Fue una llamada de su mánager John Reid, la que alertó a Elton John sobre lo que había ocurrido bajo el largo verano de Miami. Dos disparos certeros, a quemarropa, acabaron con la vida de Gianni Versace. Un diseñador talentoso, extravagante y chismoso por partes iguales, al que el músico le tenía tal estima, que lo consideraba “un hermano gemelo perdido”. Era un confidente, compañero de viajes y de juergas, con el que se entendía sin mucho esfuerzo.
Esa noche, según cuenta en su autobiografía Yo, Elton John (Reservoir Books, 2019), se sentó en su cama, encendió el televisor y simplemente lloró. No había música. Solo la pena negra.
De improviso, la soledad de la habitación se quebró por el chirrido estridente del teléfono. Curioso, Elton tomó el auricular y escuchó una voz suave y ligeramente grave, que no oía hace largo. “Hola, Elton”, saludó Diana de Gales. Una amiga muy cercana para el artista, pero que hasta ese instante, era más bien un recuerdo de tiempos glamorosos.
“Ni siquiera sé cómo consiguió mi número, pues no hacía mucho que había comprado la casa de Niza -recuerda el compositor en su autobiografía-. Ella también estaba en la costa, en St. Tropez en el yate de Dodi Fayed”.
En tanto símbolo de la elegancia en los locos años noventas, la princesa de Gales también frecuentaba a Gianni Versace. Precisamente, un asunto relacionado con el diseñador fue el que había distanciado a los dos amigos un tiempo atrás. Pero así como en la gloria, la muerte del italiano funcionó como un pie forzado para intercambiar algunas palabras. Al menos, más amables que la última vez que se habían comunicado.
Ocurrió unos pocos meses antes. El siempre inquieto Versace estaba entusiasmado con la idea de recopilar fotos de modelos y estrellas de rock semidesnudos y publicarlas en un libro que, con su afinado sentido de la publicidad, tituló Rock and Royalty. La idea era mostrar a estos hombres apuestos y atléticos casi a la manera de fibrosos dioses griegos (cultura que el modisto admiraba), bajo el lente de fotógrafos de renombre como Robert Mapplethorpe, Irving Penn, entre otros. Por cierto, las ganancias se destinarían a la Fundación contra el Sida, del artista inglés.
Como la figura pública que era, Diana aceptó escribir un prólogo para el volumen. Todo iba bien, hasta que un día, la princesa simplemente informó que no se iba a involucrar en el proyecto. “Supongo que en Buckingham Palace no gustó la idea de que un miembro de la familia real tuviera algo que ver con un libro en que aparecían imágenes de tipos desnudos con una toalla en la cintura”, recuerda Sir Elton.
A partir de ese momento, comenzaron las recriminaciones. De un lado, Diana dijo que no estaba enterada sobre el contenido del libro y había aceptado a ciegas. Del otro, Elton aseguraba que la princesa no solo conoció las fotos, sino que más aún, le encantaron. Probablemente, no podía aceptar que ella renegara sin más. Que alguna reprimenda pudiera más que sus convicciones. Que su elegancia y sensibilidad fuesen relegadas por las convenciones de una monarquía deslavada.
“Le escribí de nuevo, la llamé y le grité, le dije que aquel libro le había costado mucho dinero a la Fundación contra el Sida, le recordé que ella ya lo había visto”, rememora el músico. Luego, se impusieron las palabras. Habitualmente una comunicadora innata, Diana optó por responder en una carta fría y seca como un pedregal. “Era muy formal y severa: ‘Estimado señor John…’. Y aquello pareció ser el final de todo”.
Pero esa noche, acaso por honrar la relación que les unía con Versace, ella había tomado la iniciativa. “Me preguntó cómo estaba, si había hablado con Donatella [la hermana de Gianni] -cuenta Elton-. Y entonces me dijo: ‘Lo siento muchísimo. Ha sido un distanciamiento estúpido. Volvamos a ser amigos’”.
Como la gente normal
Como en los cuentos, fue en un baile de la realeza en el añoso castillo de Windsor, donde Elton quedó prendado del garbo y la simpatía de la joven Diana Spencer. Por entonces ella era nada menos que la prometida de Carlos, el príncipe de Gales y primero en la línea de sucesión al trono, que lleva más de seis décadas esperando por, algún día, sentarse en el trono real.
Por esos asuntos que sólo se comprenden con la sangre azul en las venas, era un baile con la música puesta a un volumen bajísimo. Nadie quería importunar a la Reina, al fin y al cabo, todos querían conservar la cabeza en su lugar. Esa noche de 1981, Elton John junto a su percusionista, Ray Cooper, fueron contratados para entretener a la regia audiencia, pero también había música envasada.
