Hacia la segunda mitad de la década de los cincuentas, el rock and roll irrumpió con tal fuerza que logró instalar un sistema de valores y una nueva sonoridad a partir de estrellas en solitario con guitarra en mano, y escándalos en otro costado. La literatura especializada, da cuenta que en un principio, esas canciones simples, pero rápidas y apropiadas para la pista baile, fueron consideradas una cosa pasajera, un gusto de adolescentes blancos encantados por el influjo de la música afroamericana o R&B como la nombró la Billboard. Pero hacia el cambio de decenio, el rock ya se había asentado como parte del status quo, y poco a poco había perdido su capacidad de trasgresión.
Para eso se habían juntado una serie de factores. Elvis Presley, la estrella más grande del género, regresó a Estados Unidos en marzo de 1960, tras dos años en el servicio militar, cuando Duke of earl, de Gene Chandler, dominaba las listas. Y aunque en su ausencia se lanzaron algunos sencillos, a su regreso, su carrera se enfocó hacia las películas comerciales y las bandas sonoras, comenzando un lento, pero sostenido declive. Mientras, otras figuras como Chuck Berry o Jerry Lee Lewis pagaban el costo de líos judiciales y escándalos mediáticos, que golpearon de forma decisiva sus carreras. Otros, como Eddie Cochrane y Buddy Holly fallecieron antes de ver la nueva década.
De allí que las listas vieron surgir a figuras que tomaban otros cruces; el twist de Chubby Checker y los conjuntos vocales femeninos como los Shirelles, comenzaron a trepar en los ránkings, amenazando con dejar al rock and roll como algo anticuado. Fue entonces, que en 1962, una serie de grabaciones de nuevos artistas formados con el ejemplo de la primera oleada de rockeros, comenzaron a articular un giro que resultaría decisivo para los años venideros.
“Si el rock quería mantener su credibilidad, la música de la rebelión permanente necesitaba encontrar un nuevo campo de batalla y nuevos combatientes que apoyaran la causa”, explica el especialista Ted Gioia en su libro La música, una historia subversiva. Y los encontró.
El desafío británico: de los Beatles a los Rolling Stones
El centro de la música pop comenzó a girar hacia Inglaterra. En septiembre de 1962, The Beatles, hasta entonces una banda popular solo en su natal Liverpool y en el norte del país, entró al estudio Abbey Road a grabar su primer sencillo, Love me do. La decisión de grabarla como su debut, ya marcaba una diferencia al ser compuesta por ellos mismos, en vez de usar material de autores profesionales, como se estilaba por entonces. En ese detalle siguieron a Holly y Berry, también creadores de su catálogo.
Se trataba de una canción sencilla, definida por la armónica de John Lennon, que le dio un refrescante aire portuario, y las armonías vocales cantadas en intervalos de quintas junto a Paul McCartney, cuando lo habitual era hacerlo en terceras. Una cualidad que no había pasado inadvertida para el productor musical George Martin, quien advirtió el potencial creativo del grupo.
“Comparado con lo que se escuchaba hasta entonces, Love me do sonaba cruda y rudimentaria, pero tenía ese ‘algo’ que llamaba la atención -detallan Sergio Marchi y Fernando Blanco en su libro Los Beatles, desde el comienzo (1962-1966)-. Pero aún con esa simpleza de origen, era un tema efectivo, ganchero y original que presentaba algo novedoso”.
Aunque el tema llegó solo hasta el lugar 17 del chart inglés, adelantó ciertos rasgos estilísticos que la banda comenzó a desarrollar incluso desde su álbum debut Please, Please, Me, lanzado al año siguiente. Por ejemplo, este LP contiene la canción There’s a place, la primera en que John Lennon asume una voz introspectiva (“there’s a place where I can go, where I feel blue”), a diferencia de las letras de los rockeros de los cincuentas, cuyos textos se orientaban más a historias de amor adolescentes, salpicados con referencias sexuales.
Baste por ejemplo, Shake, rattle and roll, popularizada por Bill Halley ocho años antes, en 1954 y luego grabada por el ídolo de Lennon, Elvis, en 1956. Otras canciones de la época daban cuenta del costado más juvenil del género; allí está, por ejemplo, Everybody’s trying to be my baby, de Carl Perkins, también versionada por los Fab Four.
Mientras los Beatles comenzaban su asalto a la cima, meses antes, otra banda que daría que hablar comenzaba a dar sus primeros pasos. En julio de 1962, unos jóvenes llamados The Rolling Stones -por el tema del mismo nombre de Muddy Waters-, tuvieron la ocasión de tocar con regularidad en el Marquee Club, uno de los lugares de moda de la capital inglesa que comenzaba el tránsito hacia los años del Swinging’ London. Así, poco a poco, comenzaron a granjearse una reputación como un grupo salvaje y estimulante, gracias a un repertorio sustentado en versiones de Bo Diddley, Jimmy Reed y Chuck Berry.
