Mi relación con el fútbol es parecida a la del alcohólico con el alcohol, a la del ludópata con los juegos de azar, a la del cleptómano con los hurtos: soy adicto.
No es, sin embargo, una adicción de la que quiera curarme, de la que pueda curarme. No es, o eso creo, una adicción dañina, autodestructiva. Mi madre piensa lo contrario: cree que las horas que paso volcado al fútbol, viéndolo por televisión, son horas perdidas, tiempo desperdiciado, malgastado. Mi madre cree que, si hubiese dedicado a la política las horas que he dedicado al fútbol, ya sería presidente de la nación.
Pero yo no quiero ser presidente de la república ni de nada. La paternidad me ha enseñado que no soy capaz de gobernar las vidas de nadie, ni siquiera las de mis hijas, menos aún la mía propia, que ha sido siempre un caos ingobernable. Yo quiero pasar los pocos años que me quedan viendo grandes partidos de fútbol. Cuando veo grandes partidos, siento que juego yo también. Cuando veo grandes goles, los meto yo también.
Por eso, durmiendo las diez horas que descanso gracias a las pastillas para regular mi bipolaridad, a veces sueño con fútbol. Son los sueños mejores. Superan a los infrecuentes sueños eróticos. Porque, curiosamente, cuando sueño con fútbol, todo me sale bien, redondo, perfecto. Es decir que, cuando sueño con fútbol, nunca pierdo, ni hago el ridículo, ni me echan de la cancha. Soy el mejor. Me aclaman las tribunas. Me salen las jugadas más virtuosas, los regates más intrépidos, los sombreros y los caños, las chilenas y los tacos, los pases con precisión de cirujano, los tiros libres con chanfle, con comba, los penales ejecutados con desdén, apenas cuchareando la pelota. Qué gran jugador soy en sueños. Qué luminosa felicidad me invade en los céspedes que recorro, de pantalón corto y botines, desparramando mi talento.
Por eso prefiero no jugar más al fútbol en la vida real. Me llevaría una decepción. La infelicidad suele ser la diferencia entre la vida que quisiéramos vivir y la que a duras penas podemos vivir. Del mismo modo, mi infelicidad como adicto al fútbol proviene de la abismal diferencia entre lo bien que juego al fútbol en sueños con lo mal que lo juego en realidad.
La última vez que jugué al fútbol, once contra once, cancha de césped, uniformados, botines profesionales, fue hace veinte años. Aún era joven. Pensaba que había preservado las habilidades de las que hacía alarde en el colegio. Estaba mal informado. De pronto, todo me salía mal. No daba pie con bola. Jugaba sin pericia, desmañado, inhábil para una picardía, una pared, un pase en callejón. Lento y pesado como un tanque ruso, me quitaban fácilmente la pelota. Vine entonces a confirmar que me había convertido en un futbolista decrépito. Mi relación con la pelota, antaño afectuosa, hecha de caricias con el pie y adhesiones como si la llevase pegada al botín derecho, se había acanallado, y entonces parecía que nos habíamos enemistado mutuamente, que ella desconfiaba de mí, que yo la maltrataba con un juego rústico, chambón. En aquella cancha de fútbol, me arrepentí de haber saltado a jugar. Peor todavía, me dieron un pisotón y salí lesionado.
Desde entonces no he vuelto a jugar y, cuando me han invitado mis hermanos y mis amigos, les he dicho que me encontraba delicado de salud. Lo cual es verdad: siempre estoy delicado de salud. Nací delicado de salud. Pero que no lo juegue en la vida real no me impide jugarlo en el territorio fértil de la imaginación: lo juego cuando duermo y, en particular, cuando veo grandes partidos.
Ya no voy al estadio. Me da pereza. Me abruman las multitudes. Me irritan tantas cosas que de joven no me fastidiaban. Me molestan los humos de los fumadores, los gritos procaces de los espectadores, los cánticos fervorosos y los saltos histéricos, hiperventilados, de los fanáticos, la sabiduría de los entrenadores frustrados, de tribuna, las riñas entre los contrarios, los salivazos y los gargajos, el olor a meado que impregna las bancas, las gradas, los baños hediondos. Todo ello me distrae del juego. No es por falta de pasión que he dejado de ir al estadio: me apasiona tanto el fútbol que prefiero verlo a solas, cómodamente instalado en un sillón reclinable, con el volumen alto, en una sala de mi casa que se conoce como “la sala del fútbol”, diseñada exclusivamente para complacer mi adicción, mi fanatismo.
