Columna de Rodrigo González: Crímenes del Futuro: La Chatarra que Seremos
Al fin, después de ocho años, el cineasta canadiense David Cronenberg vuelve con un nuevo largometraje. Su cine va más allá de una categorización enciclopédica y lo de “body horror” es tan reduccionista como pasear el nombre de Hitchcock bajo el apelativo de “maestro del suspenso”. Son eso, pero también más.
Al fin, después de ocho años, el cineasta canadiense David Cronenberg vuelve con un nuevo largometraje. Cada vez le cuesta más encontrar financistas para sus descripciones incómodas sobre lo que somos y lo que escondemos. A nadie le gusta mirarse al espejo exacto y cruel de este viejo maestro del llamado “horror corporal”, pero es hora de que vayamos aprendiendo la lección. El cine de Cronenberg va más allá de una categorización enciclopédica y lo de “body horror” es tan reduccionista como pasear el nombre de Hitchcock bajo el apelativo de “maestro del suspenso”. Son eso, pero también más.
Lo suyo es estilo y contenido, estética y arrojo. En este sentido, su más reciente filme Crímenes del futuro funciona casi como un texto constitucional. Eso es: una constitución de la humanidad presente y futura, pero de aquella humanidad que no queremos ver. También es una carta fundamental de su propia obra. Quién nunca haya visto nada del director de 79 años puede entenderlo todo o casi todo a partir de esta extraordinaria película, actualmente en el Centro Arte Alameda de Santiago, en la sala Insomnia de Valparaíso y desde el viernes 29 en la plataforma Mubi.
Las cosas transcurren en un devenir inexacto y oxidado, una especie de retro-futuro con oficinas desvencijadas, paisajes mohosos, días sin tiempo y noches largas. Un admirado artista de la performance llamado Saul Tenser (Viggo Mortensen) presenta sus obras junto a Caprice (Léa Seydoux), su compañera de acto. Tenser es algo así como un enfermo crónico y tiende a desarrollar nuevos órganos corporales, los que son cuidadosamente extraídos y exhibidos por Caprice ante el expectante público. No por nada, ella es una cirujana reconvertida en artista. Los dos artistas experimentan un placer aparentemente sexual en estos episodios de bisturís, cortes, sangre y vísceras.
Pero en este mundo cambiante, hay quienes han ido más allá que Tenser y sus performances. Hay células revolucionarias que desarrollaron nuevos sistemas corporales, capaces de adaptarse a un planeta contaminado, corrupto y terminal. Uno de sus líderes es Lang Dotrice (Scott Speedman), que logró tener un hijo que se alimenta de plástico.
También hay entusiastas aprendices, entre ellos el burócrata Wipet (Don McKellar) y su nerviosa ayudante Timlin (Kristen Stewart). Y para cerrar el círculo de la distopía, existe un agente estatal que caza a los revolucionarios mutantes. Su nombre es Cope (Welket Bungué), un investigador que no le ve ninguna gracia a los tumores corporales devenidos en arte de Saul Tenser.
Cope es un funcionario de una humanidad en extinción, aquella que aún cree que nuestras vidas son tan limpias y cristalinas como las aguas de un arroyo de montaña. Tenser, Caprice, Timlin y Dotrice seguramente no creen en esos cuentos de hadas. Más bien valoran la evolución y se cuentan su propio cuento: hay belleza y placer en cada excrecencia física, cada anormal que nace por minuto y cada dolor que experimentamos. Se observan en un espejo que no está deformado, un gran scanner de nuestra imperfecta humanidad.
Esto es lo que ha venido haciendo Cronenberg desde su primer largo hace 53 años y no por nada la película tiene el mismo título y tema de su segundo filme, en 1970. Es la refinación de una escultura en constante mutación.
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