Escondida detrás de la ropa, empotrada en la pared, la caja fuerte no abrió. Barclays presionó una y otra vez los seis dígitos de la clave secreta, pero, al hacerlo, las teclas numerales no accionaban el breve pitido habitual, permanecían mudas. Siguió tratando, sin fortuna. Algo estaba mal. Por lo visto, la caja de seguridad se había averiado, no registraba la contraseña, no abría.
Como siempre que tenía un problema, el inútil de Barclays llamó a su esposa Silvia, mujer de extraordinaria inventiva que resolvía los problemas más complejos. Pero ella tampoco pudo abrir la caja fuerte.
¿Por qué Barclays deseaba abrir la caja metálica con tanta impaciencia? Porque, después de hablar por teléfono durante una hora con su madre octogenaria, quien se hallaba lejos, en Lima, había quedado angustiado, atormentado. Su madre Dorita le había pedido que viajase de inmediato a Lima para deshacer el fideicomiso familiar, diseñado para proteger el patrimonio de la señora. ¿Por qué Dorita quería liberar sus dineros del fideicomiso? Porque deseaba darle millones a su hija Caroline, quien al parecer había quebrado.
Angustiado, atormentado, Barclays le dijo a su madre que no viajaría, que no rompería el fideicomiso y que su hermana Caroline no debía recibir más dinero. Ahora necesitaba fumar marihuana para calmarse, pero la caja fuerte, donde se hallaban las reservas de cannabis, no abría.
Barclays y su esposa Silvia tocaron el timbre de sus vecinos argentinos y les explicaron la urgencia. Como grandes anfitriones, los vecinos argentinos, fumadores habituales de marihuana, encendieron sin demora un porrito y sosegaron el ánimo inquieto de Barclays. Los argentinos son los mejores amigos del mundo, pensó Barclays, qué suerte tengo de que mis vecinos sean argentinos.
En los días posteriores, revuelta y dividida la familia de Barclays (por una parte: su madre Dorita coludida con su hermana Caroline, resueltas a tumbarse el fideicomiso, por otra parte: los hermanos de Barclays, recelosos de la codicia de Caroline), dos empleados de Barclays procuraron abrir la caja fuerte, que contenía bolsas de marihuana, una pistola calibre veintidós y un revólver calibre treinta y ocho. Primero lo intentó el jardinero Gerson, de ordinario hábil para abrir todo lo que estuviese cerrado. Fracasó. Luego lo intentó el empleado todoterreno Marcos, miembro de una iglesia evangelista: por mucho que manipulaba y rezaba al mismo tiempo, no consiguió abrir la caja de seguridad.
-Esta caja fuerte tiene una llave -dijo Marcos-. Encuentren la llave y la abrimos.
Barclays y su esposa pasaron días buscando la llave por toda la casa, pero no la encontraron. No había quien abriera la caja de seguridad. El peso del fracaso lastró severamente el ánimo de la pareja. Tendré que llevar la caja fuerte al lugar donde la compramos, pensó Barclays. Pero los dueños de esa armería son conservadores, republicanos, fanáticos religiosos, y si la abren, quedaré como un marihuanero ante ellos.
Luego los Barclays salieron de viaje a Montreal. Como eran viajeros frecuentes y poseían números de TSA, no pasaron los estrictos controles aduaneros al salir de Miami: no les abrieron las maletas, no les sacaron los zapatos ni los aparatos electrónicos, no pasaron ellos mismos por los rayos X. En Montreal encontraron cannabis fácilmente, en tiendas cercanas al hotel. Esto es el paraíso, pensó Barclays. Además, probaron hongos sicodélicos en la finca de unos amigos en Vermont. Altamente volado tras probar los hongos, Barclays subió a un caballo negro, se sintió Napoleón y salió a cabalgar.
Al marcharse de Montreal, la línea aérea canadiense no aceptó sus números de viajeros seguros TSA y los despachó a la cola de los pasajeros sufridos, ordinarios. Debieron entonces quitarse los zapatos, sacar los aparatos electrónicos de sus bolsos y sus maletines, pasar por las cámaras individuales de rayos X. Barclays se despojó de su reloj, su cinturón, su alianza matrimonial, de las llaves de su casa, de todo lo que pudiera sonar en la cámara individual de rayos X, pero, al trasponerla, sonó una alarma chillona, irritante, lo que provocó la desconfianza de una mujer, agente de aduanas, uniformada, con visible sobrepeso y oscuro turbante musulmán. Ella y sus colegas obligaron a Barclays a pasar varias veces por los rayos X y la alarma se activó una y otra vez, a pesar de que el viajero no llevaba consigo nada metálico. Desconcertados, los agentes pasaron por el cuerpo de Barclays un aparato alargado para detectar en qué región de su organismo se encontraba el metal. Fue extraño para todos, pero sobre todo para el propio Barclays y su esposa, que el sensor metálico emitiera una ruidosa alarma cuando lo pasaron cerca del trasero de Barclays. Algo había allí adentro, en la cueva anal del viajero, en su ermita maltrecha, que disparaba la alarma de la aduana, indicando que acaso procedía una revisión más minuciosa o exhaustiva.
Por eso, Barclays a solas, sin su esposa, sin su hija, sin la compañía de la agente gorda y con turbante, fue conducido por dos rudos, fornidos individuos uniformados a un recinto cerrado, un cuarto de mal aspecto y peor olor.
-¿Qué lleva en el culo? -le preguntó un agente a Barclays, con rigurosa seriedad.
-Nada fuera de lo habitual -respondió Barclays, en tono risueño.
-¿Qué lleva habitualmente en el culo? -preguntó el aduanero canadiense.
-Una fábrica de gases -respondió Barclays, con picardía-. Una producción industrial de gas licuado. Con todo el gas que produzco, calentamos a media Europa, oficial.
