En las industrias cinematográficas pequeñas o medianas lo normal es ver a los mismos de siempre haciendo de héroes o villanos, de profetas o de rebeldes. También se repiten los directores de fotografía, los guionistas y los compositores de las bandas sonoras. Pareciera que todo quedara en familia y que en ese club no entrase nadie más hasta que llega el turno.

En estricto rigor este hecho tiene mucho de ilusión óptica. En Hollywood, en el cine francés o en Bollywood también hay una buena galería de sospechosos de siempre. La única diferencia es que son más y, por lo tanto, la repetición es menos evidente. Nuestro cine cuenta con los Alfredo Castro, Alejandro Goic o Luis Gnecco que el público conoce de sobra. Con o sin bigotes, calvos o con abundante cabellera, arrugados, jóvenes y en diferentes tamaños y colores.

Con ellos pasa lo mismo que con Ricardo Darín, el actor argentino de cine por excelencia. Tras la muerte de Federico Luppi o la lenta retirada de Héctor Alterio, el hombre de El Secreto de sus Ojos (2009) se ha transformado en la obligada puerta de entrada al cine trasandino. Algunos dicen que tiende a reincidir en ciertos patrones y que no parece salir de un molde a la medida. Pero aquella eventual camisa de fuerza ha sido también su mayor fortaleza, de la misma manera que pasaba en el cine clásico estadounidense con sus íconos.

Tal vez eso se llame carisma o aura o estrellato. Funciona en el Hollywood actual y en el de los años 30, aquí y en Argentina. En la gran pantalla importa más que la técnica actoral y es el material con que se construyen los pequeños paladines, es decir varios peldaños debajo de los superhéroes. Se apropian de una complicada causa en un bar, tienen dudas, fuman demasiado, sus hijos se ríen de ellos y, en el momento más inesperado, sorprenden hasta a sus más fieles aliados.

Más o menos eso es lo que Darín hace en Argentina, 1985 como el fiscal Julio César Strassera, un abogado con demasiadas dudas, escasas certezas y el apoyo de casi nadie. Fue un personaje real, ayudado por el entonces joven egresado de leyes Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani) en el proceso que juzgó a los sucesivos dictadores argentinos que entre 1976 y 1984 violaron derechos humanos en ese país.

En este filme de Santiago Mitre actualmente en salas (y desde el viernes 21 en la plataforma Prime Video), Strassera y Moreno Ocampo se mueven entre la amenaza de una rebelión militar y la esperanza de las víctimas. En medio de ambos campos hay que jugar a encontrar el camino de la escurridiza justicia. Se trató sin duda de una tarea cuesta arriba y al menos aquí se ve que ni siquiera el presidente Raúl Alfonsín se atrevió a meter mucho las manos al fuego para amparar la labor de ellos.

Para hacer un tipo de película histórica donde ya se sabe el final y hay una clara línea divisoria de benditos y malditos se necesita un guión ágil y que no juegue sucio. Pero antes que nada se requiere de esa clase de actores heroicos a pesar de sí mismos y carismáticos incluso cuando cometen errores. Darín es de tal grupo y no hay que lamentar verlo de nuevo haciendo mejor que nunca lo mismo de siempre.