La Grieta, de Catalina Infante (Emecé)

Cuando nació su hija Antonia, Laura pensó en Esther, su madre. No fue un parto fácil. Soñaba tener un parto natural, tal como había nacido ella en los 80, en un hospital de París, durante el exilio de sus padres. Y aunque lo planeó cuidadosamente junto a Felipe, su pareja, y leyó libros, meditó y preparó su cuerpo, el parto no resultó como esperaba. Fue la primera evidencia de las sorpresas y extrañezas que le depararía la maternidad.

Mientras lidia con la experiencia a menudo abrumadora de la maternidad primeriza, y sus ojeras crecen y las horas sin dormir se acumulan en su cuerpo, Laura vuelve a pensar en Esther. Una madre que no fue especialmente cariñosa, que pensaba que la mejor herencia era una buena educación, con la que tenía diferencias y distancias y que se apagó debido a un cáncer cuando ella tenía 18 años. Laura revisa fotos y postales que Esther nunca envió; revive momentos difusos y elusivos en su memoria, y descubre que no conocía a la mujer que habitaba en su madre.

Reflexiva, sensible y a menudo conmovedora, la primera novela de Catalina Infante gira en torno a la relación madre e hija, a sus silencios, distancias y pliegues.

“La maternidad aterra, pienso, no fue nunca como nos dijeron que sería. El mundo se cuenta una historia y solo las madres sabemos la otra”, dice la protagonista.

Laura se siente agobiada, inmersa en una tormenta que la angustia y al mismo tiempo la llena de culpa: “Por supuesto que no estoy haciendo las cosas bien. Me estoy equivocando. Ese es el rol de las madres, equivocarnos. A punto de sus errores nos formamos como seres humanos, crecemos amoldándonos a esas equivocaciones”.

En paralelo, se va reencontrando con las imágenes del pasado. Recuerda un viaje a Cuba a fines de los años 90 con Esther, donde ella vivió en los 70. Allí la vio distinta, liviana, riendo como no reía en Chile. “El viaje a La Habana gatilló en mí la ansiedad por conocer a Esther”, dice. “En Cuba la vi como otra mujer, más libre, con un pasado, con decisiones que no tenían que ver con nosotras. Entendí que ese era su lugar en el mundo”.

Y así también, mientras ilumina su pasado, Laura comienza a entender la grieta que siente en su interior. En todas las relaciones hay grietas, escucha, y de hecho vive una trizadura en su relación con Felipe. Pero acaso la grieta más profunda que siente y que vincula con Esther, sea anterior y tal vez más íntima.

De este modo, mientras descubre a su madre y se descubre a sí misma, y vuelve a una marcha feminista, Laura se abre también a otra dimensión de la maternidad, más luminosa y entrañable.

Autora del volumen de cuentos Todas somos una misma sombra, Catalina Infante compone una novela bellamente femenina, que explora con inteligencia en las emociones, en el significado de ser mujer, y en los lazos filiales.

Magníficos Rebeldes de Andrea Wulf (Taurus)

A fines del siglo XVIII, la ciudad de Jena estaba repleta de tabernas. La “pequeña Suiza”, como la llamaban los estudiantes, era una animada ciudad universitaria que se podía recorrer caminando en 10 minutos. Y en ese recorrido, el caminante podía cruzarse con J.W. Goethe, el poeta mayor de Alemania; con Friedrich Schiller y Novalis; con los filósofos Johann Gottlieb Fichte, Friedrich y August Wilhelm Schlegel, o incluso con el naturalista Alexander von Humboldt. Una constelación de estrellas, entre los 20 y los 30 años en su mayoría, que dio vida al Círculo de Jena. A ellos se sumaba Caroline Schlegel, gran inspiradora del grupo y sus conversaciones. Todos ellos, “embriagados por la Revolución Francesa, situaron el yo en el centro de su pensamiento”, escribe Andrea Wulf.