Por entonces el grupo era liderado por el multiinstrumentista Brian Jones, quien no quedó indiferente a la irrupción de los Beatles. Acabó por incorporar al baterista Charlie Watts, el baterista joven más reputado de la ciudad, lo que acabó por darle un empujón para instalarse como uno de los números imperdibles de las noches londinenses gracias a sus versiones, sazonadas con su estilo propio. Así ocurre con su sencillo debut, Come On, un cover de Chuck Berry que los Stones tocaban de forma más acelerada y salvaje, pensado en la audiencia que llegaba a los clubes a bailar.
Serían los primeros pasos para una banda que tiempo después, se haría de su primer contrato discográfico y lucharía por obtener la atención al presentarse como la antítesis de The Beatles. Eran las bases de la llamada Invasión Británica, un momento estelar que volvió a poner al rock en el primer plano.
Desde el otro lado del Atlántico: Dylan y los Beach Boys
Hoy es una fecha inadvertida, pero el 19 de marzo de 1962 salió a la venta el primer álbum homónimo de un veinteañero flaco y desgarbado de Minnesota; se hacía llamar Bob Dylan, y en la portada lucía una expresión de confianza en sí mismo, además de un sombrero que ocultaba su cabellera rizada. Era un registro crudo, grabado apenas con guitarra acústica y armónica, en tres días entre el 20 y 22 de noviembre del año anterior.
La grabación es el resultado del primer año del joven Dylan viviendo en Nueva York. En la gran manzana poco a poco se hacía de un nombre al incorporarse a la escena de cantautores folk en la zona del Greenwich Village e incluso se dio el tiempo para visitar en el hospital a Woody Guthrie, su referente y modelo a seguir en sus años iniciáticos. A él le dedicó Song to Woody, la que incluyó en el álbum.
Se trata de un trabajo que Dylan grabó para el sello Columbia, en que registró 13 canciones, la mayoría piezas tradicionales y solo dos temas de su autoría; la mencionada canción a Guthrie y Talkin’ New York, una composición en que describe su ánimo al llegar a la ciudad, y donde comenzaba a perfilar su narrativa. “Una gran cantidad de personas que no tienen mucha comida en su mesa, pero tiene un montón de tenedores y cuchillos”, se lee en el texto.
Allí reside otra ruptura con las letras de amor simplonas de la época. El primer trabajo de Dylan anticipó un camino hacia la canción protesta que marcaría los primeros años del artista y le haría ganar un espacio como un cantautor de renombre, preocupado por asuntos sociales e historias que tomaba desde los periódicos, a la manera de un cronista.
Aunque el primer LP pasó inadvertido, y el músico apenas tenía dinero para comer, no perdió el tiempo y siguió escribiendo su propio material. Así llegaron temas como The death of Emmett Till -sobre un joven afroamericano linchado y asesinado supuestamente por flirtear con una mujer blanca-, Ramblin’, gambling Willie y la inmortal Blowin’ in the wind, compuesta mientras se encontraba en un café. Esos días fueron claves para formar la voz autoral de un artista que acabaría siendo clave en la década por su estilo y por el alcance de sus textos, más allá de las convenciones.
En la costa oeste, otra propuesta sonora se había lanzado a la mesa. En octubre de 1962 salió a la venta Surfin’ Safari, el primer álbum de los Beach Boys, un conjunto con impronta familiar en que destacaba la figura de Brian Wilson, un muchacho que se animó a escribir sus primeras canciones al piano, por influencia de su dominante padre. Por el interés de la juventud de California por el surf surgió Surfin’, una canción que se convirtió en un éxito y le abrió la puerta a una carrera musical que hasta entonces no imaginaban.
Si bien, en sus comienzos la música de los Beach Boys tomaba elementos musicales y sonoros de la década anterior, el talento de Brian Wilson comenzó a aflorar en la impronta personal y refinada de sus arreglos. Además, el interés de Wilson en el sonido lo llevó a probar trucos de grabación sin mayores complejos, lo que acabó por definir una sonoridad novedosa que corrió el listón de lo que se hacía en la época, con capas de instrumentos y voces, además del uso de variados efectos. Así, la sonoridad del rock salió del mero registro directo de los instrumentos y poco a poco entró a un curso de sofisticación, que encontraría su punto máximo hacia mediados de la década con trabajos como Pet Sounds y Revolver, los que llevarían a la música popular a un estadio diferente y trascendente.
A convertirse en la banda sonora del siglo XX. El mismo estatus que explotó en ese ya lejano 1962.