer lugar hemos peleado por hacer valer nuestros derechos en un universo bastante homofóbico y con eso me refiero, por ejemplo, a tener una ley de matrimonio igualitario. Después de eso existe la pulsión entendible de hacerlo todo bien y se siente una presión para demostrar que somos la cara de la bondad. Sin embargo, al escribir En la casa de los sueños siento el deber de expresar que no somos totalmente ejemplares y que la bondad absoluta no debe ser un requisito para tener derechos. Hay personas que pueden ser dañinas y hay villanos también en este mundo. Ciertas conductas no tienen nada que ver con que seas gay o hetero, con que seas mujer u hombre.
A la protagonista del libro, que es usted, le cuesta convencer a sus cercanos que es violentada.
Quería dejar en claro que la violencia doméstica tiene alcances de todo nivel. A veces es difícil hacer entender que las agresiones no se tratan solo de un ojo negro o un golpe en la cabeza. Quería ser muy precisa ante el lector o lectora y establecer que la agresión en una pareja no es necesariamente abuso físico.
¿Por qué cuenta toda esta historia bajo el concepto general o la figura de la casa maldita?
Siempre me atrajo mucho la idea de la casa encantada o de la mansión embrujada, muy presente en la literatura gótica. Para mí puede significar que en una casa hay una policía doméstica o que alguien está atrapado o atrapada.
Su personaje también se mueve mucho y acostumbra a cambiar de casa...
Sí. Es una manera de expresar que ella no está fijada o atada a nada en particular. Tal vez moverse de un lado a otro, cambiarse de domicilio, es de cierta manera una experiencia muy gay. Además es bastante americana, en el sentido de que se da la idea clara de la extensión del país, de que muchas veces hay que viajar de estado a estado, cada uno con normas propias. En ese proceso los paisajes que voy viendo son muy importantes y detonan recuerdos que aparecen en el libro.
También hace muchas referencias a la cultura pop, desde la película Gaslight (1944) con Ingrid Bergman, hasta la canción Voices Carry (1985) de Aimee Mann.
Eso tiene también que ver con la forma en que me veo a mí misma. Es una manera de observarme en otros escenarios o contextos. Es muy claro que la película Gaslight (La luz que agoniza) se refiere a la violencia doméstica e incluso dio origen al verbo “gaslighting” para referirse a una manera de dominación y abuso psicológico. Después de ver esa película me interesé en la figura de su director, George Cukor, quien ejercía una especie de tortura psíquica sobre sus actrices y cuyo caso más evidente fue el de Judy Garland en Nace una estrella (1954), que coincidentemente vi cuando escribía el libro.
En el libro habla de sus iniciales relaciones con hombres, ¿Cómo recuerda esos vínculos en comparación a los que tuvo luego con mujeres?
Más que una cuestión de género, se trata de lo saludable o no saludable de esas relaciones. Es decir, el vínculo con el pastor metodista al que haces mención se parece mucho al que tenía después con mi ex novia, que era tóxico y dañino. Independientemente del sexo de ambos, hay elementos comunes en ambas relaciones, algo de lo que me di cuenta recién cuando escribía el libro (risas).
Usted nació y se crió en Allentown (Pennsylvania), en la zona obrera que era demócrata pero le entregó su voto a Trump en el 2016, ¿Cómo se siente en este territorio?
Ahora vivo en Filadelfia, una urbe bastante progresista en general. Amo esta ciudad. Ahora bien, Pennsylvania es un estado muy grande y las zonas rurales son conservadoras en oposición a los bolsones urbanos, donde el voto es liberal. En las elecciones del 2016 Pennsylvania se inclinó por Trump y en la del año pasado apoyó a Biden. Es más, fue el estado que hizo que Biden ganara. Es el lugar en el que crecí, le tengo afecto y tiene una mezcla de liberales y conservadores que se da en todo Estados Unidos, incluso en California. Es decir, en California fue donde por primera vez alguien me gritó y me llamó lesbiana pero en términos ofensivos.
En el libro se alude a la presidencia de Barack Obama, ¿Siente simpatía o nostalgia por ese período?
Nostalgia no. Tampoco la sentía cuando Trump estaba en la Casa Blanca. Menos por Joe Biden. Obama y Biden son dos figuras bastante conservadoras para mí, que estoy ubicada muy, muy a la izquierda. O sea Biden es mejor que Trump, pero al mismo tiempo es terrible (risas). Yo voté por Elizabeth Warren en las primarias. Tal como se dice en un pasaje del libro, Obama ni siquiera apoyó el matrimonio gay en su primer período. Es algo que la gente tiende a sepultar, pero yo no lo olvido. Lo único que podría extrañar de ese período es que una se sentía cada día más optimista y ahora es exactamente al revés. Aún así supongo que Biden es mejor que los otros tipos que estaban antes en la Casa Blanca. Esos eran realmente malvados (risas).
¿Ha leído a autores latinoamericanos?
Sí, por supuesto, hay algunos de ellos que han sido importantes para mí. A los 16 años, el profesor nos dio a leer Cien Años de Soledad y simplemente me voló la cabeza. También me gusta mucho lo que hacen actualmente las escritoras argentinas Mariana Enriquez y Samantha Schweblin.
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