Una carta fechada el 28 de mayo de 1841, que Rosa O’Higgins envió desde la hacienda Montalván, hacia Lima, donde por entonces se encontraba su amado hermano Bernardo, es reveladora de su carácter. Sin rodeos, hizo notar su molestia ante los “desaires” que ella consideraba que recibía el prócer, quien en esos días buscaba tratamiento para su afección cardíaca y así, de una vez, volver a Chile.
Por entonces, Rosa, una mujer vigorosa y de carácter fuerte, se hacía cargo de los asuntos de negocios de Bernardo, como la administración de la hacienda que había recibido del gobierno peruano cuando arribaron al país tras su salida de Chile en 1823. Pero entonces tenía otra preocupación en mente; las dificultades del Libertador para conseguir que el gobierno chileno pagara la remuneración correspondiente a su grado de Capitán General, una vez que el título le fue restituido en 1839, tras años en que su nombre sembró división entre las élites.
“Como saben que estás enfermo cometen toda clase de injurias, a ver si te pueden matar a cóleras ¡miserables! -escribió Rosa, sin rodeos en una carta citada por Vicuña Mackenna en su libro Los últimos días del general O’Higgins-. Pero si yo fuera tú les haría una amenaza que daría a la imprenta la clase de conducta que están llevando contigo; i verás como tiemblan (sic)”.
La vida junto a un prócer
Rosa Rodríguez Riquelme nació, al igual que Bernardo, en Chillán viejo el 30 de agosto de 1781. Era hija del matrimonio de Isabel Riquelme y Félix Rodríguez, lo que le hizo media hermana de Bernardo, quien era hijo natural del gobernador y luego virrey del Perú, el irlandés Ambrosio O’Higgins. Crecieron juntos hasta que Bernardo inició sus años de formación en el extranjero, pero una vez de vuelta a Chile, la llevó junto a su madre a vivir en la hacienda Las Canteras, en la zona de Los Angeles, que había recibido en herencia.
En el invierno de 1813, con la guerra de independencia desatada, y las campañas militares desplegadas en el sur, O’Higgins tuvo claro que su madre y su hermana eran un trofeo invaluable para los realistas. Más cuando eran atacadas haciendas de uno u otro bando, solo para rapiñar recursos. Presto, las envió a ambas al fuerte de Nacimiento tras el frustrado sitio de Chillán, bajo el mando de José Miguel Carrera. Luego de un tiempo, les pidió reunirse en Concepción, por vía Yumbel, pero en el camino fueron sorprendidas por tropas realistas, quienes las capturaron.
La noticia golpeó a O’Higgins, quien finalmente tras recibir refuerzos pudo contener a los enemigos y lograr un acuerdo; Rosa e Isabel, según Vicuña Mackenna (y su habitual misterio sobre sus fuentes), fueron canjeadas por la mujer del coronel Juan Francisco Sánchez, quien había asumido el mando de los realistas tras la muerte del brigadier Antonio Pareja.
De allí, no se separaron más. Tras el desastre de Rancagua, Rosa acompañó a Bernardo y su madre al exilio en Mendoza y posteriormente a Buenos Aires. Allí, para ganar algo de dinero, las dos mujeres se dedicaron a la confección y venta de cigarros, un producto por entonces ya muy popular, sobre todo entre los soldados. Así, lograron pasar los días más complejos lejos del país. Aunque vendrían muchos más.
Una vez que el Ejército Libertador cruzó Los Andes y venció a los realistas en Chacabuco y Maipú, Rosa acompañó a Bernardo y a su madre al palacio de los gobernadores, el actual edificio del Museo Histórico Nacional, que fungió de sede gobierno hasta su traslado en 1845 a La Moneda, por orden del presidente Manuel Bulnes.
Durante el gobierno de O’Higgins como Director Supremo de la nación, se le ha mencionado como una figura que promovió la llegada de artistas e intelectuales a la joven nación. Organizó tertulias y encuentros de la alta sociedad, llegando a trabar amistad incluso con Mariquita Pérez Cotapos, hija de José Antonio, un reconocido partidario de los Carrera, sus eternos rivales.
Pero, asimismo, ha sido mencionada como una figura cercana a personeros como el chillanejo José Antonio Rodríguez Aldea, el ministro más fuerte de O’Higgins, quien era acusado de hacer negocios ilegales que beneficiaban a su patrimonio, junto a su agente, Antonio Arcos (padre de Santiago, el futuro fundador de la Sociedad de la Igualdad). Eso sí, la figura de Rodríguez Aldea estuvo permanentemente en cuestión por la elite de Santiago, debido a su influencia sobre el prócer y su anterior labor administrativa para los realistas.
Esa información fue recopilada por Barros Arana a partir de documentos como el testimonio del viajero inglés John Miers, quien residía por entonces en Chile y pudo tomar el pulso de la época. “Se sospechó entonces que Ia hermana de O’Higgins tenía participación en Ias especulaciones e ilegales ganancias del ministro y de su agente, don Antonio Arcos”, detalla el texto citado en su Historia General de Chile.
Como sea, Rosa nuevamente junto a su madre siguió a Bernardo hasta el exilio en el Perú. Allí se volvió el principal sustento emocional del debilitado exgeneral tras la muerte de Isabel Riquelme en 1839. Además, se ocupó de administrar la hacienda Montalván mientras su hermano se trataba sus dolencias de salud, las que esperaba superar para regresar al país.
Pero una serie de padecimientos y afecciones cardíacas acabaron con la muerte de O’Higgins el 24 de octubre de 1842. Ella lo acompañó en sus últimos momentos junto al hijo del prócer, Pedro Demetrio. “Murió santamente, resignado a vivir los males de su penosa enfermedad, y espero que ya reposa en el seno paternal de nuestro señor Jesucristo”, le escribió Rosa al presidente de Chile, Manuel Bulnes, en una carta.
Rosa fungió como la albacea de los bienes de su hermano a su muerte, pero ella vivió solo hasta 1850, cuando falleció en Lima a los 69 años. Sus restos fueron trasladados a Chile solo en 1947, donde primero reposaron en Santiago, para luego encontrar su sepultura definitiva en su tierra natal en 1993 donde reposa junto a su madre.