En la florida primavera de 1822, la gente del bajo pueblo ya se congregaba en las fondas para celebrar el cumpleaños de la joven nación llamada Chile. En esos tiempos, eran instalaciones levantadas con palos, paja, ramas de árbol, lo que hubiera, para recibir a los alegres parroquianos. Ahí fue a darse una vuelta la viajera inglesa María Graham, quien en su Diario de mi residencia en Chile anotó lo que vio.
“(Parecían) gozar extraordinariamente en haraganear, comer buñuelos fritos en aceite y beber diversas clases de licores, especialmente chicha, al son de una música bastante agradable de arpa, guitarra, tamborín y triángulo, que acompañan las mujeres con canciones amorosas y patrióticas. Los músicos se instalan en carros, techados generalmente con caña o paja, y tocan sus instrumentos para atraer compradores a las mesas cubiertas de tortas y licores”.
La costumbre de las fondas y ramadas no era nueva, ni tampoco se anclaba solo a las Fiestas Patrias. Por esas primeras décadas del siglo XIX, el mundo popular solía instalar ramadas y chinganas por cualquier evento que rompiera el letargo del año. Fuera familiar o de carácter masivo, incluso para las festividades religiosas.
“Ambos espacios de sociabilidad eran característicos de los sectores populares durante la colonia y persistieron en el siglo XIX y XX. Las fondas y ramadas eran lugares similares, aunque las primeras eran características de los espacios rurales donde se instalaban estos establecimientos para vender comida y alcohol a la vera de los caminos, siendo ampliamente concurridos por el peonaje. Aun así, se les reconocía como similares a estas ‘casas ramadas’ que también llamaban chinganas”, explica a Culto, Milton Godoy, doctor en Historia e investigador del Museo Regional de Atacama.
Como otras expresiones del habla popular criolla, la palabra chingana fue una adaptación local. “Su nombre respondía a un peruanismo que designaba un socavón o conducto subterráneo (del quechua chinkana) que era aplicado en Chile a los lugares de entretención popular emplazados en las inmediaciones de los pueblos y ciudades, principalmente, los días de fiesta -acota Godoy-. No obstante, algunos funcionaban de forma permanente en los suburbios de los pequeños poblados mineros del Norte Chico, donde acudían los mineros los domingos y festivos”.
“En estos lugares el minero desperdigaba el dinero acumulado en largas jornadas de trabajo y era posible que una vez agotados sus caudales empeñara parte de su ropa para volver a la mina en peor situación de como la había abandonado”, agrega.
Es Gabriel Salazar quien en su fundamental Labradores, peones y proletarios habla de que hacia 1840 existían tres tipos de chinganas. La primera era la fonda, cuyos clientes provenían de las ciudades; la segunda era la chingana como tal, cuyos clientes eran suburbanos; la tercera, la ramada, de carácter transitorio. Además, según el historiador Eugenio Pereira Salas, las chinganas eran urbanas, mientras que las ramadas eran propias del mundo rural.
Asociadas a las Fiestas Patrias, en rigor, existen registros de las primeras ramadas y chinganas desde los albores mismos de la conquista, en nuestro país. “Más allá de las distinciones semánticas, chinganas, ramadas y fondas hablan de una costumbre popular. Hay registros de que las ramadas existían a fines de la colonia, y era la forma de sociabilidad propia de los sectores populares rurales. Se dice que estas ramadas fueron trasplantadas por las personas que se trasladaron a las ciudades”, detalla a Culto la historiadora Paulina Peralta.
Peralta establece una diferencia: “Las chinganas funcionaban todo el año, eran establecimientos comerciales estables. Las ramadas eran la versión efímera y precaria de la chingana. Ya desde la colonia eran escenarios de diferentes eventos, por ejemplo en celebraciones familiares, lúdicas, políticas y religiosas se construían ramadas dada la facilidad con que podrían ser levantadas”.
Sin embargo, con el proceso de independencia y la llegada del siglo XIX, estos lugares se convirtieron en un ícono de las celebraciones de Fiestas Patrias. En el fondo, no fue sino una excusa más que la plebe tenía para desbordar de alegría y alcoholes. Lo explica Peralta en su artículo La consagración del 18 de septiembre como fiesta nacional. Trayectoria de la multiplicidad festiva en Santiago de Chile (1810-1837). “Con la aparición de las fiestas republicanas surgió una nueva oportunidad para que los sectores plebeyos reprodujeran su peculiar forma de festejo y diversión. En efecto, se ha podido constatar que las festividades celebradas en la plaza mayor y sus alrededores continuaban por varios días más en un llano ubicado en el sector sur de la capital”.
