Mentiría si dijera que me invitaron a la feria del libro de Bogotá: yo me invité solo. Mentiría si dijera que mi presencia en dicha feria fue un éxito: fue un fracaso.
Fue un fracaso porque mis anfitriones reservaron una sala pequeña para cien personas y concurrieron unas quinientas. Había un centenar de ávidos lectores en la sala, sentados, y una multitud afuera, cabreada, gritando, protestando. Contenté a poca gente y decepcioné a la gran mayoría. Los que se quedaron afuera ni siquiera pudieron ver la charla en una pantalla o escucharla por altavoces.
No era la primera vez que me presentaba en esa feria. Había estado en varias ocasiones, la última hace cuatro años, antes de la pandemia. Guardaba un buen recuerdo de ella. Hace cuatro años me asignaron una sala para cuatrocientas personas y la llenamos y fue un éxito. Por eso regresé en días pasados, sin saber que me confinarían en una sala pequeña, dejando a centenares de personas afuera, quejándose.
Llegar a Bogotá siempre ha sido complicado y esta vez no fue la excepción. Salí de Miami un viernes por la tarde en una aerolínea que me había vendido la cabina confortable de un 787, pero, nada más entrar y buscar mi asiento, descubrí que era un modesto A320 sin cabina ejecutiva. Si te venden un 787 con ejecutiva cuyos asientos se reclinan plenamente, y luego te castigan con un A320 sin ejecutiva cuyos asientos no se reclinan, ¿no están defraudando tu buena fe como consumidor? Peor aún, a mi lado había un general colombiano retirado, fanático del expresidente Uribe, que me hablaba a los gritos, pidiéndome que machacase sin piedad al presidente Petro en mi programa. Tuve que refugiarme en la lectura de la más reciente novela de José Ignacio Valenzuela, titulada “Gente como yo”, que me elevó sobre las incomodidades del vuelo, obsequiándome tres horas y media de luminosa felicidad.
Sin embargo, aquella decepción por la rigidez de mi asiento fue solo una minucia comparada con la que me aguardaba en el aeropuerto de Bogotá: tras salir del avión, caminé despacio debido a la altura de la ciudad, jalando a duras penas mi maleta rodante, casi rodando yo mismo de lo gordo que estoy, y acabé en una fila gigantesca, monstruosa, espeluznante: conté a doscientas cuarenta personas en esa cola, todas delante de mí, esperando llegar a las pocas ventanillas donde, sin prisa al parecer, atendían los agentes de migraciones, pidiéndole el pasaporte al forastero. Los colombianos, cómo los envidié, pasaban por otras colas rápidas, pero los extranjeros nos apiñábamos en esa fila dantesca que parecía la entrada a un presidio o un correccional. No exagero un ápice cuando digo que estuve hora y media haciendo la cola. Pensé aventurarme en la fila de minusválidos o en la de diplomáticos, pero no me atreví porque alguna gente me había reconocido y me pedía fotos. No quería quedar como un patán envanecido, que, si me dejan, es lo que puedo ser. Así que me puse en esa cola a las ocho y media de la noche y me sellaron el pasaporte a las diez de la noche: bienvenido al caos de Bogotá.
Tampoco fue fácil llegar al hotel, siendo un viernes por la noche, pero yo, que había vivido en Bogotá, ya conocía que el tráfico vehicular en aquella ciudad es una pesadilla, y a ciertas horas puede ser peor que en Ciudad de México o en Lima, lo que ya es mucho decir. Al menos estaba cómodo en el asiento trasero de una camioneta que me había enviado el hotel y me entretenía leyendo las noticias, respondiendo correos y viendo los últimos goles de la liga inglesa.
Ciertamente acerté al hospedarme en el hotel donde me alojé hace cuatro años, el Four Seasons de la carrera 13. Es un hotel estupendo, con un personal supremamente amable. La suite que me asignaron, en una esquina tranquila del hotel, era idéntica a la que ocupé en mi anterior visita: amplia, confortable, moderna. Me sentí muy a gusto. Enseguida hice lo que hago siempre en Colombia, sea en Bogotá o Medellín, en Cartagena o Cali: pedí jugos de frutas, y me trajeron de naranja, de mandarina, de fresa, de mango y de lulo. Esa palabra, lulo, me parece cómica y me trae buenos recuerdos, porque así le decía a un argentino que fue mi novio precisamente cuando yo vivía en Bogotá: Lulito, Lulo.
Esa primera noche pasé un frío endemoniado, pero, ya durante la mañana, seguí durmiendo y me recuperé del todo. La ducha de la suite era cuatro o cinco veces más grande que la de mi casa en Miami: una ducha inmensa, muy cómoda, que quizás invitaba a que las parejas se bañasen juntas, un hábito o una costumbre que yo no he practicado, porque siempre hay uno que goza del agua tibia y otro que pasa frío porque no se expone al chorro cálido.