En mi adolescencia, no sólo asistía a los estadios todos los fines de semana, sino que, durante la semana, me escapaba a menudo del colegio, subía al transporte público y concurría a los entrenamientos de la selección nacional, o de mis equipos favoritos. Extrañamente, siendo adicto al fútbol, nunca he sido hincha o forofo de un solo equipo, ni enemigo o adversario del equipo contrario. Asimismo, no sólo soy hincha o forofo de la selección nacional de mi país de origen, sino que, como he vivido en otros países, y he sido feliz en ellos, entonces soy hincha o forofo también de esos países. Me ocurre entonces, en las eliminatorias, en los mundiales, que soy hincha o forofo de Argentina y de España, de Perú y de Chile, de Colombia y de Estados Unidos: en todos esos países he vivido y acaso he sido feliz, a no ser por el Perú, donde la felicidad me ha resultado esquiva.
Aunque no juego en los partidos que capturan mi atención, crispan mis nervios y me hacen gritar de alegría o frustración, aunque tampoco juegan mis hermanos ni mis amigos, aunque la victoria o la derrota no cambiará mi existencia en modo alguno, no me pierdo un gran partido por televisión. Presto particular atención a los de las eliminatorias y los mundiales, pero, como son infrecuentes, también me vuelco a los grandes juegos de las copas europeas, que son como mundiales de clubes, y a las ligas de fútbol donde mejor se practica ese deporte: la inglesa, la italiana y la española. He perdido interés en la liga argentina y en las copas sudamericanas, porque me parece que el brillo se ha opacado bastante en aquellos torneos y ahora se juega un fútbol casi tan pobre y desaliñado como el que se practica en mi país de origen.
Debería darme vergüenza decir esto, pero lo diré de todos modos: por razones de trabajo, no he asistido a las graduaciones escolares de mis hijas, ni a sus graduaciones de la universidad, pero a buen seguro no me he perdido ningún partido de fútbol importante en los últimos veinte años: cancelo lo que tenga que cancelar para verlo, sobre todo en los mundiales, cuando hay dos y hasta tres juegos por día, y entonces procuro no trabajar, no hacer otra cosa que verlos todos, tomando apuntes en mi cuaderno de entrenador frustrado, adjudicando un puntaje a cada jugador, como se hacía antes, en la revista argentina que me llegaba semanalmente por correo, donde incluso se dibujaban las secuencias previas al gol. Si se juega un mundial, o una final de las copas europeas, o un partido clave en las eliminatorias, o un clásico entre equipos que se detestan y despiertan morbo, no me lo pierdo de ninguna manera, aunque tenga que despertar a las cinco de la mañana, cancelar un vuelo, faltar a la televisión, dejar de escribir un capítulo de la novela. Nada, absolutamente nada, es más importante que ver ese partido, y todo lo demás, la familia, el trabajo, el dinero, el honor, se subordina a ello, y durante dos o tres horas la vida se suspende, se empequeñece y se repliega, dando lugar a una ceremonia, la del fútbol de alta competición, de excelencia, que lo preside todo, que es superior en placeres y emociones, en belleza estética y tensión ética, en despliegue de coraje y textura de heroísmo, a todo lo demás.
Como no pude ser un futbolista, pensé que sería periodista deportivo, periodista de fútbol. Me parecía el oficio perfecto: me pagarían por ver grandes partidos, por viajar para verlos. Pero enseguida descubrí que en mi país de origen el fútbol era una pasión condenada a las peores desdichas y amarguras. Entonces, como soy un futbolista frustrado, un periodista frustrado, un adicto sin cura ni remedio al fútbol, me redimo viendo los grandes partidos por televisión, y pago todas las suscripciones que tenga que pagar, olvidando luego las claves y contraseñas, para no perderme ningún juego capital, de máxima emoción.
Si pudiera elegir un lugar donde sepultar mis huesos en un ataúd de dimensiones holgadas, porque estoy gordo como un futbolista veterano, a punto de retirarse, pediría que me enterrasen en una cancha de fútbol, detrás del arco, con una pequeña lápida que diga: “Aquí yace un jugador todoterreno, el futuro presidente de la república”.