Cuando pienso en mis padres, me dan ganas de llorar. Nunca los vi darse un beso, abrazarse con ternura, decirse una palabra cálida, mirarse con amor. Se odiaban. Eran enemigos. Cuando nos sentábamos a comer, la tensión entre ambos era irrespirable, las miradas de mi padre a mi madre eran feroces, despiadadas.

Mi padre era infeliz probablemente porque era cojo y porque sus padres lo habían humillado por ser cojo. Además de cojo, era tonto. Además de tonto, era alcohólico. Además de alcohólico, era pistolero. Además de pistolero, era una bestia salvaje.

Mi madre era infeliz probablemente porque la habían educado en subordinarse a su marido, en servirlo abnegadamente, en rendirse con absoluta sumisión a él. Ella entendía que el amor era sufrir, sacrificarse, llorar. Ella entendía que la vida misma era sufrir, sacrificarse, llorar. Para no desfallecer del todo, para no morir de la pena, se aferraba a la religión. Asistía a misa todos los días, rezaba el rosario todos los días, se confesaba todas las semanas, dejaba el gobierno de su vida a cargo de unos tutores morales. Esos tutores eran sacerdotes o santurrones laicos de una cofradía religiosa. Ellos persuadían a mi madre de que era una mejor cristiana si servía dócilmente a su marido y se sacrificaba para contentarlo.

A pesar de que eran infelices, a pesar de que se odiaban, a pesar de que la vida entre ambos parecía una guerra de guerrillas, mi padre dejó embarazada a mi madre doce veces. ¡Doce veces en dieciocho años! Mi madre tuvo diez hijos y perdió dos más al nacer. Mi madre era la señora que vivía embarazada, dando el pecho a sus bebés, cuidando a sus niños llorones. Cada año y medio, daba a luz en la misma clínica, con el mismo ginecólogo. Unos pocos meses después de dar a luz, volvía a estar embarazada. No se quejaba. Lo aceptaba con resignación cristiana. Decía que tendría todos los hijos que Dios le mandase. Estaba para obedecer a su Dios y a su esposo. No había nacido para ser feliz, buscar el placer, ser egoísta. Había nacido para servir y sufrir.

A menudo, sin embargo, lloraba. Rezaba el rosario conmigo, lloraba conmigo. Yo no quería que tuviese más hijos. No quería que todos los años estuviese embarazada. No entendía por qué quedaba embarazada tan frecuentemente, si era evidente que ella y mi padre se detestaban. ¿Hacían el amor mis padres, a pesar de que a mis ojos eran siempre enemigos? No lo creo. Creo que mi padre se imponía sobre mi madre, quisiera ella o no quisiera ella. Como ambos eran religiosos, no se cuidaban. Creían que cuidarse para no tener más hijos era ofender a Dios. Por eso mi madre quedó embarazada doce veces.

Alguna vez, ya muerto mi padre, le pregunté a mi madre:

-Si te trataba tan mal, si eras tan infeliz con él, ¿por qué no lo dejaste?

Mi madre me miró con infinita tristeza y respondió:

-Porque no tenía adónde ir. Porque me casé ante Dios para toda la vida.

Mi padre era un desastre, un bueno para nada. Lo habían humillado tanto de niño por ser cojo que no sabía quererse, no tenía autoestima. Trabajaba como director de bancos y automotrices gracias a que su padre, un hombre rico, le conseguía esas posiciones. Pero no le gustaba trabajar. Lo que más le gustaba era irse de cacería con sus amigos, matar animales, o irse al club de tiro, disparar sus armas, afinar su puntería. Tenía muchas armas en la casa. Solía limpiarlas con delicadeza. Nunca vi que tocase a mi madre con la delicadeza con que acariciaba a sus armas. Vivía para ellas. Eran su tesoro.

Mi madre solo tenía tiempo para cuidar a sus bebés en el vientre, para traerlos al mundo, para arroparlos con cánticos y rezos, para llevarlos a la escuela y a la iglesia, para educarlos en el arduo camino de la religión católica. No quería niños consentidos, egoístas. Quería niños dóciles, obedientes, dispuestos a sacrificarse y a servir, conscientes de que eran sus hijos, pero, sobre todo, hijos de Dios, y a Él se debían en primer lugar, y por Él debían hacer todas las privaciones y todos los sacrificios. Quería que su hija mayor fuese monja y su hijo mayor sacerdote. Mi hermana fue monja de clausura. Yo no fui sacerdote. Yo elegí ser agnóstico.

Mis padres peleaban por las cosas más estúpidas. A mi madre le molestaba que mi padre estuviese todo el tiempo tomando, emborrachándose, rebajándose a su versión más mezquina y miserable. Le escondía las botellas, las vertía en el inodoro. Por eso mi padre tomaba más, se emborrachaba más, la insultaba cuando estaba ebrio. A mi padre le molestaba que mi madre tuviese un hermano homosexual y un hermano comunista. No los dejaba entrar en la casa, se burlaba de ellos, los insultaba. A mi madre le molestaba que mi padre tuviese tantas armas, que disfrutase matando animales inocentes, que nunca viajase con ella a sus safaris y cacerías, pues mi padre viajaba con sus amigos cazadores, borrachos, pistoleros. En represalia, mi padre viajaba más a menudo para matar animales y, estando en la casa familiar, mataba incluso a las palomas, a los colibríes, a los picaflores. A mi padre le molestaba que mi madre se riese de cualquier cosa. Ver a su esposa riendo le resultaba un agravio, una insolencia. Su mujer no debía reírse, no podía reírse, debía estar callada, sumisa, en silencio, obedeciéndolo. Si alguno de los hijos hacía una broma y mi madre se reía, mi padre le dirigía una mirada incendiaria y la mandaba a callar de mala manera.