Historiadora y autora de La invención de la naturaleza, una notable biografía de Humboldt, Andrea Wulf recrea la historia del grupo de intelectuales románticos que dieron forma a una nueva visión del mundo, proclamando el valor de la libertad y la experiencia individual. Erudito y minuciosamente investigado, el libro es una historia fascinante de un momento esplendoroso de la cultura occidental, escrito con elegancia, inteligencia y gracia narrativa.

Umbra, de Sergio Coddou (Aparte)

El poeta se pregunta: “¿Se puede develar la intimidad de la culpa/ explorar los recodos del desconsuelo/ navegar incólume por el imperio de la pena/ leer las mareas del amor y del hambre/ remontar los cursos altos de la aflicción?”.

Traductor de Robert Lowell y autor de tres poemarios, Sergio Coddou publicó Umbra, un libro delgado y profuso en imágenes, de gran densidad y rico en atmósferas, cargado de preguntas, melancolía, desparpajo e ironías. El autor de Lyrics, título de su primer libro, presenta acá cantos de despedida, salmos, sermones y baladas en torno a la derrota, “lo estéril de la lucha”, “canciones tristes al centro de mi hoguera”, pero sin condescendencia y más bien animado de furor, de “pulsión iconoclasta” y pólvora.

“Inventamos comparsas de un apocalipsis en sordina/ avanzamos al desigual dictado de traposas melodías/ untuosos sortilegios que agasajan el ánimo/ con el fugaz ropaje del amor y de la risa/ bullen en la compleja alquimia que enciende este fuego/ para incinerar el detritus del futuro/ cuando una gaita lejana flota sobre nuestras copas/ y modera el calor de la llama que nos consume”, escribe en Balada irlandesa.

Umbra se asoma a las sombras del día y de la noche, a las penumbras y al ocaso cotidiano, y a menudo arropado de humor, cuando no de mordacidad. En uno de sus largos sermones exhorta a incinerar “las barricadas de la norma” y desenmascarar “la retórica previsible del profeta”. Allí escribe, como mandamientos: “rompe filas en la columna de hedonistas que abdican del delirio”, “machaca los cojines dispensables de la compostura”, “tacha las consignas que heredamos de sus guerras”, “imita los mantras de aves que se alejan”,, “derriba los muros de la cárcel que inventan los otros”. Y agrega: “Ahora/ tócate una/ mira a la cámara, sonríe”.

Sergio Coddou escribe con los ojos abiertos, con conciencia de su oficio y de sus materiales. Cultiva la autodestrucción, como dice Alejandro Zambra en la contraportada, y también el arte del agravio. Desprecia “los chistes prescriptivos de los firuletes apelmazados” y “la estrafalaria procesión de mequetrefes en busca de otro Gólgota”, aquellos “mesías de la ruina con levitas de diseño” y “una iglesia que no salva pero engorda”. La virtud del hablante en la poética del injuria logra líneas memorables en Emético, un texto punitivo feroz y ejemplar: “sin necesidad de que nadie me lo cuente/ te he visto sacudiendo la mofleta en el festival de papadas/ azotando el bombo en el carnaval de gusanos/ blablableando necedades que cuelgan de tu jeta como gargajos ondulantes/ sermones embebidos en la bilis de los fanáticos/ marinados en la infalibilidad de tu cretinismo”.

El poeta puede ser sarcástico (“divisé una cucaracha con chaqueta de tweed/ y beatle negro/ que sacó a ventilar su melena cobriza/ por las frondosas arboledas de mi barrio”) y con el mismo entusiasmo reírse de sí mismo (“expresé una opinión ingeniosa/ que refrendaba ideas sensatas/ vestidas con las ostentosas pieles del arte./ No convencí a nadie, por supuesto”).

Aun con su armadura y sus puñales, estos poemas no son inmunes a las pérdidas: asoman aquí también las heridas emocionales y las derrotas del amor. “¿Voy a morir aquí/ tendido en el pasto seco/ arriba de esta alfombra barata/, sobre el parquet sin vitrificar/ será esta sábana transpirada mi último abrigo/ me iré así con esta camisa ridícula/ sin lavarme los dientes/ sin despedirme de ti?”.