Álex Grijelmo, escritor: “Quien tiene faltas de ortografía es que tiene fiebre, y la ortografía no es la fiebre: es el termómetro”

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Foto: Carlos Rosillo

Escritor, conferencista y columnista de El País, el autor de El Genio del Idioma y La Gramática Descomplicada examina los debates contemporáneos en torno a la lengua española, incluida la controversia por la tilde en el adverbio “solo”. “La ropa dice algo de nosotros, y los demás interpretan nuestra vestimenta: con las palabras pasa lo mismo”, afirma.


Periodista, escritor y conferencista, Álex Grijelmo (Burgos, 1956) es profesor y exdirector de la Escuela de Periodismo UAM-El País, además de expresidente de la agencia EFE, donde creó la Fundación del Español Urgente (Fundéu).

Grijelmo es autor de libros como El genio del idioma, La seducción de las palabras y La gramática descomplicada, donde expresa el deseo de que “el respeto a esa obra colectiva -el idioma común, patrimonio histórico y cultural de todos los hispanohablantes- nos permita dejarla en herencia a las nuevas generaciones”. Es también, al día de hoy, columnista de El País, diario en el que ha cumplido diversas funciones, incluida la de subdirector. Su columna semanal -”La punta de la lengua”- se pasea por los entresijos del idioma, desde el declive del adjetivo relativo posesivo “cuyo” hasta la reciente controversia por el uso de la tilde en el adverbio “solo” y en los pronombres demostrativos (“este”, “aquella”).

Ahora que las venturas y desventuras del castellano han estado de vuelta en la pauta de los medios y en las redes sociales, Grijelmo ha estado ahí, atento.

Se habla del carácter democrático de la lengua, de que todos los usuarios contribuimos a que sea como es y no puede llegar alguien y cambiarlo todo. Por otro, hay gente molesta con las academias, en particular con la RAE, acusándolas de creerse dueñas de la lengua. ¿Vivimos un momento singular?

Las academias no deciden cómo se debe hablar: lo que hacen es registrar cómo se habla. Yo oigo a veces a gente que no se ha tomado la molestia de leer la Gramática, la Ortografía, el Diccionario panhispánico de dudas de las academias (y no de la Academia Española sino de las academias, porque desde 2000, más o menos, todas las obras son consensuadas con ellas). Aquí me parece que se mira siempre desde América a la Academia Española como si no hubiera cambiado nada, pero ya han cambiado cosas, y las academias de cada país llevan al pleno de la asociación de academias las propuestas de cada país, y se debaten y hay unas normas para aprobar palabras, etc. Pero todo, al final, se basa en la documentación del uso. Hay mucha gente que dice, “esto no lo dice nadie”, pero eso hay que demostrarlo. O bien, “todo el mundo lo dice así”. Bueno, es que somos casi 600 millones de hablantes, y a veces creemos que lo que escuchamos en nuestro entorno es lo que se está diciendo en todo el ámbito del español.

Hay quien considera, como el animador del programa Pasapalabra, que el Diccionario de la Lengua Española (“diccionario de la RAE”, como lo llama) es nada menos que una “biblia”.

Para empezar, si decía “de la RAE” ya decía mal: es el Diccionario de la Lengua Española, no el de la Real Academia Española, y en él participan todas las academias. A veces sirve como árbitro, pero no es una ley. A veces se toma el diccionario como si fuera un código, pero el diccionario explica que todas estas palabras son de uso general en el español, algunas de uso más general que otras, y marca ciertos vocablos como españolismos, mexicanismos, argentinismos, chilenismos, etc. También, si una palabra es vulgar, si es coloquial, si es un cultismo.

Hay marcas que nos guían por los vericuetos del idioma. El diccionario debería tomarse más como un compañero que ayuda que como un legislador que castiga, pero es verdad que la Academia española tiene un pasado y que todo eso pesa, pero hemos de ser conscientes de que los tiempos han cambiado y de que hay muchas modificaciones en el proceder de la Academia, en el Diccionario y en las relaciones con los países de América.

¿Ve un cierto desamparo del español culto frente al que abunda en chats y servicios de mensajería? “Igual nos estamos comunicando”, se argumenta.