Luego por la tarde di una seguidilla de entrevistas, todas ellas en los salones del hotel, al tiempo que tomaba café, uno tras otro, para templar el espíritu, soltar la lengua viperina y convocar el río espumoso de palabras. Recuerdo en particular a tres periodistas: Mauricio, del canal Red Más Noticias, muy fino para hablar, muy elegante en el modo de articular las preguntas; Simón, de la revista Cambio, que dejó fluir la charla en tono risueño, casi como si fuera una conspiración entre amigos de toda la vida; y Vicky, de la revista Semana, que me sometió, durante hora y media, a un carnaval de preguntas pícaras y avispadas sobre literatura, política, religión, sexualidad y vida familiar. Debo ser franco: yo estaba dolido con esa revista, Semana, y le había pedido a mi anfitriona de la editorial que no pactase una entrevista con esa publicación. ¿Por qué estaba dolido? Porque los dueños de Semana me trataron mal. Primero me llamaron para que colaborase en la revista, y cuando les pedí un dinero razonable se escandalizaron, como si estuviese obligado a cederles gratuitamente mi trabajo; y, meses después, cuando por fin les ofrecí sin costo alguno mis columnas semanales, que aparecen en el ABC de España, La Nación de Argentina y La Tercera de Chile, me hicieron saber, a través de la directora, que no querían publicarlas en su página digital, a pesar de que eran regaladas. Debido a ello, rencoroso como soy, no quería saber nada de esa revista de derechas. Además, suerte la mía, mis columnas ahora se publican los domingos en el diario El Espectador, gracias a la gentileza de su director, Fidel Cano, y estar en la compañía de un escritor y columnista tan talentoso como Héctor Abad Faciolince me hace feliz, me induce a pensar que he triunfado en la vida. Así las cosas, yo no esperaba ni deseaba una entrevista con la revista Semana, pero mi anfitriona de la editorial desapareció sospechosamente del hotel y luego llegó Vicky Dávila, directora de la revista, y su corte de técnicos y asistentes. No me quedó más remedio que ser un caballero, atender a la señora y responder todas sus preguntas. Me tendieron, pues, una emboscada. Empero, no me arrepiento. Todo pasa por algo: la difusión de aquella entrevista indeseada fue muy escandalosa en redes sociales, lo que acaso favorezca las ventas de la novela “Los genios”, que para eso viajé a Bogotá, para instalar la novela en la curiosidad de los lectores.
Al día siguiente, las cosas acabaron de torcerse del todo. No quisiera pasar como quejumbroso o plañidero, pero la verdad es que viví tres momentos de agudo estrés. El primero: mi charla en la feria del libro era a las cuatro de la tarde, y era domingo, entonces mis anfitriones me dijeron que saliera del hotel a las tres de la tarde, así llegaba a las tres y media a la feria. Pues subestimaron el tráfico espeso, infernal, los trancones que no dan respiro siquiera un domingo, y no llegué a tiempo a la feria, tuve que bajar del auto, correr tres cuadras y luego seguir corriendo entre las multitudes apretujadas para llegar ya tarde, agitado, tembloroso, ofuscado, a la sala donde debía hablar. El segundo pico de estrés: antes de entrar en la sala pequeña, centenares de personas me gritaron, riñeron y pidieron ayuda, porque no las dejaban pasar a la sala, pues no había aforo suficiente en ella, y yo tenía que disculparme como si la culpa fuese mía. Y el tercer y último momento contrariado: acabada la charla, la fila de los lectores que deseaban una firma mía no era una fila, sino tres, y en sentidos diferentes, un berenjenal, con lo cual todo acabó a gritos y casi a los golpes, tanto así que mis anfitriones, que no daban pie con bola, me dijeron para llevarme al “salón de autores”, pues creían que mi integridad física corría peligro. Por supuesto, me negué a escapar y les dije: es el caos, bienvenido el caos, seguiré firmando hasta el último de cada fila. Pero el ambiente fue tan tumultuoso y enmarañado que algunos lectores, ya a mi lado tras una larga espera, rompían a llorar y desde luego se quejaban con toda razón: no habían podido entrar en la sala, y luego la cola, o las colas, para las firmas de libros los habían dejado zarandeados, vapuleados, humillados. Es decir: un desastre.
Ya en el hotel, hacia las nueve de la noche, me di una larga ducha, lloré de tristeza y frustración porque todo había salido tan mal, pedí una corvina en salsa de tomate a la habitación y me refugié en la lectura de un escritor al que admiro, que nunca me falla, que siempre consigue rescatarme del caos que es la vida misma y llevarme a un lugar mejor, unas nubes de la creación artística y del espíritu iluminado donde encuentro belleza, armonía, paz, sabiduría: Stefan Zweig, el austríaco, cuyos ensayos, biografías y textos de historia son verdaderas obras maestras. O sea que mi novela “Los genios” me arrojó al caos y el libro de Zweig, “Momentos estelares de la humanidad”, me salvó de él.
Al día siguiente, lunes primero de mayo, feriado, día del trabajo, salí muy temprano del hotel. No había trancones en la ruta al aeropuerto, ni largas colas para pasar los controles de migraciones. Compré las cremas y los perfumes que mi mujer y nuestra hija me habían pedido, me refugié en el salón ejecutivo, comí un yogurt con granola y, nada más entrar en el avión, suspiré, aliviado: era el 787 grande, con asientos que se reclinan como camas. Dormí las cuatro horas de vuelo y llegué contento a casa. A veces, lo que mal comienza, bien acaba.