La pregunta prohibida: un relato de Jaime Bayly

Jaime Bayly

Periodista famoso, escritor de segunda división, Barclays lleva casi cuarenta años haciendo entrevistas en televisión. Ha hecho centenares de entrevistas en Miami y Buenos Aires, en Lima y Bogotá, en Santiago, Guayaquil y Santo Domingo.

Las entrevistas que recuerda con más cariño no son las que hizo a tantos políticos en el poder, o aspirantes al poder, o caídos en desgracia, sino aquellas que compartió con artistas que admiraba, unos músicos, unos escritores, unos pintores, unos cineastas, unos actores que no hubiese conocido, de no ser por su programa de entrevistas.

El problema con los políticos es que, como quieren conquistar el poder y necesitan persuadir a los ciudadanos de que confíen en ellos, mienten en piloto automático y dicen las cosas que les convienen decir, aun si son mentiras gruesas.

Con los artistas es distinto. Es cierto que, cuando conceden una entrevista, por lo general están tratando de vender un libro, un disco, una película, una serie de televisión, una obra de teatro, un concierto. Entonces, por pura intuición, o por una suerte de despliegue histriónico, el artista procura exhibir su zona creativa y sensible más fascinante y hace su mejor esfuerzo para parecer genial, único, irrepetible, insuperable, y a veces acaba pareciendo un figurón. Sin embargo, los menos talentosos se asustan y se inhiben cuando se trata de hablar de sus miserias. Solo los grandes artistas, cuando van a la televisión, hacen escarnio de sí mismos y le permiten al público una contemplación de sus defectos, sus vicios, sus impurezas, de su zona más ridícula, hilarante y humana.

A menudo la pregunta más difícil que Barclays ha formulado a los artistas era la que estos no querían escuchar. Era, por así decirlo, la pregunta prohibida. Plantearla, decirla en voz alta, no solo ponía en riesgo la entrevista misma, pues el artista podía sentirse tocado en su honor y marcharse de súbito, sino arrastraba como consecuencia indeseable que, si el artista se quedaba hasta el final del intercambio, se retirase ofuscado, resentido, cabreado, hablando mal de Barclays, jurando no volver más a su programa, diciéndoles a sus colegas que no confiasen en Barclays porque sus entrevistas eran emboscadas, sesiones de tortura.

De modo que Barclays, ya sentado frente al artista, las cámaras encendidas, el público como fisgón, debía elegir entre ser complaciente con el artista y ganar su dudosa amistad, o ser irreverente con la celebridad y ganar, si acaso, el favor del público. Porque, en general, el público no espera una entrevista sosa, adulona: al público le gustan las entrevistas tensas, ásperas, en las que el periodista anfitrión comprende que su deber ético es formular preguntas embarazosas y su invitado o interlocutor se resigna a responder lo que buena o malamente sea capaz de improvisar, sean verdaderas o mentirosas esas respuestas, sean serias o humorísticas sus salidas. Siempre es mejor recurrir al humor, sobre todo a expensas de uno mismo. Pero a veces el artista se crispa, se tensa y se niega a responder.

Barclays recuerda ahora algunas preguntas que se animó a plantear con espíritu suicida, kamikaze, y que el artista respondió de mala manera, o no respondió del todo.

Cuando tenía veinte años, le preguntó al joven peruano Alan García, un artista virtuoso de la política, si tenía un problema de salud mental, si le habían hecho la cura del sueño. García se negó a responder, alegando que su salud era un asunto privado y la pregunta, un golpe bajo. Apenas conquistó al poder, se ocupó de que Barclays fuese despedido de la televisión. Pero era cierto que García había sido dormido clínicamente para curar una severa depresión. El tiempo demostró que el formidable artista de la política tenía problemas de salud mental.

Unos años después, Barclays entrevistó al cantante español Raphael, a quien admiraba desde niño. Raphael acudió al plató vestido de blanco, con botas blancas, e hizo alarde de su inteligencia y picardía, de su carisma y sentido del humor. Barclays se rindió a sus encantos. Raphael era el gran conquistador español, solo que no conquistaba con biblias ni caballos, como antes, sino con verbo azucarado, mirada chispeante y risas de bufón ocurrente y disparatado. En una pausa comercial, le sugirió a Barclays que, terminada la entrevista, fuesen a beber champagne al hotel señorial en que se hallaba alojado. Era un señor y una señora, un genio artístico y un arlequín de la corte del rey. Indiscreto, Barclays, al volver del corte, le preguntó, en tono festivo, por qué lo había invitado al hotel, concluida la entrevista, para emborracharse los dos. Raphael respondió con gracia, pero se sintió burlado, traicionado. Se fue deprisa, con el gesto torcido. Nunca más le dio una entrevista a Barclays. Comprendió que no podía confiar en él.

