Mientras luchaba por esquivar las balas en una improvisada trinchera montada en el centro de Berlín, Walter Wagner fue sorprendido por un llamado. Habitualmente funcionario municipal, se había sumado a las postreras líneas de defensa que intentaban contener el furioso avance de los soviéticos que conquistaban la ciudad luchando calle a calle. Pero durante la noche del 28 al 29 de abril de 1945, en los días finales de la Segunda Guerra Mundial, a Wagner se le fue a buscar al frente para pedirle una particular tarea: debía oficiar el matrimonio de Adolf Hitler.
El Führer pasaba las horas en un búnker, rodeado de su círculo más cercano. Tras varios días de reuniones con sus generales y mariscales (la última de ellas terminada a gritos), había asimilado un brutal golpe de realidad: la guerra estaba perdida. Solo pocos días antes, el 20 de abril de 1945, había salido al exterior para felicitar a un bisoño grupo de jóvenes que combatirían a los soviéticos, aunque todos acabarían muertos. Ese día, el líder del Reich que prometía asentarse por mil años, lució muy mal; decrépito, débil y con un constante temblor en su mano izquierda, que con los años se ha interpretado como un signo de parkinson. Nada más lejos del líder de oratoria flamígera y gestos teatrales que encandilaba a las masas. Aquella fue su penosa última aparición en público.
“Pese a haber cumplido cincuenta y seis años, su aspecto era ya el de un anciano. A la tensión y el estrés causado por la marcha de la guerra había que añadir el lento envenenamiento que estaba sufriendo a manos del doctor Theodor Morell. Las pastillas contra los gases que este le proporcionaba contenían dos venenos, estricnina y adropina, lo que explicaba sus ataques de ira, su creciente debilidad y su irritabilidad”, detalla Jesús Hernández, en su Breve historia de Hitler.
En esas horas inciertas, al Führer se le había ofrecido escapar, pero ya le había comunicado a los suyos su decisión de morir en Berlín. Mientras, los jerarcas del nazismo se movían por sus vidas; refugiado en el sur de Alemania, llevando una vida hedonista entre su colección de arte, los animales exóticos y la adicción a los opiáceos, Herman Göring escribió a Hitler para tantear la posibilidad de sucederlo. Durante la guerra, el regordete fundador de la Gestapo y comandante de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana, se había dedicado más a las fiestas que a la preparación militar. Así, tras sumar derrotas en la batalla de Inglaterra no logró doblegar a su principal rival, la Royal Air Force británica. Por su lado, Henrich Himmler, el jefe de las SS intentaba negociaciones de paz que fueron reveladas por las BBC. Así, el círculo de Hitler comenzaba a abandonarlo.
Por ello, el Führer decidió tomar medidas. La noche del 28 de abril llamó a su joven secretaria Traudl Junge (quien trabajaba con él desde diciembre de 1942) para dictarle su testamento. “En él se reafirmaba en sus inalterables planteamientos, responsabilizando a los judíos del estallido de la guerra. Hitler animaba a las tropas alemanas a seguir combatiendo y expresaba su deseo de morir en Berlín”, explica Hernánez.
De paso, Hitler aprovechó el momento para destituir a Göring y a Himmler, acusándolos de traición. Por ello, decidió consignar que a su muerte, sería el almirante Karl Dönitz el que asumiría como presidente del Reich, mientras que Joseph Goebbels tomaría el cargo de canciller.
Fue allí que decidió hacer su acto final: contraer matrimonio con su pareja, Eva Braun. En su testamento, el dictador explicó su decisión. “Durante mis años de lucha creí que no debía contraer matrimonio, pero ahora mi vida toca a su fin y he decidido tomar por esposa a la mujer que vino a esta ciudad cuando ya se encontraba virtualmente sitiada, después de largos años de verdadera amistad, para unir su destino al mío. Es su deseo morir juntamente conmigo, como mi esposa. Esto compensará cuanto no pude darle por causa de mi trabajo en interés de mi pueblo”.
Hitler y Eva Braun se conocieron en 1929, cuando ella trabajaba en el estudio de Heinrich Hoffmann, el fotógrafo oficial del partido Nazi. Aunque se mantuvo ajena a los vaivenes políticos (de hecho se le prohibía estar presente en las reuniones del Führer con sus ministros), convivía con el líder en una relación extraña, sin compartir cama ni prodigarse muestras de afecto en público. No dudó en reclamar mayor atención y mejor trato por parte de su amado, incluso con dos intentos de suicidio. Pese al anonimato construido en torno a su figura, decidió acompañarlo al búnker en esos días aciagos.
Esa noche de abril ella sonreía más que a menudo. Al fin, a sus 33 años, podía presentarse como la esposa de Hitler. “Iba de negro, con un vestido largo de seda de ese color. Hitler llevaba uniforme. La ceremonia fue breve y Goebbels y Bormann firmaron como testigos -cuenta Hernández-. Del brazo de la novia, Hitler guió a los invitados hacia el estudio, donde todo estaba dispuesto para el banquete. Allí Hitler bromeó y hasta bebió un poco de vino húngaro. Se puso un disco en el gramófono y Eva, radiante y feliz, salió al pasillo para recibir las felicitaciones del personal. En todo el búnker reinaba una atmósfera de alegría”.