Por entonces, el músico era una estrella, aunque peleaba cada noche contra sus demonios más incisivos; la adicción a las drogas y la bebida. “La ingesta de alcohol dejó evidencia en su cuerpo que ganó rápidamente volumen, hasta el punto de que algunos trajes de la gira no le dejaban libertad de movimiento”, detalla el biógrafo José Luis Caperote en su libro Elton John. La historia de uno de los grandes mitos del pop (Ma Non Troppo, 2019).
Esa noche, en la discoteca más insólita de la historia, con el volumen bajo, Elton fue como el sobrino que la parentela no ve hace tiempo. Mientras trataba de comprender la incómoda situación, fue convidado a bailar por la princesa Ana y luego, hasta por la misma reina Isabel, quien se esforzaba por no dejar de sujetar su pequeño bolso.
Fue entonces que apareció Diana, con su sonrisa fácil y la melena dorada al brushing agitándose un poco a cada paso. “Llegó a la pista de baile y conectamos de inmediato -rememora el músico-. Terminamos fingiendo que bailábamos un charleston mientras abucheábamos por lo flojo que estaba el volumen de la disco”.
Nada raro en ella. Según él, la princesa tenía una simpatía natural que le permitía conectar muy rápido con quien tuviera al frente. “A pesar de su estatus y su abolengo, estaba bendecida por una capacidad increíble de socializar, con la habilidad de hablar con quien fuera, de parecer normal, de hacer que la gente se sintiera cómoda en su compañía”.
Desde ese momento se hicieron íntimos. Ambos compartían cenas, eventos sociales y además congeniaron en su interés por desarrollar obras benéficas. De allí, a que la distancia entre ambos fuese especialmente dura de llevar. Por eso, cuando ella hizo gala de su carisma para charlar con el artista, la reconciliación fue bastante fácil. A las pocas horas se sentaron juntos durante el funeral de Versace, el 22 de julio de 1997. Como siempre, fueron comidillo de la prensa y los paparazzi. En la ceremonia, pese a las enconadas opiniones en contra de algunos sacerdotes, el músico cantó junto a Sting el salmo 23, ese que dice que “el señor es mi pastor, nada me hará de faltar”.
Una vela en el viento
La noche del 31 de agosto de 1997, Diana junto a su pareja, el empresario y productor cinematográfico, Dodi Al-Fayed, salieron por una puerta trasera del Hotel Ritz de Paris y subieron a un Mercedes placa 688LTV75. La idea era esquivar a los paparazzi, que les aguardaban con los lentes listos, y trasladarse sin demora hasta el departamento del magnate egipcio en la “ciudad luz”. No llegaron. Corriendo a casi 200 km/hora el conductor perdió el control en la entrada del túnel bajo el Place de l’Alma, derrapó unos metros y se estrelló contra una columna. Malherida, la princesa falleció en el hospital horas más tarde. También murieron Al-Fayed y el chofer, Henri Paul.
La noticia devastó a Elton. Ese año, definitivamente no corría del todo bien. Se había tomado un respiro de las giras para grabar el álbum The Big Picture, mientras trabajó un documental sobre su carrera titulado Tantrums and Tiaras, el cual no pasó inadvertido: a unos les encantó, mientras otros lo detestaron. Pero ante todo, posicionó una imagen del artista a contrapelo de lo que él proponía.
“En la cinta se nos presenta a un hombre que es encantador y atento, al mismo tiempo que generoso y con sumo talento, pero hay otra imagen más vulgar que también se expone, la de un ser odioso, mimado, difícil de tratar y sobre todo muy infantil”, explica José Luis Caperote.
Durante esa temporada, el compositor estaba desesperado al notar como su imagen pública se deterioraba. No era algo menor, porque le había significado un gran esfuerzo instalarse como un hombre rehabilitado de las drogas, sano y feliz con su pareja, David Furnish. Por ejemplo, la portada del álbum Made in England (1995), presenta una foto suya, en que se le ve sonriente, sereno, moderado. Ello le había permitido capitalizar su éxito con la banda sonora de El Rey León, que lo acercó a la audiencia familiar. Pero ahora todo parecía irse al carajo.
Mientras Elton se preparaba para asistir al funeral de Diana, el multimillonario Richard Branson, dueño de Virgin, llamó al músico. Le contó que en las radio los auditores pedían con insistencia una vieja canción suya. Es más, en el libro de condolencias dispuesto para la gente en el palacio de St.James, citaban extractos de la letra. Se trataba de Candle in the Wind, un tema que incluyó en el celebrado álbum Goodbye Yellow Brick Road (1973). Entonces, Branson le lanzó el desafío: ¿aceptaría cantar la canción en el funeral?
“No me lo esperaba -recuerda el autor de Rocketman-. Creo que la familia Spencer había hablado con Richard porque tenían la sensación de que el funeral tenía que ser algo con lo que la gente pudiera conectar: no querían un acontecimiento real severo y distante lleno de pompa y protocolo, pues aquello no habría encajado en absoluto con la forma de ser de Diana”.
