De cierta forma el título del nuevo documental de Patricio Guzmán es una transparentación de intenciones, una declaración de principios. El realizador de La batalla de Chile no está sólo aquí para registrar los hechos que siguieron al estallido social de octubre del 2019. Esto es también el mundo que él quisiera para Chile, con los protagonistas que él considera importantes y con el camino que Guzmán ve como la vía de salida a las convulsiones recientes. Es su país imaginario.
Quien quiera hallar en esta película un paisaje contrastado y con infinitos matices, está hurgando en el cajón equivocado. Es más, todos los que hemos vivido inmersos en los vaivenes político-sociales de los últimos tres años y tenemos el mismo cuadro frente a nuestras narices encontraremos demasiada ingenuidad y parcialidad en la mirada de Guzmán. Radicado desde hace cuatro décadas en Francia, el director observa nuestra realidad con la mirada lejana que le permite ver el paisaje completo, pero al mismo tiempo hay cierta miopía que olvida los detalles de los movimientos sociales.
La batalla de Chile, su registro de cuatro horas y media sobre la Unidad Popular, el Golpe y los días posteriores, sigue siendo el alfa y el omega de su creación, una obra maestra que instala su sombra sobre todo lo que ha hecho después. En la medida que sus filmes siguientes eran más reposados, poéticos y menos urgentes son también mejores, alcanzado las altas cotas de Nostalgia de la luz (2010) y El botón de nácar (2015).
Mi país imaginario, en cambio, responde a otra lógica. Responde al tablero de la contingencia y se compara directamente con La batalla de Chile. En ese análisis queda mal parada. Si en la película de los años 70, Guzmán obvió sus simpatías políticas y rescató la opinión discordante en plena calle de una manifestante de derecha, en Mi país imaginario abundan las declaraciones de principios con vestimenta de cuñas del momento. Si en La batalla de Chile él se hizo pasar por un periodista de Canal 13 y entró a la cotidianidad de un hogar anti-UP, acá están sólo los rostros oficiales de la revuelta.
Es aquella curiosidad la que se echa de menos en un caldo que aún se cuece y está lejos terminar. Ese sabor desde el otro lado del espectro no le hubiera hecho mal a su retrato. Por el contrario, lo habría agigantado.
Tal vez la perspectiva del tiempo le dé un nuevo sentido a Mi país imaginario. Por ahora, quizás, lo más rescatable son las filmaciones hechas en el fragor de las protestas, a ras de piso, con el sonido y las imágenes del peligro a centímetros de la cámara. Aquella inmediatez sí que conecta con la frescura de sus filmes de inicios de los años 70.
De seguro el realizador es lo suficientemente sensible para saber que esto es tal vez sólo un paso intermedio y en falso. Una complicada puesta al día con la adictiva, dramática y cambiante realidad de Chile. No es su última palabra y se esperaría una continuación de esta noticia aún en desarrollo. El guión de su país se escribe a diario y la oportunidad de filmarlo es gratis.