Yo, la verdad, no aprendí nada en el colegio, o todo lo que aprendí lo he olvidado ya. En el colegio inglés aprendí a hablar en inglés, pero cuando hablaba en inglés mis profesores pensaban que estaba hablando en latín o en arameo, es decir que, en rigor, no hablaba en inglés, sino que lo masticaba, lo despedazaba, lo mascullaba. Peor todavía, como llevo décadas viviendo en Miami, ya no hablo nunca en inglés, aunque a veces mis hijas me hablan en esa lengua extranjera a mis facultades cognitivas y debo correr al traductor de internet para saber qué rayos me están diciendo.
También aprendí en el colegio inglés un montón de cosas difíciles de memorizar, inútiles para la vida misma, o para la vida que yo elegí: leyes, fórmulas, ecuaciones y operaciones de álgebra, de geometría, de aritmética, todo lo cual se ha borrado de mi memoria como si hubiese estado en coma desde que terminé el colegio. Nueve por ocho: no tengo idea. Siete por nueve: no sé. Seis por siete: desconozco. Cuando mi hija menor me pregunta esas cosas básicas de matemáticas, no dudo en desconfiar de mi estragada memoria y confiar en la calculadora de mi teléfono celular. Puedo sumar dos más dos, tres más tres, pero cuando ella me pide algo más complejo, o complejo para mi cerebro de mosquito, recurro a la calculadora en un santiamén.
Y luego me enseñaron nombres de héroes y villanos, de conquistadores y felones, de batallas y epopeyas, de guerras y escabechinas, de imperios y colonias, acompañados de fechas, la fecha de tal batalla de la independencia, la fecha en que hizo erupción tal volcán, la fecha en que llegaron los españoles, la fecha en que tal político ganó las elecciones, la fecha en que tal militar se sublevó en armas y comandó una revolución sangrienta: todo eso, absolutamente todo, lo he olvidado, como si una noche, durmiendo, alguien hubiese apretado la tecla de borrar en el disco duro ya bastante averiado de mi memoria, suprimiendo toda esa información que colgaba como moscas muertas en las telarañas de mi cerebro.
Lo que no me enseñaron, el pedazo de información absolutamente capital que debieron decirme era lo siguiente: toda la historia de este país en el que has nacido, que parece muy importante para los atribulados habitantes de este país en el que has nacido, es en realidad bastante irrelevante en el contexto del mundo en serio, porque el país en que has nacido, a ver si te das cuenta, es una aldea, una tribu bárbara, unas cuevas, una selva y un desierto y unas gentes desconcertadas. Recuerdo con qué saña me obligaban a memorizar los nombres de los incas, de los catorce incas del Tahuantinsuyo: ahora no recuerdo ni a cuatro (Sinchi Roca, Lloque Yupanqui, Yahuar Huaca) y cuando los leo en internet me resultan tan curiosos que me dan risa.
También me torturaron en el colegio inglés con las benditas clases de educación física. Había cuatro casas deportivas con nombres británicos (el militar William Miller, el vicealmirante Martin Guise, el marino y lobo de los mares Thomas Cochrane y el diplomático Thomas Rowcroft), a mí me tocó la casa deportiva amarilla (Rowcroft) y yo era el más inhábil y perezoso de la casa amarilla, un desastre para los deportes, un ganso para colgarme en las barras y hacer piruetas, un pavo para correr distancias cortas y largas, el último en llegar a la meta, el que más vallas derribaba, el que corría tan lentamente que parecía estar caminando, el que decía yo no corro si no me persigue un animal salvaje, no corro si no tengo apuro, no me jodan, yo quiero caminar tranquilo, corran ustedes, suden ustedes, yo no he nacido para correr. Menos todavía había nacido para los saltos largo y con garrocha, para lanzar jabalina o bala, para jugar al hockey sobre césped, para darle a la pelota de béisbol: era un cero a la izquierda, un bueno para nada, nadie quería tenerme en su equipo, era un lastre, un fardo funerario, una momia lánguida, quejumbrosa.