Luego Barclays se rio, celebrando la humorada, pero los agentes lo miraron con severidad.
De nuevo, pasaron el sensor por las nalgas del viajero y enseguida sonó la alarma de un modo persistente.
-Debe de ser que ese aparato está estropeado -dijo Barclays.
No tuvo respuesta.
-Vamos a tener que revisarle el culo -le informó un agente.
-¿Revisarme el culo? -sonrió Barclays-. ¿Cómo lo harán?
-Manualmente -respondió un agente.
-No nos divierte hacerlo -añadió el otro.
Resignado, uno de los policías aduaneros se puso un guante de goma en la mano derecha, sacó un lubricante y le dijo a Barclays:
-Apóyese de espaldas en esa mesa. Abra bien las piernas. Le vamos a examinar manualmente el culo.
Enseguida el otro policía encendió una linterna.
Como si estuviera en el urólogo, Barclays se inclinó hacia adelante, abrió las piernas, sintió que le untaban el trasero con lubricante y se sobresaltó cuando el agente introdujo su dedo, sus dedos.
-Ilumina, ilumina -dijo un policía.
Luego añadió:
-Aquí hay algo sospechoso.
Carajo, pensó Barclays, espero que no encuentre un consolador. El esforzado agente deslizó sus dedos más hondamente en la gruta anal de Barclays, sintió una superficie dura y anunció:
-Aquí hay un objeto sospechoso.
Mierda, pensó Barclays, espero que no sea la pluma fuente Montblanc que se me perdió en París.
-¡Va saliendo, va saliendo! -anunció el agente de la mano de jebe, mientras el otro iluminaba el túnel posterior de Barclays como si fuera el socavón de unos mineros perdidos en Chile.
-¡Aquí está! -anunció el aduanero-. ¡Es una llave!
Barclays volteó, los pantalones abajo, los calzoncillos caídos, el otro gendarme iluminando sus bajas cañerías, y dijo:
-Ya puede apagar la linterna, oficial.
En efecto, era una llave: una llave metálica, color gris, diminuta.
-¿Sabía usted que viajaba con esta llave en el culo? -preguntó un agente.
-No -respondió sinceramente Barclays.
-¿De qué es la llave? -insistió el aduanero.
-No tengo la menor idea -dijo Barclays.
Luego preguntó:
-¿No quiere revisarme un poquito más?
-No -dijo el policía canadiense-. Con esto es suficiente.
Procedieron entonces a echarle alcohol a la llave, se la entregaron a Barclays con una mirada esquinada y lo dejaron en libertad.
-Por favor, trate de no usar su culo como un llavero -le dijeron, al despedirlo.
Fascinado, Barclays mostró la llave a su esposa y a su hija.
-¿De dónde es la llave? -preguntó Silvia.
-No sé, mi amor -respondió Barclays.
-¿Por qué te la metiste en el poto?
-No tengo la menor idea.
-¿No te acuerdas?
-No me acuerdo, mi amor.
-¿Te metes cosas en el poto y después te olvidas?
-No lo sé, mi amor.
El vuelo partió con cinco horas de retraso. Llegando a su casa en Miami, la esposa de Barclays corrió a la caja fuerte y probó la llave extraída del trasero de su marido. ¡Bingo! ¡Era la llave correcta! ¡Por fin abrió la caja fuerte!
Ahora los Barclays estaban intrigados por una pregunta quemante: ¿cuándo y por qué el señor Barclays se metió la llave de la caja fuerte en el culo?
Al revisar el contenido de la caja de seguridad, sacaron las bolsas de cannabis; la pistola, el revólver y las balas; y, para sorpresa de Silvia, la esposa, un consolador, dos consoladores, tres consoladores, cuatro consoladores, cinco consoladores en total, unos de jebe, otros de plástico, de distintos colores.
-Yo no he comprado estos consoladores -dijo Silvia, sonriendo-. ¿Por qué los compraste en secreto, sin decirme nada?
-Yo tampoco los he comprado, mi amor -dijo Barclays.
¿Quién entonces había abierto la caja fuerte y metido esos cinco consoladores en ella?
Riéndose, felices de haber abierto la maldita caja fuerte, no les quedó más remedio que recurrir a las cámaras de seguridad de la casa. Al ver las grabaciones de las cámaras instaladas en el inmenso ropero de los Barclays, donde se hallaba escondida la caja fuerte tras las chaquetas y las corbatas, pudieron ser testigos de unas imágenes perturbadoras y, al mismo tiempo, hilarantes: tarde en la noche, entre las tres de la mañana y las cinco de la mañana, cuando Silvia dormía, Barclays despertaba, sacaba un consolador debajo de la cama matrimonial que seguramente había comprado a escondidas de su esposa, y caminaba y hablaba como un sonámbulo por el closet. ¡Barclays era sonámbulo, las cámaras lo demostraban! ¡Las pastillas que tomaba para dormir lo hacían caminar dormido, hablar dormido! Y entonces, caminando y hablando dormido, se quitaba el pijama en el closet, se introducía un consolador y caminaba con el adminículo erótico adherido al culo, hablando boberías, sandeces, cosas imposibles de entender. Pasados unos minutos, abría la caja fuerte, metía el consolador y luego, aún en estado de sonambulismo, se introducía en el culo la llavecita de la caja fuerte.
-Menos mal juegas con los consoladores y no con las pistolas -dijo Silvia.
Para tristeza de Barclays, Silvia decidió echar los consoladores a la basura. Luego guardó la llave de la caja fuerte en un lugar seguro.
-Deberíamos volver pronto a Montreal -sugirió Barclays-. ¡Hacía mucho tiempo que no me metían la mano con tanta destreza!
-Cállate, tarado -sonrió Silvia.