Nunca los vi darse un beso en los labios o en la mejilla, tomarse de la mano, abrazarse con amor, decirse cosas bonitas. Nunca los vi salir al cine juntos, a cenar, a la playa. No salían juntos a ninguna parte, salvo a la clínica, cuando a mi madre le tocaba dar a luz. Si mi padre salía, era con sus amigos borrachos, cazadores, algunos de ellos militares en actividad que tramaban un golpe de Estado. Si mi madre salía, era siempre con nosotros, sus hijos, para llevarnos a la escuela, a la iglesia, al club de oración después del colegio. Mi madre no salía al cine, ni a cenar con amigas, ni a comprarse cosas bonitas. Nunca dedicaba una tarde egoísta a ella, a sentirse libre y feliz. Era una esclava de mi padre, su súbdita, su sirvienta, y a ese papel se abocaba con toda su humildad y resignación cristianas.

Mi padre insultaba a mi madre sentados todos a la mesa familiar. La trataba de tonta, de estúpida, de idiota. Se burlaba de su familia, de sus amigas. Casi siempre embarazada, la mirada afligida, el gesto adusto, un rictus de amargura tensando sus mejillas, mi madre resistía y sufría, resistía y comía como un pajarito, resistía y lloraba en silencio. Yo odiaba a mi padre. Quería que se muriese y dejase de torturar a mi madre. A veces maliciaba que alguna noche sacaría una de sus armas y lo mataría de un balazo en el pecho. No tuve el valor de hacerlo. Era mi padre quien mataba a mi madre todos los días: sus palabras eran balazos que él descargaba en el pecho noble y limpio de ella, un pecho cargado de leche para amamantar a sus bebés.

Una sola vez vi que mi padre le pegó a mi madre. Le pegó tan fuerte que la derribó. Mi madre se puso de pie, bajó la cabeza, no lo miró a los ojos y se retiró sumisa a su habitación. Ya entonces dormían en cuartos separados. La casa era muy grande y el cuarto de mi madre estaba lejos del dormitorio de mi padre. Yo corrí a consolar a mi madre y le pregunté:

-¿Por qué no lo dejas?

Mi madre me respondió con infinita resignación:

-Porque no tengo adónde ir.

Mi padre era una bestia salvaje. Me había pegado y me había insultado cuando yo era un niño. No le gustaba que yo fuese delicado y sensible, curioso y lector. No le gustaba que yo odiase sus armas de fuego, que odiase matar animales. No le gustaba que yo fuese idéntico a mi madre, cercano a ella, su más íntimo y leal confidente. Me veía como mi madre en miniatura. Por eso me odiaba.

Mi madre comprendió que yo no podía respirar tranquilo viviendo con mi padre y por eso cuando cumplí trece años me aconsejó que me marchase para siempre de la casa familiar, que me alejase de mi padre. Me fui a vivir con los abuelos maternos, quienes me acogieron con extraordinaria generosidad. Recién entonces pude respirar tranquilo. Gracias a ellos, conocí el afecto noble, el humor sosegado, las tardes viendo juntos televisión, los paseos a comer helados. Mi abuelo materno, un hacendado que había sido despojado de sus tierras por los militares ladrones de la dictadura, me quiso como nunca me había querido mi padre.

A mi madre la veía de vez en cuando. Venía a visitarme a casa de mis abuelos. Me hacía muy feliz verla con sus padres. Con ellos de pronto era otra persona: sonreía, se relajaba, hacía bromas, se reía. Nadie la insultaba ni amenazaba, nadie la mandaba a callar. Entonces comprendí que mi madre podía ser una mujer razonablemente feliz, siempre que estuviese lejos de mi padre. Le pasaba a ella lo mismo que a mí: si estábamos con mi padre, unas nubes negras nos hundían en la desazón y la desdicha.

A mi padre no lo veía nunca, no quería verlo más. Lo odiaba consistentemente, sinceramente. Era un lastre, una mancha, un baldón para mí. Empecé a escribir en un periódico, a salir en televisión, a ganar dinero. Me hice famoso a precoz edad. Mi padre me odió. Ahora yo no era el hijo de James Barclays el cojo malo, o el nieto de James Barclays el banquero ricachón: ahora ellos eran el padre de James Barclays, el abuelo de James Barclays. Me apropié entonces del nombre y el apellido que ellos también llevaban. Los hice míos, los convertí en una marca, un negocio, un sello personal. Mi padre me vio prosperar, expandir mis dominios, hacerme famoso. Me odió por eso. Me odió, me rebajó y me insultó siempre que pudo, las pocas veces que nos veíamos.

Cuando mi padre murió, sentí que me habían quitado un peso de encima. Cuando mi padre murió, mi madre por fin se atrevió a ser feliz como había sido feliz cuando estaba a solas conmigo o con sus padres. Estos años sin mi padre han sido los mejores de nuestras vidas. Si hay una vida después de esta vida, me daría miedo encontrarme con él.