Los idiomas se han inventado para que la gente se entienda: si ellos dicen que se entienden y es así, no hay ningún problema. El problema se produciría si las personas que participan de una misma expresión del lenguaje -generalmente reducida, con supresión de artículos, de signos ortográficos, etc.- no fueran capaces de salir de ese registro; si un día tienen que expresarse en público y les falta vocabulario, si les falta precisión en el lenguaje, si cometen errores sintácticos que dificultan la comprensión del mensaje. Probablemente, en sus conversaciones de WhatsApp una médica que se comunica con una amiga utiliza frases muy cortas, palabras muy generales. Pero luego esa médica tiene que asistir a un congreso y cambia el registro: pasa de un lenguaje familiar, coloquial, a un lenguaje culto y probablemente especializado. Si una persona es capaz de cambiar de registro, todo va bien. Porque si un abogado acostumbrado a expresarse en los tribunales habla de igual manera cuando se comunica con sus hijos o con los amigos en el bar, será tomado como un pedante.

Entonces, el asunto es no tanto qué registro utilizamos, sino si somos capaces de utilizar en cada momento el registro pertinente. Al final, el lenguaje es la ropa que se ponen nuestras ideas para salir al mundo, y no nos ponemos la misma ropa para ir a una boda que para hacer deporte, ni nos ponemos la misma ropa para pasear al perro que para comparecer como testigos en un juicio. La ropa dice algo de nosotros, y los demás interpretan nuestra vestimenta: con las palabras pasa lo mismo. ¿Qué ropa nos tenemos que poner para cada situación? Ahí está la clave.

¿Y no somos los hablantes más cuidadosos con nuestra vestimenta que con el lenguaje?

No puedo hablar en general de todo el mundo, pero uno ve casos. A veces uno ve hablar en público a un licenciado, alguien con una carrera universitaria, y ve que lo hace muy pobremente. Cuando alguien se expresa con pobreza, con inconsistencias gramaticales, nos formamos un juicio acerca de esa persona. Es inevitable.

Además, quien tiene problemas de ortografía o de expresión gramatical adecuada, no tiene solamente esos problemas. Quien comete faltas de ortografía, generalmente es quien carece de un estilo brillante, no es capaz de atrapar al lector y construye frases aburridas, llenas de subordinadas en las que a veces se pierde el sentido del verbo y del complemento que va con él. Creo que la ortografía y la adecuación gramatical son un termómetro: quien tiene faltas de ortografía es que tiene fiebre, y la ortografía no es la fiebre, es el termómetro que nos dice que pasa algo. Y aunque destruyésemos el termómetro, como proponía García Márquez, eso no nos quitaría la fiebre.

Ahora, lo que uno puede calificar de problema para otros no lo es...

Aquí habría que establecer dos raseros: uno es el de la gente normal y corriente, que trabaja como carnicero o como guía turístico, y el otro rasero es el de quienes usan la lengua como herramienta profesional, con quienes sí hemos de ser muy exigentes. No se puede dar por bueno que un periodista no se exprese con una riqueza oratoria, con cierta habilidad retórica: eso se le debe exigir a un periodista, pero también a un abogado o a un profesor cuando habla con los alumnos.

Quienes usan el lenguaje como herramienta profesional están más exigidos que quienes lo usan solamente para comunicarse, porque quienes lo utilizan como herramienta profesional pueden servirse del lenguaje para transmitir belleza. La lengua, como bien sabemos por la poesía y por la literatura, es un transmisor de belleza: se puede producir placer en quien escucha si el discurso está bien construido léxica y estructuralmente. Entonces, ¿por qué renunciar a esa posibilidad?

La reciente controversia respecto de la tilde en el adverbio “solo” pareció traer de vuelta algo que no se había resuelto del todo. ¿Qué saca en limpio?

Que solamente el hecho de que se haya producido este gran debate demuestra el interés que hay por la ortografía y por la lengua, y eso es tremendamente positivo. Y luego viene una discusión en la que hay argumentos igualmente válidos por las dos partes. Los argumentos de los filólogos, los científicos de la lengua, son muy válidos: no hay una diferencia de entonación entre el “solo” adverbio y el “solo” adjetivo, y si fuéramos a tildar todas las palabras que tienen igual significante y distinto significado nos volveríamos locos (si fuera así, cuando digo “yo como como un cerdo”, uno de los dos “como” debería llevar tilde). Y tienen razón. Por otro lado, están los escritores, que dicen “es que para mí es útil, yo me expreso mejor así”. Y luego hay un argumento sentimental: es que mi maestro me lo enseñó así.

Hay dos grupos argumentales que son sólidos, y yo ahí defiendo que sigamos dejando la libertad al que escribe de hacer lo que considere. Igual que podemos decir “austriaco” y “austríaco”, podemos decir “quizá” y “quizás”. Hay muchas opciones en la lengua que son igualmente válidas; dejemos esta también así, y ya está.

