Eran días complejos para la Revolución Francesa hacia 1793. Entre sus partidarios, poco a poco se instalaba un debate acerca de la conveniencia de la instalación del Terror, como consecuencia de la guerra externa que amenazaba con poner en peligro los avances del proceso. Mientras, la guillotina ejecutaba opositores como una potente señal de escarmiento y se restringían libertades cívicas que la misma revolución había garantizado.
En el intertanto, el proceso avanzaba hacia cambios en el plano simbólico. Imbuidos del ideario racionalista de la Ilustración, tras el derrocamiento de la monarquía los revolucionarios impusieron nuevos sistemas de pesos y medidas y hasta un nuevo calendario con semanas de diez días, de forma tal que la gente no sabría cuál era el día domingo, el antaño día del señor. Su intención era regenerar el orden existente y borrar todo vestigio de la Iglesia Católica, firme opositora al proceso.
Para ello, los más radicales recurrieron a la imaginería de la antigüedad clásica con la que se habían educado. ”Se inspiraron en las imágenes de las virtudes de la antigua Grecia y Roma, en las que se habían educado los jacobinos de clase media y en la práctica de muchos obreros del campo y de la ciudad que vivían en una revolución radical bajo asedio”, detalla Peter McPhee en su estudio La Revolución Francesa 1789-1799.
Por ello, tras la brutal persecusión a curas y monjas -en especial a aquellos que se negaban a jurar la Constitución Civil del Clero- los revolucionarios llegaron hacia otro punto ¿y si se reemplazaba también la religión? así surgió el culto a la Razón. Un insólito rito racionalista ideado desde el ala más radical del Club de los Cordeleros, liderados por Jacques-René Hébert; un hijo de joyero que destacaba en la prensa de retórica más inflamada, y que tras el asesinato de Jean Paul Marat, se había vuelto el líder de la facción exaltada.
Hébert, envalentonado por el éxito de los radicales al impulsar el terror en la gobernante Convención Nacional, no dudó en proponer un barrido a fondo de la religión. Por su empuje se estableció el Culto a la Razón, una suerte de deidad republicana que en adelante reemplazaría a los crucifijos en las Iglesias. Incluso, en algunos templos se grabó la inscripción Temple de la Raison et de la Philosophie (Templo de la Razón y la Filosofía).
Y no fue todo. Incluso se organizó la Fiesta de la Razón, una curiosa ceremonia en la misma catedral de Notre Dame, el 20 de brumario del año II (10 de noviembre de 1793). En esta se podía ver mujeres vestidas con túnicas blancas y fajas tricolores entonar himnos revolucionarios frente a un altar del que salía una llamarada como símbolo del poder. Todo, frente a una mujer, Sophie Fournier (elegida precisamente porque su nombre en griego significa sabiduría), que personificaba a la Diosa de la Razón. Pero ante aquel espectáculo, algunos de los jacobinos y dirigentes más encumbrados, como Maximilien Robespierre, se preguntaron si aquello no había ido demasiado lejos.
Nace el culto al Ser Supremo
El Culto de la Razón, duró apenas cinco meses. Empoderado al frente del Comité de Salud Pública, el órgano ejecutivo de la Convención Nacional, Robespierre consideró que debía sacarse de encima al radicalismo de Hébert. A la vez, surgían las voces disidentes de otros revolucionarios más moderados como Georges Danton y Camille Desmoulins, quienes ante las victorias militares, comenzaron a exigir el cese del terror. Así, Robespierre decidió atacar a los dos grupos y simplemente enviar a sus líderes a la guillotina, para así afianzar su propio poder.
El llamado “incorruptible”, a diferencia de sus rivales, concebía el Terror de una manera diferente. “Para Robespierre y especialmente para sus correligionarios, el Terror tenía un propósito mucho más elevado que el de ganar la guerra simplemente. La visión de Robespierre de una sociedad regenerada, virtuosa y abnegada, era para él, la única razón de ser de la Revolución”, detalla Peter McPhee.
Por ello, él detestaba el ateísmo que había impulsado Hébert junto a los más radicales. Creía en una divinidad, pero que no intervenía en los designios humanos, y a la vez, representaba el ideal de la virtud que a su juicio, podría unir a la sociedad francesa y dotar de una guía a quienes se habían criado con la orientación religiosa. De allí a que decidió formar un nuevo culto, esta vez al Ser Supremo. “Si Dios no existiera, sería necesario inventarlo”, aseguraba.
La fórmula, un eufemismo para referirse a Dios, ya se había enunciado en la Enciclopedia por D’Alembert, e incluso se menciona en el preámbulo de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). Para Robespierre se trataba de un culto que resumía influencias derivadas de la Ilustración, la estética neoclásica -que superaba al barroco, asociado a la monarquía-, las prácticas de las logias masónicas y hasta cultos de la antigüedad.
Pronto, la Convención Nacional autorizó la instauración del nuevo culto. E incluso se fijó un día para su primera celebración, el 20 prairial (8 de junio de 1794) como día del Ser Supremo. Este se celebraría cada diez jornadas, es decir, casi a imitación del domingo para la festividad católica. “El pueblo francés reconoce la existencia del Ser Supremo y la inmortalidad del alma”, rezaba el decreto.
Así, se organizó la primera Fiesta del Ser Supremo. Para la ocasión se desarrolló un ambicioso programa de actividades a cargo de Jacques-Louis David, el célebre pintor -amigo de Robespierre- que había roto con el barroco del antiguo régimen para plasmar en sus cuadros una visión neoclásica, como en su célebre obra dedicado a la muerte de Marat, pintado casi como un Cristo doliente con el corazón rasgado por la daga de Charlotte Corday.
David trabajó duro. Así, se organizaron diferentes marchas y ceremonias a lo largo del país. Todo comenzó con una ceremonia en el jardín del palacio de las Tullerías, en que se encendió una estatua que representaba al ateísmo. Pero lo más ambicioso venía después; una procesión con los diputados de la Convención Nacional en pleno, hacia el Campo de Marte, donde David había preparado una gigantesca escenografía.
Se trataba de una enorme montaña artificial hecha de madera y yeso, adornada con rocas, flores e incluso un árbol vivo -llamado árbol de la libertad- en su cima. Los asistentes debían cantar un himno compuesto para la ocasión, encabezados, como no, por Robespierre. “Fue una espléndida escenografía a cargo de Jacques-Louis David, y con Robespierre, entonces presidente de la Convención, dirigiendo la procesión vestido con su chaqueta azul claro favorita y sosteniendo un ramillete de flores azules”, explica McPhee.
Pero no todos los asistentes interpretaron la ceremonia de la misma manera. No pocos pensaron que se trataba de una manera simbólica de cerrar el período más brutal del terror y así volver a la normalidad. Se equivocaron. La represión se hizo todavía más excesiva, lo que generó una contradicción con los triunfos militares que aseguraban la supervivencia del proceso; “de acuerdo con la ley del 22 Pradial (10 de junio), 1.376 personas fueron guillotinadas en solo seis semanas”, detalla McPhee. Asustados, los enemigos de Robespierre se unieron y lograron derribarlo del gobierno y enviarlo a la guillotina, agonizante, tras destrozarse la mandíbula con un tiro de revolver al momento de su arresto. Con su muerte, el 28 de julio de 1794, también finalizó el culto al Ser Supremo. Un intento de religión secular, ahogado por la sangre de sus propios feligreses.