No existen demasiadas películas chilenas ambientadas en los primeros años de la dictadura de Pinochet, indudablemente los más fieros. Por el contrario, sí hay una idea cinematográfica asentada de los 80, sobre todo gracias a la serie homónima y a la épica con que fueron quedando en la retina histórica las protestas, la visita del Papa Juan Pablo II y el triunfo del No. Los 70, al revés, son el reino de las tinieblas, del silencio y de la delación. Una buena película de horror podría ambientarse en esa época, por ejemplo.
1976 no es un filme de terror, pero está poseído. Lo habitan la tristeza, la frustración y el desamparo. El rostro y los ojos melancólicos de Aline Kuppenheim en las fotos promocionales son la expresión perfecta del clima anímico que aquí todo lo invade y socava. Su figura frágil es la continuación de aquello y las tomas exteriores de la costa en invierno terminan de darle un aura de desconsuelo a lo que Manuela Martelli propone en su debut en la dirección.
Tal vez no haya otra producción local que nos traiga a la memoria aquella época de manera más inquietante. Martelli no había nacido en el año 1976, pero al parecer sólo le bastó el recuerdo de su abuela para crear esta historia que tiene ecos del cine de la chilena Dominga Sotomayor (Tarde para Morir Joven), pero también de la argentina Lucrecia Martel (La Ciénaga).
La historia transcurre en algunos días indeterminados de 1976, cuando Carmen (Aline Kuppenheim) recibe el encargo de cuidar a un muchacho con herida a bala, que el Padre Sánchez (Hugo Medina) mantiene escondido. A Carmen, una señora acomodada que está de paso en su casa de veraneo, no le parece mal darle algo de sentido a sus aburridos días vacíos y aplica toda su sabiduría de antigua miembro de la Cruz Roja.
Aspirante frustrada a estudiar medicina y madre temprana de dos hijos, la mujer tiene la palabra insatisfacción escrita en el rostro. Mata las horas con alcohol, clubes improvisados de lectura y cócteles de pastillas mientras su esposo Miguel (Alejandro Goic) mantiene el hogar con su sueldo de director de hospital. Los hijos de ambos ya son profesionales y en su casa costera, Carmen cavila sobre sus carencias personales, pero también se da cuenta de las irregulares acciones del autoritarismo más allá de su metro cuadrado.
En dos ocasiones verbaliza en forma precisa sus impresiones: primero dice “qué nostalgia” tras comer un trozo de kuchen casero y luego, cuando alguien habla de la naturaleza de los chilenos, concluye “qué país más triste”. Por una vez en su vida, Carmen tiene la oportunidad de torcer un destino que le entregó seguridad a cambio de regalar autonomía e independencia.
Sospecha que cuidar de aquel muchacho le puede traer problemas y que el padre Sánchez quizás ayuda a aquellos que en ese momento son considerados enemigos por la autoridad. Tiene dudas, siente temor y hasta cobija cierto afecto maternal por una persona ubicado en las antípodas de su mundo. Tal vez así sea y acaso valga la pena vivirlo para salir de la asfixiante sombra de su posición social, de sus privilegios y de un país muy triste.