Esta historia transcurre exactamente hace un siglo, en 1923, durante las postrimerías de la Guerra Civil que antecedió a la creación de Irlanda. También es la época en que el escritor dublinés James Joyce publica Ulises (1922) y desde su autoexilio parisino entregó al mundo su particular visión de este pueblo estoico, católico y a veces demasiado testarudo.
Pero todo esto es la Irlanda de las enciclopedias. Más internada hacia el océano, separada por mil metros de la gran isla, está Inisherin, un islote de pocos cientos de habitantes dónde nadie sabe demasiado de libros, contiendas ni revolución. Hablan un inglés raro, van a la iglesia a escuchar los preceptos del cura y matan el día exprimiendo leche de una vaca y tomando cerveza negra en el destartalado pub local.
El más abnegado de los practicantes del ritual es Pádraic Súlleiabháin (Colin Farrell), un hombre sin demasiadas luces, pero con una lealtad casi animal. Tiene una hermana llamada Siobhán (Kerry Condon), que le lava la ropa, prepara la comida y lee en los ratos libres. Más ilustrada que Pádraic, Siobhán abriga un creciente deseo de largarse de esa isla sin futuro.
También está Dominic Kearney (Barry Keoghan), algo así como el tonto del pueblo, un muchacho al que incluso Pádraic encuentra limitado y a quien su padre policía (Gary Lydon) acostumbra a dar golpizas. En Los Espíritus de la isla, la nueva película del británico (de ascendencia irlandesa) Martin McDonagh, esta variopinta y algo desdichada galería de personajes se completa con Colm Doherty (Brendan Gleeson), un hombre que va llegando a los 60 años y que hasta hace sólo un día era el mejor amigo de Pádraic.
Pero Colm ha llegado a la conclusión que la vida no se puede reducir a una diaria corrida de tragos a las 2 de la tarde junto a Pádraic, de quien ahora huye como de la peste y al que le repite una y mil veces que es el tipo “más aburrido” de la Tierra. Toda la historia de Los espíritus de la isla se juega en el desajuste entre alguien que quiere hacer algo que valga la pena en la vida y quien cree que la existencia es la experiencia simple y no lo inalcanzable.
Es un maldito desarreglo vital que aquí pasa entre la gente más simple del mundo, tal como también sucedían los desencuentros y encuentros de los mismos Farrell y Gleeson en En brujas (2008), la primera película de McDonagh. Pero lo que ahí eran las viñetas de dos pícaros sinvergüenzas acá son los desaires de Colm y la humillación de Pádraic.
¿Por qué una vida tiene que transcurrir fuera de esa isla, como lo desea Siobhán? ¿Por qué hay que dedicarle todo el día a la composición de una pieza para violín como se empeña Colm? ¿Por qué no contentarse con la fidelidad desinteresada de sus mascotas, con los cotillleos de la cantina y con el sabor de la cerveza Guinness de media tarde? ¿Vale la pena destruir una amistad para enarbolar un legado en la historia?
Las preguntas que deja esta impecable comedia negra parecen ser de alto nivel existencial, pero la astucia de la trama es que surgen a ras de una historia en apariencia simple, una buddy movie (películas de dos amigos) en la Irlanda de hace 100 años.