Joan Didion, sin miedo a correr el velo

Joan Didion wsp

Lo que quiero decir, se llama el volumen de crónicas de la fallecida autora estadounidense publicado poco antes de su muerte y que acaba de llegar en castellano a nuestro país. Los críticos del mundo destacan su prosa breve y la capacidad de dar cuenta de cosas ocultas de la vida, incluso personales, con una escritura elegante. Además, reitera su admiración por Hemingway.


Cerró la puerta de su pieza con pestillo y se largó a llorar con las ganas que empuja el dolor de una noticia inesperada e indeseada. “Conozco perfectamente mi dolor: viene conmigo disfrazado en la sangre”, escribió Roque Dalton, y su sangre se encargaba de picanear ese sentimiento tras recibir la carta de rechazo de su admisión en la Universidad de Stanford. Era 1952.

Pero la joven Joan Didion logró poner ese momento en palabras, y en 1968 publicó una crónica con ese momento tan particular de su vida. Todo aquello que cualquiera hubiese querido olvidar, ella lo plasmó para siempre en la hoja y se permitía reflexionar –con empatía– sobre el rol de las expectativas cuando se es adolescente.

“Cuando le dije a mi padre que me habían rechazado en Stanford, se encogió de hombros y me ofreció una copa. Me acuerdo de aquel encogimiento de hombros con mucho agradecimiento cada vez que oigo a algunos padres hablar de las ‘opciones’ de sus hijos. Lo que me incomoda es la sensación de que están fusionando las opciones de sus hijos con las suyas propias”.

Esa crónica, o en rigor, un híbrido a medio camino entre crónica y ensayo es parte de los 12 textos que conforman Lo que quiero decir, el último volumen de la fallecida Joan Didion, que en rigor, tuvo su primera edición en inglés el 2021, antes de su deceso, el 23 de diciembre. Ahora ya se encuentra disponible en castellano vía Literatura Random House en las librerías del país. El volumen recopila textos dispersos de no ficción en un arco temporal que va desde 1968 a 2000, pasando por las décadas de los 70, 80 y 90, y que fueron publicados como introducciones de otros libros, como artículos en el Saturday Evening Post, entre otras procedencias.

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Revelar lo oculto

Por supuesto, el volumen ya tuvo sus primeras críticas –favorables– en los medios internacionales antes de su arribo a Chile. En general, se destaca algo que se hace evidente cuando uno se enfrenta a la escritura de Didion, eso que llamamos “la pluma”, y que desplegó de forma magistral para relatar la trastienda de la vida, lo que no se ve.

Por ejemplo, el crítico Durga Chew-Bose, del New York Times, señaló: “Ella es su propio tipo de arreglista —de palabras, de historias— cuya intuición para el arco narrativo se corresponde con su intuición para la sintaxis”. Y agrega: “Los ensayos en Lo que quiero decir son a la vez divertidos y conmovedores, itinerantes y serios. Se trata de la humillación y de las nociones de rectitud”.

Por su lado, Charles Arrowsmith, del Washington Post, indica: “Su escritura a menudo ha revelado lo que antes estaba oculto, analizado lo que era inconsciente, ya sea la inquietud miasmática de finales de la década de 1960 o las estructuras subterráneas de la política nacional”. Y destaca como una virtud la escritura concisa de la californiana. “Quizás el talento de Didion para el resumen conciso se deriva de estos ejercicios de edición en Vogue. A menudo, sus artículos terminan con una nota elegante de devastación silenciosa, un detalle u observación convincente que enfoca su tema”. Comparte ese diagnóstico Pedro Conrado, de The Guardian: “Cuanto más ligeras son estas piezas, más notables parecen: son tan hábiles y enigmáticas”.

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Pasan por las páginas, por ejemplo, una crónica sobre Nancy Reagan, la esposa de Ronald, cuando este asumió como gobernador de California, y la observa siempre desde su singularidad. “Al decirle a Didion que ‘tener un lugar bonito para trabajar es importante para un hombre’, Nancy Reagan llena un frasco de boticario con caramelos duros para su escritorio, alfombra los pisos del capitolio estatal ‘en un agradable tono verde’, escribe Didion”, anota Chew-Bose.

O por ejemplo, cuando relata su viaje al castillo de San Simeón, una mansión que se mandó a construir el magnate de las comunicaciones William Randolph Hearst, lo resume de una manera tan aclaratoria como enigmática: “Era lo que esperaba, y no fue así…Una cúpula de placer decretada por un hombre que insistió, por el único miedo oscuro que todos conocemos, en que todas las superficies fueran alegres, brillantes y juguetona”.

Pedro Conrado, a propósito de ese mismo texto, asegura: “Debido a que conoce muy bien sus propias debilidades, su ojo para la falsedad es letal. En un recorrido por San Simeón, el castillo californiano construido por el magnate de los periódicos Hearst, descubre que sus estatuas descascaradas y su madera infestada de insectos desmienten la fe de que ‘todos los placeres del infinito se encuentran aquí y ahora’”.