Contra el tiempo, Elton reparó en un detalle: la canción original hablaba sobre Marilyn Monroe, de hecho en la primera línea la llama por su nombre real (“Adiós, Norma Jeane”), por lo que se imponía trabajar en una reescritura de la letra. Y allí entró en acción su socio histórico, el letrista Bernie Taupin.
Taupin, un poeta y escritor, llegó a trabajar con Elton casi de casualidad al responder un aviso de la disquera A&R buscando talentos, en 1967. Ahí lo juntaron con el tímido y regordete músico de sesión Reginald Kenneth Dwight, quien ya firmaba como Elton John. Pronto forjaron un entendimiento a nivel artístico que funcionaba en los misterios de la intuición. “Bernie escribe las letras y me las pasa y yo las leo, toco un acorde y algo toma el control y sale a través de mí a través de mis dedos”, detalla el músico.
Por ello, a la mañana siguiente, Taupin le envió a Elton la letra reescrita. Tras la aprobación de la familia Spencer, quedó todo listo. Solo restaba un detalle; el artista solicitó que le facilitaran un telepromter para leer la nueva letra de la canción. Temía, con razón, confundirla con la original que solía cantar en sus shows. Más aún, cuando le dijeron que la transmisión sería televisada, vía satélite, a todo el mundo.
Con solo un ensayo, el día antes de la ceremonia, Elton John llegó a la abadía de Westminster acompañado de su pareja, David, y otro que también era cercano a Ladi Di, George Michael. Corría el 6 de septiembre, y el templo estaba repleto de celebridades: Tom Cruise y Nicole Kidman, Tom Hanks y Rita Wilson, y otros tantos.
Con el temor a equivocarse en la letra zumbando en su mente, Elton caminó hasta el piano ubicado en un costado. Tenía años, décadas, de experiencia en el cuerpo, pero estaba inquieto. “Mentiría si dijera que nunca se me pasó por la cabeza que me iban a dos mil millones de personas, pero al menos iba a tocar mirando a la parte de la iglesia en la que estaban todos los representantes de las asociaciones benéficas a las que Diana había dado su apoyo”, rememora.
Hasta que llegó el momento. La transmisión televisiva pinchó el plano que tomaba a Elton John de costado. Estaba sentado en posición recta a la manera de un concertista. Luego, con sus pequeñas manos sobre el teclado, el músico comenzó a tocar la introducción de nueve segundos, antes de cantar: “Adiós rosa de Inglaterra/Ojalá crezcas siempre en nuestros corazones/Fuiste la gracia que se colocó/donde las vidas estaban destrozadas”.
“No recuerdo mucho de la actuación en sí misma, pero sí recuerdo el aplauso cuando acabé -detalla en sus memorias-. Parecía como si empezara fuera de la abadía de Westminster e irrumpiera luego en la iglesia, e imagino que eso era lo que la familia de Diana quería conseguir cuando me pidieron que cantara: conectar con la gente de afuera”.
Apenas terminó de tocar, Elton se levantó y se retiró. En el estudio Townhouse lo esperaba el legendario productor George Martin, el mismo que se hizo célebre por su trabajo con The Beatles, para trabajar una versión de estudio de “Candle in the Wind 1997”, como se le tituló. “La canté dos veces, de una toma, con el piano y me fui a casa”, detalla en su autobiografía.
El sencillo, que en su versión CD incluía además los temas Something about the way you look tonight (el primer single del álbum The Big Picture) y You can make history (young again) salió a la venta el 13 de septiembre de 1997. La gente llenó las tiendas para comprar, uno, cinco, diez copias del compacto. De inmediato llegó al número uno del Billboard Hot 100 y allí se quedó por catorce semanas. Es el segundo single más vendido de la historia.
Cuando llegó a su departamento desde el estudio, David tenía la transmisión televisiva del funeral puesta en un televisor en la cocina. En un momento, un plano abierto mostró a la multitud arrojando flores al paso del coche fúnebre que llevaba a la princesa hasta la casa familiar de Althorp donde fue sepultada. “Ahí fue que me vine abajo -recuerda Sir Elton-. No había sido capaz de mostrar una sola emoción en todo el día”.
Con el tiempo, Elton John tomó distancia del éxito de la canción y no la cantó más. Ni siquiera la original. Todavía le resonaban aquellos días de exposición mediática, tan caros a Lady Di. “Me parecía como si la gente se estuviera regodeando en su muerte, como si el duelo por ella se les hubiera ido de las manos y se negaran a seguir adelante. Me parecía algo insano; morboso y antinatural. Estoy seguro que eso no es lo que Diana hubiera querido”.
Solo una vez, en 2007, a propósito del aniversario de la muerte de Lady Di, Elton volvió a cantar la misma versión. La procesión va por dentro, dicen.