Fórmulas válidas

Frente a quien se le ocurriera acusarlo de subirse tarde al carro de las batallas culturales, puede Grijelmo argüir que ya hace 23 años, en La seducción de las palabras, denunciaba problemas de sexismo en la lengua, al tiempo que defendía el genérico del español, conocido también como masculino genérico (el que nos permite decir “todos” y con ello referirnos a todas las personas de un universo, con independencia de su sexo).

En su Propuesta de acuerdo sobre el lenguaje inclusivo (2019) afirma que “el masculino [gramatical] en realidad no existe”, que “opera como un engaño de los sentidos porque las palabras que ahora consideramos de ese género, incluidas las que terminan en -o, fueron el término general que en los orígenes del idioma abarcaba a seres animados machos (o varones) y hembras (o mujeres), y cuyo ámbito se redujo al surgir el femenino”. Puede ser una explicación esclarecedora, ¿pero no será contraintuitiva? ¿Cómo se combate la idea de que si no digo “todos y todas” estoy invisibilizando a un grupo?

No tengo ningún interés en que eso se combata. Si alguien cree que excluye a las mujeres al utilizar un genérico -y no diré “genérico masculino”, sino “un genérico”-, que duplique y ya está, no hay ningún problema. Cada cual que haga lo que considere, pero si alguien cree que no excluye a las mujeres utilizando el genérico, que use el genérico. Cada cual que acuda a la fórmula que le resulte más cómoda sin que los unos descalifiquen o ridiculicen a los otros. Las dos fórmulas son válidas, y quien quiera duplicar todas las palabras en una conversación o en un discurso, que lo haga. Otra cosa es que eso pueda producir tedio en quien escucha.

Que dupliquen si les parece, dice usted, pero es difícil duplicar sistemáticamente...

Es muy difícil, sobre todo cuando hay concordancia: “Los niños y las niñas que hayan sido buenos y buenas, que salgan juntos y juntas”. Ahí, “juntos y juntas” podrían ser los niños juntos y las niñas juntas, pero no juntos los niños y las niñas. En el momento en que las duplicaciones progresan por el discurso, empiezan a aparecer los problemas.

Aquí, en España, lo hemos visto hace poco: ha habido un problema con la aplicación de una ley sobre la violación y las agresiones sexuales, y determinados portavoces que hablan constantemente de “los jueces y las juezas”, cuando culparon a la Judicatura de aplicar mal la ley, solo decían “los jueces”: “Los jueces están aplicando mal la ley”. O sea, cuando cargaban a la palabra con un sentido peyorativo, no duplicaban. Y hemos visto, por ejemplo, que no se ha hablado de “los contagiados y las contagiadas”, de “los fallecidos y las fallecidas”. No se duplican normalmente “los criminales y las criminales”, “los corruptos y las corruptas”, y sí se duplican “los jueces y las juezas”, “los diputados y las diputadas”, “ciudadanos y ciudadanas”. Entonces, hay que tener mucho cuidado con eso, porque, ¿qué mensaje estamos transmitiendo cuando los elementos peyorativos son solo masculinos, mientras que los neutrales o positivos se duplican?

A mí me preocupa ese fenómeno, más que el hecho de que una persona duplique. Las duplicaciones están en la lengua castellana desde la primera obra literaria en castellano, El Poema del Mío Cid, (“burgeses e burgesas por las finiestras son”). Toda la vida se ha dicho “damas y caballeros”, “señoras y señores”: no pasa nada por duplicar.

¿Ve hoy una amenaza a la posibilidad de entendernos?

Lo que puede dificultar la comunicación es que una persona se exprese en un registro culto o especializado y el receptor no conozca gran parte de ese vocabulario. Es más fácil que una persona con un léxico amplio entienda a alguien con menor riqueza que al revés. Por eso es tan básica la educación. Y luego hay un punto que sí me parece preocupante, que es la manipulación del lenguaje por las clases poderosas: el uso de eufemismos, el darles la vuelta a las palabras para que signifiquen algo distinto de lo que han significado, el tomar el prestigio de una palabra para servirse de él, a la vez que se manipula su uso.

Hace poco escribía sobre la palabra “seguridad”: “Las medidas de seguridad se han incrementado”. Bueno, si la seguridad se incrementa es que antes no era segura. La seguridad es algo absoluto. O estás seguro, o no estás seguro, pero no estás un poco más seguro que el día anterior. Se ha manipulado la palabra “seguridad” para transmitir tranquilidad y se habla de medidas de seguridad en lugar de medidas de control, o medidas de precaución o medidas de prevención.

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