Aquel fue el último momento de relativa felicidad en el búnker. Mientras el círculo del Führer compartía una copa y practicaba la conversación, el dictador iba y venía desde la oficina de su secretaria para asegurarse que todo estaba en orden con su testamento. “En el documento, Hitler hacía también referencia a sus bienes personales, que los legaba al partido y, en caso de que este dejara de existir, al Estado. Con claro sentido realista añadió que, en caso de que también el Estado quedara destruido, las ‘ulteriores disposiciones que pueda hacer serán superfluas’”, dice Hernández.
Un disparo en el búnker
La mañana del 29 de abril, Hitler esperaba noticias del frente. “El motivo era el desesperado intento que estaba llevando a cabo el general Walther Wenck para acudir con sus fuerzas en socorro de Berlín. Sus tropas estaban combatiendo duramente para abrirse paso en dirección a la capital. Pero las noticias que llegaron del frente a lo largo de la tarde no movían al optimismo”, detalla Hernández. Las tropas de Wenck no lograron avanzar, y se vieron forzados al repliegue. El Tercer Reich estaba perdido.
Como para empeorar las cosas, al Führer le habían informado los detalles de la muerte de Benito Mussolini, su incompetente aliado de la Italia fascista, quien había sido ejecutado por partisanos junto a su amante, Clara Petacci. Sus cuerpos fueron expuestos en una gasolinera en Milán y quedaron a merced de la ira popular, quienes se ensañaron como aves de rapiña devorando los restos de un animal. Horrorizado, Hitler dispuso que su cuerpo fuera quemado tras su muerte. No quería correr la misma suerte y menos frente a los soviéticos.
Así, comenzó los preparativos para su sacrificio. “Hitler repartió entre su círculo próximo ampollas que contenían cianuro y anunció que él y su mujer se quitarían la vida. Para comprobar si el veneno conservaba su efecto mortal, un médico de las SS propuso que probaran una con la perra alsaciana de Hitler, Blondi. Así lo hizo y el animal murió”, detalla Hernández.
Esa noche, Hitler se despidió con un apretón de manos de un grupo de oficiales y de sus secretarias antes de irse a dormir. Ante la cercanía del final, el personal decidió entregarse a los placeres mundanos. “En el piso superior del búnker se organizó espontáneamente una fiesta; las reservas de vino y licor eran vaciadas ávidamente mientras se bailaba la estridente música que surgía de un gramófono y hombres y mujeres se mostraban febrilmente desinhibidos -dice Hernández-. Aunque Bormann envió a un oficial a imponer silencio para no alterar el descanso del führer, sus órdenes fueron ignoradas”.
A la mañana siguiente, el 30 de abril, le informaron a Hitler que los tiradores soviéticos ya estaban a unos 300 metros del bunker. Los cañones de la artillería enemiga se escuchaban cada vez más cerca y los proyectiles retumbaban en el tejado del bunker, haciéndose notar. Consciente que el riesgo de ser capturado avanzaba a cada minuto, el Führer decidió no postergar más su final.
“A mediodía, Hitler se dispuso a tomar su último almuerzo; junto a sus secretarias, ausente Eva Braun, comió un plato de pasta con salsa de tomate. Al terminar, les obsequió con varias cápsulas de veneno -detalla Hernández-. A las dos y media de la tarde, Hitler convocó a todos los miembros de su círculo próximo. Apareció en el pasillo de conferencias con su habitual uniforme mientras Eva lucía un elegante vestido azul. Ambos comenzaron a estrechar las manos de los presentes para despedirse. Hitler murmuró en voz apenas audible unas palabras a cada uno”.
Magda, la mujer de Goebbels, estalló en llanto. Era una de las seguidoras más incondicionales del líder. Por unos minutos acompañó a Eva Braun, e intentó por última vez pedirle a Hitler que arrancara. Pero la decisión ya estaba tomada. El Führer se retiró a sus aposentos, esta vez acompañado por Eva. La puerta se cerró. Todos se miraron como evadiendo lo que vendría.
Entre la metralla de los soviéticos silbando sobre el bunker, alguno de los presentes aseguró escuchar un disparo desde el interior de la habitación del Führer. El ya reducido círculo del líder esperaba el final y tras diez tensos minutos, decidieron abrir la puerta con sumo cuidado. Y allí lo vieron. “Hitler se encontraba sentado en un pequeño sofá, reclinado, con la mandíbula colgando. A sus pies había una pequeña pistola. Le goteaba sangre de las sienes -detalla Hernández-. La cabeza de Eva Braun descansaba en el hombro de su esposo. Su pistola se encontraba en una mesa baja que había delante de ellos. No la había disparado, pero tenía los labios contraídos por el efecto del veneno. Un jarrón con flores había caído al suelo”.
Tal como se había dispuesto, los cuerpos de Hitler y Eva Braun fueron envueltos en mantas y depositados en un cráter que había levantado un proyectil. Así, a la carrera y entre los terribles silbidos de los obuses soviéticos, se realizó una corta ceremonia. Entre las brasas se consumía lo que quedaba del hombre que había prometido levantar un imperio, a punta de masacres e invasiones. “Los cuerpos fueron cubiertos con gasolina y Goebbels arrojó un fósforo, pero el combustible no se encendió. Alguien hizo arder un trapo empapado de gasolina, lo arrojó a los cuerpos y estos quedaron envueltos en una gran llamarada. Los asistentes al improvisado funeral exclamaron un apresurado ‘Heil Hitler!’ y entraron de nuevo en el refugio. Llegaron más bidones de gasolina y, durante las tres horas siguientes, se continuó vertiendo combustible sobre los cuerpos”.