De ese llano hay una referencia en las cartas que en septiembre de 1832 Ramón Mariano Arís le escribió a Bernardo O’Higgins, por entonces exiliado en el Perú. En la misiva, le mencionó que en la chacra o quinta El Conventillo “se remató por la policía un cuarto de terreno, para el que quisiese hiciese ramadas o tabladillos y hubiese toda clase de ventas y juegos por cinco días, principiando desde el 16 hasta el 20″.
El Conventillo fue posteriormente adquirido por el Estado. “Hay registros de que el Estado compró este llano, El Conventillo, que es muy similar a lo que hoy conocemos como los terrenos del Parque O’Higgins -señala Paulina Peralta-. Era el lugar donde el pueblo solía reunirse para festejar distintas fiestas masivas, religiosas o civiles, desde fines de la colonia. Llama la atención de que el Estado republicano lo compró para que fuera el lugar en el que se pasara revista de inspección a las tropas”.
Peralta agrega otro dato: “Pude constatar que esa hacienda había pertenecido a Rosa Rodríguez Riquelme, media hermana de Bernardo O’Higgins. En 1823 ella se lo vendió a Manuel Blanco Encalada, él la dividió en dos partes, una de ellas fue adquirida por el fisco, en 1834, para establecer el campo de instrucción”.
Entre prohibir y cobrar
Un consejo de Andrés Bello, el célebre sabio venezolano, fue el que motivó a Diego Portales a impulsar la prohibición de las chinganas en 1836. Para las autoridades de la época se trataba de espacios en que se generaban desórdenes públicos, por lo que se decidió regularlas.
“El discurso de la élite y de los agentes estatales era unívoco, en tanto, estos lugares de transgresión fueron perseguidos y cuestionados durante el siglo XIX como parte de un proceso de disciplinamiento cultural que buscaba erradicar todo lo que tuviese presencia popular, indígena o negra”, detalla Milton Godoy. “La idea era asimilarse de la mejor forma a los países reconocidos como ‘civilizados’ que eran los modelos a seguir en una eurofilia que veía en estos el paradigma del progreso y la civilización”.
Incluso la Iglesia tenía una postura muy definida sobre el tema. “Para el caso de las chinganas la crítica más dura provenía de la Iglesia católica que cuestionaba el consumo de alcohol, las diversiones y la violencia, extremos de la conducta social que aparecía como bárbara e inmoral”, agrega el historiador.
Pero la prohibición, a su vez, se estrelló contra una contradicción. “Esta persecución enfrentaba la paradoja de las autoridades que por una parte, buscaban erradicar las conductas populares transgresoras donde, según ellos, el pueblo se emborrachaba y degradaba -señala Godoy-. Mientras que, en las municipalidades del Norte Chico, carentes de caudales, las fondas y chinganas tenían una aceptación solapada, debido a que pagaban algunos derechos por su instalación y aportaban a engrosar las débiles arcas municipales”.
Por su lado, Paulina Peralta explica: “Chinganas y ramadas siempre fueron blancos de críticas desde la élite gobernante, sobre todo moralizantes porque estaban asociadas con vicios, desórdenes, vagancia. Eran un espacio temido por las autoridades. Por lo mismo se buscaba controlarlo. Pero al mismo tiempo las chinganas significaban entradas económicas para los municipios. Si bien había un discurso moralizante, tampoco se les combatía tanto porque pagaban aranceles anuales”.
Vamos a zapatear para el 18
En rigor, los festejos comenzaron en 1811, al año siguiente de la Primera Junta de Gobierno. Manuel Antonio Talavera, considerado uno de los primeros cronistas de la era independentista (adscrito al bando realista), escribió en un testimonio disponible en la colección de fuentes en línea de la Universidad de Chile: “El mismo día 18 se celebró el cumpleaños de la Junta con misa solemne, sermón, Te Deum, y tres salvas de artillería, con más dos días de iluminación y dos noches de fuegos, mucha música en un tabladillo que se hizo en la plaza mayor; consecutivamente dos tardes de fuego de cabezas en el conventillo”.
Fue en el correr del XIX que las fondas, chinganas y ramadas quedaron asociadas para siempre a los festejos de las Fiestas Patrias. A contar de 1837, bajo el gobierno del Presidente Joaquín Prieto, se estableció que el día patrio sería solo el 18 de septiembre, en desmedro de los 2 que ya se venían festejando. Para 1824, las festividades patrióticas eran el 12 de febrero, 5 de abril, y el 18 de septiembre. Ese año, el Director Supremo Ramón Freire eliminó la de abril y solo quedaron la de febrero y septiembre. Prieto, lo dejó en septiembre con una idea de imponer desde arriba una ética más cercana al trabajo, algo que ya venían fraguando los gobiernos anteriores.
