“¡Ojenti! Madonna! Madrona!!”

El isleño señaló las palabras mientras apuntaba a una radio. Acaso la única ventana con el mundo que tenía esa remota isla, una de las 333 del achipiélago de Fiji, en plena Oceanía, donde el mundo parecía un lugar lejano y rodeado por el mar. Hasta allí había llegado el músico argentino Fito Páez, junto a su entonces esposa, la actriz Cecilia Roth.

Esa tarde, habían navegado desde Vitu Levu, la más grande de las islas, para recorrer algunos de los destinos del lugar. Así llegaron hasta la Isla del Rey, una de las tantas casas reales de la zona, donde tuvieron que entregar una bolsa con una hierba llamada Yaqona como una suerte de pasaporte.

Cecilia Roth y Fito Páez

En su publicada autobiografía, Fito Páez: infancia y juventud, el mismo Páez recuerda ese viaje. Eran los primeros años noventas y tras una agotadora temporada de giras, el ánimo era celebrar el éxito rotundo de El amor después del amor (1992), el disco más vendido en la historia de la música popular trasandina. “Nos recibió una paje que vestía una pollera de hojas de plátano. Habrá tenido unos ochenta años. Movía los brazos en todas direcciones y vociferaba como un joven de treinta”, recuerda el rosarino.

Tras entregar la hierba como pasaporte, casi a la manera de Marco Polo visitando al Gran Kan, Páez y Roth fueron llevados ante la presencia del rey del lugar. Un hombrecillo de gustos simples, fanático del humo y la hierba aquella. “El Rey nos recibió sentado en la arena, con las piernas cruzadas como un buda. Fumaba igual que un escuerzo un cigarro que inundaba el trono real de un humo amarillento de alta toxicidad. Tosía este buen hombre a punto de morir y comenzamos a toser nosotros a la par”.

Pronto llegó el momento de las presentaciones. Aquel soberano deseaba saber de esta chica rubia y el flacucho alto y de largo cabello rizado, recién llegados a su presencia y que tosían sin parar.

“En un inglés casi incomprensible, el paje comenzó la charla.

-Guear iu fron?

-Argentina -respondió Ceci, que era la única interlocutora posible. A mí ya me había comenzado a bajar la presión y solo quería salir disparado del lugar.

-Orjedina? -apuró el paje.

-Sí, Argentina

-Arjontena?

-Sí, sí...Argentina...Argentina. Maradona

-¡¡¡Maradona, Maradona!!!- gritó el Rey ante el sonido de la palabra santa-.¡Maradona!- y así volvieron sus convulsiones cuasi epilépticas”.

Fue entonces que Roth quiso marcar un nexo de Páez con Diego, el rey del fútbol. Fue años después, en que el rosarino junto a Andrés Calamaro, llegaría a la concentración del seleccionado argentino, para cantar junto al Pibe de Oro, en un encuentro, como no, captado por la televisión. Pero los fijianos, vapores mediante, entendieron cualquier cosa.

“-Yes, Maradona...my husband is a very good friend of Maradona- dijo Cecilia señalándome, sin saber el efecto que causaría ese movimiento casi involuntario de su mano.

-¡Maradona!-El paje salió disparado de la habitación real al grito de ‘¡Maradona, Maradona!’”

-No, no...él no es Maradona, es amigo de Maradona....amigo, ‘friend’ ¿entiende, jefe? understand? he’s not Maradona. Él no es Maradona, es amigo de Maradona”, le decía Cecilia Roth al Rey, algo nerviosa por el embrollo.

Fue entonces que el músico escuchó el murmullo de la excitación. “Yo me retiré de aquel antro delirante. A lo lejos vi venir por una callecita de arena cercana a una horda de indios vestidos con la misma pollera de hojas de plátano que el paje. Otros con taparrabos, mujeres desnudas con hijos en brazos. Todos sin excepción con una lanza en la mano. Lanzas con filo. Algunas de madera, otras de metal”.

El paje encabezaba el tumulo y señalaba a Páez como si hubiera visto al mismísimo Diego bajado desde su gloria. “¡Maradona!¡Maradona!”.

Tomó al rosarino y lo llevó hasta un recinto aparte. “Ingresaron en manada al dispensario y el paje me señaló una radio sobre una mesa de madera. La radio del reinado”. Allí quedó claro; los isleños conocían a Maradona únicamente a través de la voz profunda de la onda corta y al escuchar la palabra mágica, simplemente entendieron que aquel flaco de largo cabello rizado era el mismísimo Pibe de Oro. Páez, era Maradona. La encarnación de Maradona.

La clase de Diego

Recién enterados de la tamaña celebridad que les visitaba, los isleños quisieron comprobar por sí mismos el prodigioso talento de Maradona. O más bien, su encarnación en un flacucho compositor rosarino, que acababa de pegar el momento más exitoso de su carrera. “Me llevaron en andas hasta la cancha de fútbol que quedaba a pocos metros, escondida en plena jungla”, cuenta. Allí el músico entendió que tenía que jugar. Y más aún, maravillar.

Pronto, le alcanzaron un balón de fútbol y se montó un improvisado partido. Allí, Páez simplemente echó mano a su antigua habilidad con el balón, algo así como un conocimiento futbolero incosnciente, absorbido entre cada pichanga y partido visto en la cancha y la pantalla. Algo así como si la sola invocación a Diego, bastara para emularlo. “Mi temple superviviente y un genio futbolístico que creía olvidado en la explanada de la Facultad de Derecho de Rosario reaparecieron por arte del terror -recuerda en sus memorias-. Así fue que hice años, tacos, palomitas, voleas, gambetas, chilenas y tiros libres con la habilidad de una gran jugador de fútbol. Metí una docena de goles en media hora y conté, gracias a la Buenaventura del señor, con que todos los jugadores de aquel reino eran imponentes pataduras. Por momentos sentí la gloria maradoniana. Fui venerado por un grupo de personas que festejaban cada jueguito, cada córner, cada cabezazo al arco y cada pase de precisión a algún compañero”.

Por su lado, Cecilia Roth logró escubillirse hasta una letrina. Poniendo la pelota contra el césped, sacó la radio que le había entregado el capitán del barco que los llevó, y le pidió que los fueran a buscar, antes que pasara cualquier locura. Así, minutos después, Fito Páez y Cecilia Roth, o más bien, Diego y Claudia, se retiraban de la isla colmados de mantas, collares, frutas, taparrabos, artesanías y hasta un filoso cuchillo. “Cecilia lloró de emoción por un amor del que no se sentía merecedora. Yo, por mi parte, había bajado dos kilos en las dos últimas horas, esas en las que fui un auténtico rey de Fidji”.

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