Chew-Bose rescata ese sentido de la observación cuidada: “Sus ‘yoes’ son menos autoritarios que exploratorios, arreglados para el ritmo y para esa sensación vagamente excitada que ella llama ‘el brillo’. El suyo es el yo de un espectador, migratorio, regido por lo específico. Ella escribe desde el borde del orillo, una prosa que no se deshace: ‘Mi atención siempre estuvo en la periferia, en lo que podía ver, saborear y tocar’”.

Y añade una frase que tiene una vocación de aforismo: “La pluma de Didion es como un periscopio para la mente creativa y, como demuestra esta colección, siempre lo ha sido. Estos ensayos ofrecen una línea directa a lo que está a la vista”.

Charles Arrowsmith añade: “¿Qué la ha fijado [a Didion] en el imaginario colectivo? En parte, la prosa fría, adelantada a su tiempo, anticipando tanto el auge de los ensayos personales como el afecto adormecido que se volvería típico de la Generación X. Pero también su extraordinaria perspicacia”.

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Hemingway y las oraciones

Además, se da el tiempo de escribir sobre Ernest Hemingway. “Analiza brillantemente su estilo”, opina Conrado. Y es que el autor de Colinas como elefantes blancos era el gran referente de Didion. Ella mismo lo explicó en una entrevista para la prestigiosa Paris Review, en 1978. “Siempre digo Hemingway, porque él me enseñó cómo funcionaban las oraciones. Cuando tenía quince o dieciséis años mecanografiaba sus historias para aprender cómo funcionaban las frases. Me enseñé a escribir a máquina al mismo tiempo. Hace unos años, cuando estaba dando un curso en Berkeley, volví a leer Adiós a las armas y volví a caer en esas oraciones. Quiero decir que son oraciones perfectas. Oraciones muy directas, ríos tranquilos, agua clara sobre granito, sin sumideros”.

Incluso, reconocía seguir la máxima de Hemingway, que lo más importante era tener la primera oración y de ahí fluía todo. “Lo que es tan difícil de esa primera oración es que te quedas atascado con ella. Todo lo demás va a fluir de esa oración. Y para cuando haya establecido las dos primeras oraciones, todas sus opciones se habrán ido”.

En esa misma entrevista, Didion comentó que generalmente los temas sobre los que escribía eran iniciativa suya, pocas veces tomó ideas de algún editor. “Cuando trabajé para Life hice muchas piezas de Honolulu, probablemente más de lo que Life podría haber querido, porque ahí es donde quería estar entonces. Anoche terminé una pieza para Esquire sobre el Proyecto de Agua de California. Siempre había querido ver la sala donde controlan el agua, donde la abren y cierran en todo el estado, y también quería ver a mi madre ya mi padre. El agua y mi madre y mi padre estaban todos en Sacramento, así que fui a Sacramento”.

“Me gusta hacer piezas porque me obliga a hacer citas y ver gente, pero nunca quise ser periodista o reportera –añadió–. Si estuviera haciendo una historia y se convirtiera en una gran noticia de última hora, todo tipo de equipos volando desde periódicos y revistas y las redes, probablemente pensaría en otra cosa que hacer”.

Joan Didion

De todos modos, también comentó que su idea en la escritura era alejarse de lo que se asociaba a las mujeres hasta ese entonces. “Cuando comencé a escribir, a finales de los cincuenta, principios de los sesenta, había una especie de tradición social en la que podían operar los novelistas masculinos. Bebedores empedernidos, malos hígados. Esposas, guerras, pez gordo, África, París, sin segundos actos. Un hombre que escribía novelas tenía un papel en el mundo, y podía desempeñar ese papel y hacer lo que quisiera detrás de él. Una mujer que escribía novelas no tenía ningún papel en particular”.

“Las mujeres que escribían novelas a menudo eran percibidas como inválidas. Carson McCullers, Jane Bowles. Flannery O’Connor, por supuesto -añadió-. Las novelas escritas por mujeres tendían a ser descritas, incluso por sus editores, como delicadas. No estoy seguro de que esto sea tan cierto ya, pero ciertamente lo fue en ese momento, y no me gustó mucho. Lo manejé de la misma manera que trato con todo. Solo cuidé mi propio jardín, no presté mucha atención, me comporté, supongo, de forma tortuosa”.

También se le consultó si pensaba en los lectores a la hora de escribir. Y su respuesta no varió mucho de lo que suelen responder los escritores. “Obviamente escucho a un lector, pero a la única lectora que escucho soy yo. Siempre me escribo a mí misma. Así que muy posiblemente estoy cometiendo un acto agresivo y hostil hacia mí misma”.

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