Y luego estaban las clases de física, de química, de biología, en las que me enseñaban cosas arduas de entender, demasiado enrevesadas para mi cerebro de mosquito, cosas que, con el tiempo, con el correr de los años, no me sirvieron para un carajo partido por la mitad, porque nadie me ha preguntado nunca por la abreviatura de un compuesto químico, o por la longitud promedio de los intestinos humanos, o por el peso de una bolsa testicular, o por qué no hay ley de gravedad en el espacio: la gente con la que he tratado a lo largo de mi vida, gente corriente, nunca eruditos ni sabios, tampoco sabe esas cosas, y entonces uno las olvida porque resultan paradójicamente innecesarias para la vida misma, para ganarse la vida como me la gano yo, es decir que la paradoja de saber tantas cosas inútiles termina siendo una parajoda.
Mis padres, ofuscados, me retiraron del colegio inglés porque, en tercero de secundaria, no quise confirmarme en la religión católica y anuncié que me había vuelto descreído, ateo y, peor aún, enemigo de todos los curas y predicadores de este mundo. Lo que me llevó al ateísmo fue la suma de unos hallazgos y descubrimientos, o unas decepciones y traiciones: por una parte, los curitas del Opus Dei aprovechaban el momento a solas de las confesiones para manosearme la entrepierna; por otra parte, tales tocamientos culposos podían no disgustarme del todo, lo que a no dudarlo acentuaba la sensación de pecado; y por todas las partes de mi cuerpo de adolescente, la idea de un hombre desnudo podía resultar turbadora, estimulante, una fantasía erótica y transgresora, una película clandestina que proyectaba en la pantalla de mi imaginación.
Por eso mis padres me sacaron del colegio inglés y me pasaron a un colegio religioso de curitas españoles, discípulos de San Agustín. Por supuesto, los dos años que estuve en ese colegio religioso, de padrecitos agustinos, lo poco que había aprendido de inglés se fue al traste, porque los curitas españoles sabían tanto de inglés como yo de sánscrito.
Contrariamente a lo que esperaban mis padres, el colegio religioso no me hizo más religioso, sino menos religioso, es decir que afirmó mi convicción en el ateísmo, en que la religión era una suma de cuentos, de fábulas, de ficciones, una forma poderosísima de literatura escrita y oral. Los curas eran todos más o menos tarados, más o menos brutos, ninguno parecía realmente inteligente, penetrante, iluminado: eran una colección de gansos, de pavos, de tontos graves, de tontos solemnes, en sotana. Unos eran malos, sádicos, abusivos, desdichados. Otros eran rechonchos, fofos, afeminados: yo prefería a estos últimos ciertamente. Uno de ellos vivía enamorado de mí, suspiraba al verme, y me ponía las mejores notas y me perdonaba todos los castigos. Era una auténtica señora. Nunca se propasó ni abusó de mí. Me amaba, reprimiéndose, sufriendo.
Lo que aprendí en ese colegio religioso, aparte de rezar unas plegarias que he olvidado, y de memorizar el santoral que también he olvidado, es que un cura español estaba genéticamente incapacitado para hablar con fluidez el idioma inglés, y cuando lo intentaba, sufría convulsiones, espasmos, hipos, estupor y temblores; que no todos los curas españoles que predicaban en las excolonias de ultramar usaban desodorante, con lo cual las axilas les apestaban como olían los chivos en las montañas; que había curas que cuando te pegaban con una regla de madera en la palma abierta de la mano gozaban de una erección furtiva; y que todos los curas de mi colegio, todos, eran franquistas, pero franquista también eran mi padre y mi abuelo, franquistas y pinochetistas. También aprendí que los chicos pobres del colegio religioso, los que estaban becados, no estaban circuncidados, aquella fue la primera vez que vi, en los camerinos del colegio, duchándonos después de los deportes, a muchachos con penes encapuchados, un tipo de colgajo que se escondía, que se agazapaba, que no daba la cara, cosa que yo no sabía que existía: es eso lo que recuerdo más vivamente ahora del colegio religioso, qué paradoja, qué parajoda.