“A partir de la década de 1820, el gobierno comenzó a esforzarse por modificar ‘desde arriba’ ciertos comportamientos bastante arraigados, necesario para imponer la idea del progreso. Un primer paso en este sentido, era promover una nueva ética del trabajo, que fuera políticamente adecuada a los nuevos parámetros que se iban estableciendo. De ahí a que el exceso de días feriados, característicos de los tiempos coloniales, fuese visto como un factor contraproducente para los deseos de modernidad que se proponían”, indica Peralta en ¡Chile tiene fiesta!.
Pero a pesar del programa oficial de celebraciones, que ya incluían maniobras y simulacros militares -lo que hoy se conoce como Parada Militar- y el Te Deum en la Catedral, las autoridades de esos primeros años de la República permitieron la existencia de las fondas, chinganas y ramadas, entendiendo que no podrían ir contra una costumbre arraigada en el pueblo chileno.
“El sector dirigente había comprendido que la legitimidad de la nación no pasaba exclusivamente por los niveles de adhesión que su propio grupo social manifestase, sino que debía ceder espacios al bajo pueblo dentro del ceremonial estipulado desde arriba, para que este participara y se empapara de la idea de pertenecer a una comunidad nacional –en apariencia– cohesionada y homogénea”, explica Peralta en su citado artículo.
Ya con el permiso de la autoridad, la plebe se volcaba a las fondas en los primaverales días del 18. En la ocasión, el trago que se bebía de forma preferente era la chicha. Así lo anotó en su diario María Graham: “El licor que bebe comúnmente la clase baja es la chicha, descendiente en línea recta de aquella embriagadora chicha que los salvajes sabían hacer cuando llegaron los españoles. Para esto mascaban varias clases de bayas y granos y los escupían en una gran tinaja en donde los dejaban fermentar. Pero, la demanda siempre creciente de la chicha ha introducido un método más limpio en su preparación, de modo que en la actualidad es algo como una sidra ácida, elaborada en su mayor parte con manzanas”. La inglesa también constató que se bebía vino y aguardiente.
¿Y el baile? “En el XIX se llamaba la zamacueca, era la danza por excelencia -explica a Culto la historiadora Karen Donoso, quien ha investigado el baile nacional-. La cueca como la conocemos en términos rítmicos y musicales es de comienzos del siglo XX. En ese tiempo, encontramos en la lira popular, en los cancioneros y partituras cuecas y zamacuecas y es difícil distinguir la diferencia entre una y otra”.
Fue hacia la década de los gobiernos radicales en que la cueca se institucionalizó y adquirió la coreografía que conocemos hoy, con los pasos, media vuelta y el “8″. “En las décadas de 1920 y 1930, la cueca era netamente popular -señala Donoso-. Se institucionalizó en la década de 1940 cuando comenzaron las clases de folclore. Ahí hubo gente muy importante, como las profesoras de la Universidad de Chile. La más importante fue Emilia Granham, ella creó un método de enseñanza folclórica, y educaba en danzas folclóricas en el Instituto de Educación Física desde 1942. Después, Margot Loyola en las Escuelas de Temporada desde 1949″.
Fue durante la primera mitad del siglo XX cuando nació el imaginario del huaso y la cueca asociados a la celebración del “18″. “Fue entre 1920-1950 cuando se afirmó el concepto de la fonda, el campeonato de cueca, el huaso y con la china, como los íconos de la identidad nacional -señala Donoso-. Se consolidó en la década del 40. Después Carlos Ibáñez del Campo, en su segundo gobierno, lo institucionalizó mucho más, incorporó el esquinazo en la Parada Militar y se fundó el Club de Huasos Gil Letelier”.
Incluso, Donoso da cuenta de un ritual que existía por esos años de la primera mitad del siglo XX. “La costumbre era que el Presidente de la República salía de la elipse del Parque O’Higgins e iba a visitar las fondas. Ahí la gente lo saludaba y se tomaba el trago de chicha. La prensa relataba eso como en un momento muy republicano, el momento del año en que el Presidente se encuentra con los rotos, en el parque. Lo hicieron Ibáñez, Alessandri, y Pedro Aguirre Cerda, quien tenía una raigambre más popular, él tuvo una relación más colaborativa con la fiesta popular”.