Incluso Barack Obama, el expresidente de EE.UU., no pudo resistirse al encanto de Rosalía. En su lista de imprescindibles del verano incluyó a Saoko, uno de los temas de Motomami, el nuevo álbum de la barcelonesa que se ha posicionado entre los más celebrados en lo que va del año.
No es casual; se suma a los varios reels y contenido digital trabajado para las redes sociales, donde la española es protagonista. Una clave de los tiempos en que las estrellas musicales brillan más allá de los discos y los shows.
A su segunda visita a Chile, agendada para mañana en el Movistar Arena y con boletos agotados hace meses, la artista llega como una referencia del pop a nivel global. Un fenómeno impulsado gracias al auge de la música en español. Pero el caso de Rosalía, su propuesta es ante todo una mezcla muy personal de intereses, trabajada con la suficiente cuota de arrojo para transitar entre la vanguardia y el impacto comercial.
Nacida como Rosalía Vila Tobella en 1992, el mismo año de los Juegos Olímpicos en Barcelona, se inició en la música estimulada por su padre. A los 13 años descubrió la música del legendario cantaor flamenco Camarón de la Isla. Un punto de partida que luego desarrolló tras aprender los secretos del género con José Miguel “El Chiqui” Vizcaya. Eso marcó su primer lanzamiento, Los Ángeles, de 2017. Un álbum que descansa en su voz y el sonido acústico que mezcla el estilo tradicional flamenco con una aproximación moderna.
Pero fue su segundo álbum, El mal querer (2018), el que la volvió un nombre relevante en la industria. Un trabajo inspirado en una antigua novela medieval occitana titulada Flamenca. “Solo quiero escuchar algo que no haya escuchado antes. Esa es la intención siempre”, explicó al New York Times.
El éxito fue colosal y se volvió el sabor del momento. Eso le permitió debutar en el país, durante la edición 2019 del festival Lollapalooza Chile. Así, su expansión continuó a punta de clics y fotos en su cuenta de Instagram, donde acumula más de veinte millones de seguidores. Pero no faltaron las críticas; se le acusó de apropiación cultural, a propósito de sus cruces con el flamenco. No se amilanó. Amplió sus cruces hacia otros géneros, como la música urbana, como en la explosiva Con altura, en que colabora con J Balvin.
Desde entonces rondó la inquietud de cómo enfrentar un siguiente disco con tamaña presión a cuestas. Pero, como le dijo a este medio en marzo, simplemente no le afectó. “Yo, como artista, como creadora, no pienso desde ahí, porque eso te puede paralizar. ¿Cuál es el sentido de pensar en eso?”.
De allí que en Motomami, su último álbum, homenajea a los ritmos latinos que solía bailar con sus primos en la adolescencia. “Escuché a Don Omar, Ivy Queen, Lorna, Yankee, Zion y Lennox desde que tenía al menos 13 año. Esto es parte de mi experiencia”, le comentó al New York Times. Pero no se queda ahí; inquieta, el disco ofrece una variedad estilística que va desde las referencias al reggaetón en Chicken Teriyaki, a la suave balada Hentai.
Un contraste que suena coherente para una artista que hace del movimiento constante su única certeza. “Yo intento ser lo más honesta que puedo en el estudio, hacer la música de verdad, de corazón, desde la urgencia, la necesidad -señaló a Culto-. Y luego, cuando yo la comparto, ya no es mía”.
Un credo que también le ha valido polémicas: en su show no hay músicos y sólo se apoya en bailarines y pistas grabadas. Por lo demás, incita a que todo el mundo la capture en fotos de celular para que después esos registros se suban a Instagram. Una absoluta encarnación de su tiempo.