No fue fácil para Barclays, tiempo después, hacer acopio de coraje, tomar aire como si fuese a saltar en paracaídas y preguntarle al cantante puertorriqueño Ricky Martin si le gustaban los hombres. En aquellos tiempos remotos, Ricky Martin no había salido del armario y acudía con su novia a los eventos sociales, pero era un rumor extendido o un secreto a voces que le gustaban los hombres, o que, además de las mujeres, también le gustaban los hombres, o que estos le gustaban más poderosamente que aquellas. Barclays estaba deslizándose peligrosamente en la intimidad del cantante, preguntándole con quién vivía en su casa, quiénes tenían licencia o permiso para dormir en su cama, cosas así, y Ricky Martin parecía tensarse o envararse con cada pregunta, como si presagiase que la pregunta prohibida, huracanada, estaba por azotarlo y despeinarlo. Entonces Barclays le dijo, tratando de aplicar anestesia previamente al pinchazo, o generar cierta complicidad entre ambos: Tú sabes que a mí me gustan los hombres, soy bisexual, ¿a ti también te gustan los hombres? Fue un momento dramático. Ricky Martin se alisó el cabello, sonrió sin saber qué decir y recurrió al viejo y socorrido cliché: De mi vida privada prefiero no hablar. También se marchó ofuscado, con el gesto torcido, como si Barclays lo hubiese traicionado. No volvió a darle una entrevista.

Para nadie era un secreto que al cantante español Miguel Bosé le gustaban los hombres, le habían gustado desde muy jovencito. Pero Bosé no quería o no podía decirle a la prensa que era gay y, cuando se lo preguntaban, solía decir que aún no había encontrado a la mujer de su vida. En realidad, no estaba buscándola: la mujer de su vida era él mismo, pero eso por lo visto era algo secreto e indecible, algo que solo su círculo íntimo podía conocer. Desde jovencito, cuando se permitía ser más afectado en sus conciertos, Bosé había tenido novios. Cuando fue al programa de entrevistas de Barclays, se conocía que tenía un novio español, pero nunca salían juntos en las fiestas, los eventos, las revistas del corazón. Y si le preguntaban a Bosé por el tema gay, esquivaba la cuestión, salía con alguna broma y decía que estaba buscando a la mujer de su vida. Después de hablar de su padre torero, de su madre artista pintada de azul, de su padrino Picasso, Bosé entreabrió levemente la puerta de su intimidad, de su soledad, y entonces Barclays se atrevió a preguntarle si tenía una pareja, una novia, un novio. Con gracia y estilo, aunque de pronto rigurosamente serio, Bosé dijo que no tenía pareja, que estaba solo y así estaba bien. No dijo, al menos, que estaba buscando a una novia, a una esposa. Bosé sabía que Barclays era bisexual, había leído alguna de sus novelas, Barclays mismo se lo había contado. Ese fin de semana, Bosé invitó a Barclays a una fiesta en un hotel, después del concierto. Hablaron largamente, entre bandejas que se ofrecían con rayas de cocaína. A Barclays le sorprendió y enterneció lo solo y malherido que parecía Bosé. No era un hombre feliz, o no lo era aquella noche. Era un hombre amargado, resentido, frustrado. Estaba furioso con España, con los españoles. Los acusaba de ser envidiosos, mediocres, chismosos. Decía que no podía ser feliz viviendo en ese país. Barclays no comprendía el origen de ese pleito tan agrio de Bosé con España, un país que le parecía el paraíso: soñaba con mudarse de Miami a Madrid y hacer un programa de entrevistas como el del Loco de la Colina, Jesús Quintero, un sueño que habría de acompañarlo la vida entera. Pero Bosé estaba ferozmente cabreado con España, quizás porque no se atrevía a decir en público, a la prensa española, que era gay, que tenía un novio, que la mujer de su vida era él mismo.

El cantante mexicano Juan Gabriel le dijo por teléfono a Barclays, quien procuraba convencerlo de concederle una entrevista: No voy a ir a tu programa porque sé que vas a preguntarme si soy homosexual, y esas cosas no se preguntan en público. Pero a Barclays le encantaba que se lo preguntasen en público, dondequiera que se hallase, bien sea promocionando un libro, o un programa, o una película. Respondía siempre en tono socarrón: me encantaría ser totalmente homosexual, pero no consigo ser tan perfecto, así que me resigno a ser bisexual. Y la gente solía reírse cuando decía esas cosas. También se reían cuando decía: cierta vez le confesé a mi padre: papá, soy bisexual, y él me dijo: no te mientas, hijo, no eres bisexual, eres maricón. Se reían mucho cuando Barclays decía esas cosas.

No fue para nada risible ni hilarante cuando Barclays le preguntó al actor argentino Osvaldo Cattone si le gustaban los hombres. De pronto Cattone se enfureció como si Barclays lo hubiese acusado de ser un violador de monjas, o un sicario al servicio de los narcos, o un pederasta. Cattone golpeó la mesa, miró a Barclays con odio en llamas, como si quisiera darle una trompada, y rugió, fuera de sus cabales, extrañamente ofendido: ¡es una falta de respeto que me preguntes esa barbaridad! Barclays enmudeció. Cattone prosiguió, poseído por el demonio mismo, el demonio de la vanidad exacerbada, de la soberbia en escena: ¡Quién carajo te crees para venir a preguntarme a mí, que soy un señor, si soy un maricón chupapingas como tú! ¡Que tú le hayas chupado la pinga a medio mundo no te da el derecho de preguntarme si yo también soy un chupapingas como tú! El público en el estudio se quedó helado. Barclays ofreció unas disculpas tibias, insinceras. Le pareció insólito que Cattone hubiese pronunciado a los gritos en televisión aquella palabra procaz: ¡chupapingas! Era inútil que Barclays intentase aclarar que quizás no había practicado tantas felaciones como Cattone le achacaba. La entrevista se agrió, se estropeó, se echó a perder. Cattone se fue molesto, sintiéndose traicionado, y vivió veinte años más. Cuando Barclays amagó con ser candidato presidencial, Cattone declaró a la prensa: Yo votaré por Barclays.

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